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Borcegos y tacos aguja
Narraciones

El deseo del ojo, desnudos y representación

Isabel Sarli en El trueno entre las hojas (1958).
13 de enero de 2023 05:57 h

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Pintas una mujer desnuda porque te gusta mirarla, le pones un espejo en la mano y luego titulas el cuadro Vanidad, y al hacerlo condenas moralmente a la mujer cuya desnudez has representado para tu propio placer.

John Berger

A los 20 años trabajé como modelo de cara en el taller de un escultor, los sábados a la mañana. Había que vencer el sueño, hacer esfuerzos denodados para no cerrar los ojos, quedarse quieta como la Princesa Sukimuki de los Cuentopos de Gulubú de María Elena Walsh. Trabajaba de ser mirada. A veces, en los intervalos, recorría las obras que representaban mi cabeza (la parte externa de mi cabeza). En las obras de dos escultoras, noté que los rasgos eran más parecidos a los de las autoras que a los de mi cara. Yo funcionaba como un espejo extraño para sus autorretratos, supongo que servía para calcular proporciones y demás detalles técnicos. No dejaban, por eso, de ser realistas. Una de esas cabezas viajó a Berlín, a un concurso.

Los estudiantes hacían bocetos previos. Uno de ellos, varón, me había dibujado desnuda. Habrá imaginado el resto, eso que se escondía debajo de la ropa: mi cuerpo.

En la fiesta de fin de año del taller, el escultor me preguntó si me animaría a posar desnuda (pagaban mucho mejor). Dije que no: me daba una vergüenza cósmica. Tampoco era modelo profesional, simplemente había salido ese trabajo y me venía bien mientras estudiaba. Duró solo un año: no iba a dar el paso siguiente. Fin de la historia.

La fuerza de la mirada (masculina)

Estar desnuda frente a otras personas siempre me dio mucha vergüenza. Algo se me juega por el lado de la humillación. Un sentimiento que tuve cuando vi en la tele la película blanco y negro El ángel desnudo (1946), dirigida por Hugo Christensen sobre guión de César Tiempo, basada en la obra de teatro de Arthur Schnitzler La señorita Elsa (1924). Olga Zubarry interpreta a Elsa Las Heras, una adolescente que su padre entrega a un escultor millonario quien lo salva de la bancarrota a cambio de que su hija pose desnuda para él. El costo va a ser mucho más alto: el suicidio de la joven y el homicidio del escultor en venganza. Durante muchos años se lo consideró el primer desnudo del cine argentino, aunque se tratara de un semidesnudo dorsal. Tuve la oportunidad de entrevistar a la actriz y me contó que no estaba realmente desnuda sino con una malla color piel. No fue un desnudo “real” pero el efecto (de humillación ajena) fue el mismo. 

Ese mismo año, 1946, la fotógrafa alemana radicada en Argentina, Anne Marie Heinrich (1912-2005), fotografió desnuda a la actriz Tilda Thamar, quien actuó, entre otras películas, en La mujer desnuda, de Ernesto Arancibia de 1955, antes de radicarse en Francia. El título de la foto es, precisamente, Desnudo, y figura en la colección del Museo de Bellas Artes. Heinrich hizo una serie de retratos de mujeres desnudas (muchas de esas imágenes fueron recopiladas en el libro Desnudos, editado por Sara Facio y con prólogo de María Moreno): una audacia para una época en que las mujeres podían ser miradas, pero no mirar. Y no solo en esa época. Cuenta Sara Facio: “El Desnudo de 1946 … tiene una última anécdota. Al estar expuesto en la vidriera de su estudio en la avenida Callao, en 1991, en plena democracia, fue denunciado ante la Justicia por ‘exhibición obscena’. Hubo un clamor nacional e internacional sobre los valores estéticos de la obra y la sobresaliente trayectoria de su autora que acalló de inmediato esa inaceptable censura.”

Heinrich supo vestir de luces y sombras la piel de sus modelos. La fotógrafa escribió: “La belleza se aprende mirando. Trabajé toda mi vida mirando un cuerpo, una luz, un reflejo.”

El primer desnudo frontal del cine nacional ocurrió doce años después, con El trueno entre las hojas (1958), basado en el cuento “La hija del ministro”, del escritor paraguayo Augusto Roa Bastos. Filmada en Asunción, fue la primera película de la serie de la pareja Armando Bó-Isabel la Coca Sarli, que sería censurada en tiempos de dictaduras militares y convertida en objeto de culto. La Flavia (Sarli), mujer del patrón “gringo”, se baña en un lago ante la mirada deseante de un peón del quebrachal. El agua la cubre y la descubre y el zoom la acerca, sin que ella sepa que la están mirando. Ni Flavia, ni la propia Coca Sarli, a quien su pareja y director le había asegurado que usaría una malla color piel (como la de Zubarry) y que la filmarían desde lejos. 

Ser mural

Veinticinco años antes, el muralista mexicano David Alfaro Siqueiros llegaba a Buenos Aires con expectativas de reconocimiento. Lo recibían Victoria Ocampo y el grupo Sur. Pero las ilusiones de producir su arte monumental callejero se quebraron. Era 1933, en plena Década Infame y gobierno militarista de Agustín P. Justo. Y Siqueiros era comunista. Lo albergó Natalio Botana (fundador del diario Crítica, empresa que llevó adelante junto con su mujer, la escritora anarquista Salvadora Medina Onrubia) en su quinta Los Granados, en Don Torcuato, provincia de Buenos Aires. Allí, en un sótano, generó el mural envolvente Ejercicio plástico, un trabajo en equipo del que participaron Berni, Spilimbergo, Castagnino y Lázaro, quienes pintaron paredes, piso y techo del sótano. La modelo fue Blanca Luz Brum, esposa de Siqueiros (un marido violento) y amante de Botana. Blanca Luz representada permaneció en el sótano (como el propio mural, arrumbado por años), velando el talento de esa mujer uruguaya que fue poeta y agitadora cultural. El docuficción No viajaré escondida (2018), dirigido por Pablo Zubizarreta y protagonizado por Mercedes Morán y Valeria de Luque, corre el velo sobre su figura. Ejercicio plástico es la obra más íntima y secreta de Siqueiros, como la califica la museóloga Yanina Altamirano, en una visita guiada al Museo del Bicentenario de la Casa Rosada, donde finalmente fue trasladado luego de ser guardado en containers. Hay que tirarse al suelo para contemplar la totalidad de la obra en la que la figura de una mujer desnuda se reproduce curvada y en movimiento en el techo y las paredes de un espacio construido ad hoc. Hay una única figura masculina en ese mural con fondo marino: un autorretrato con el “rostro cornúpeto”, en palabras de Siqueiros, haciendo alusión a su condición de marido engañado.

Consultada para esta columna, la escritora y curadora argentina Andrea Giunta advierte: “El problema es que las representaciones de desnudos femeninos puedan entenderse como 'el' arte o ‘la representación del cuerpo femenino’. Nunca tenemos que olvidar que quien pinta conforma el cuerpo desde el ojo del deseo, como señalaba Laura Mulvey (ensayista británica feminista) en relación con el cine. El deseo masculino”. Será ese deseo, el que masculiniza el género del adjetivo y lo sustantiva. Será ese ojo deseante lo que siempre me generó tanta vergüenza. 

GS

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