La estela de Maxi y Darío
Escribo esta nota desde Ecuador, donde por estos días las organizaciones indígenas, campesinas, estudiantiles, sindicales y sociales protagonizan un momento de efervescencia popular en protesta por las políticas neoliberales de ajuste y las estructurales violaciones a los derechos sociales, económicos y culturales del pueblo pobre del campo y la ciudad. Son momentos de disputa en las narrativas y contranarrativas sobre la naturaleza de las protestas que, en definitiva, es una discusión sobre el carácter de la democracia.
¿La democracia se instituye meramente a partir de la institucionalidad formal o requiere la participación popular activa en la vida pública? En este momento, en Ecuador, la participación popular se expresa en el legítimo ejercicio al derecho a la protesta por mejorar sus condiciones materiales de existencia. Esta protesta ocupa el espacio público en Quito y las zonas rurales de todo el país, con una masividad inédita. La respuesta estatal es una brutal represión que se justifica desde el Gobierno apelando al ejercicio de la autoridad estatal. Está así justificado el “uso progresivo de la fuerza” frente a grupos de vándalos -según algunas versiones- o personas manipuladas por líderes maléficos -en otras-.
La explosión social, sin embargo, es una circunstancia de algo que late en el seno del pueblo y se manifiesta cotidianamente en los territorios. Son los múltiples mecanismos de organización comunitaria y gestión social de lo común que despliegan los perdedores del sistema. Se trata de un denso entramado de resistencia social frente a la exclusión que, como toda relación social, no está exenta de contradicciones. En cualquier caso, la gestión de lo común constituye parte sustancial de la vida en las barriadas populares, zonas campesinas y comunidades indígenas.
Gran parte de mi generación se formó con la convicción de que los procesos de cambio se construyen desde abajo y que sólo la justa lucha de los últimos por su dignidad permite abrir las puertas a las expresiones institucionales de la democracia formal que den alguna vigencia a los derechos conculcados creando políticas públicas populares. En otras palabras, es la fuerza del pueblo la que orienta la política superestructural y crea las condiciones para todo avance social, aunque los dirigentes políticos no sean conscientes de esto y prefieran sentirse artífices exclusivos de dichos avances. Ese es nuestro pedacito de verdad. No es verdad única, pero quien vea los procesos históricos comprenderá que hay algo de cierto en ella.
Las organizaciones sociales de base, agrupadas hoy en grandes movimientos populares, crecieron como producto de la crisis de las recetas neoliberales. En un primer momento, fueron los trabajadores de las empresas privatizadas, en particular YPF, los que protagonizaron las masivas puebladas en las zonas petroleras. Buscaban la reincorporación de los despedidos. No lo lograron. El sistema no daba para eso. Sin embargo, a partir de esos procesos de lucha, se crearon formas de gestión, cogestión y autogestión de lo común que permitieron la resolución de las problemáticas elementales de salud, vivienda y trabajo. Fueron soluciones precarias, pero fueron las soluciones posibles. En todos los casos implicaron una dinámica de conflicto y negociación, avances y retrocesos, desviaciones y rectificaciones. Las organizaciones sociales iniciales, como la Unión de Trabajadores Desocupados de Mosconi, demostraron el potencial enorme de las organizaciones libres del pueblo para resolver mucho de lo que el sistema no resolvía.
La expansión de aquellas formas de lucha a los conurbanos empobrecidos empezaron a romper el espejismo neoliberal, particularmente durante el segundo mandato menemista. En Santiago el Estero, Neuquén, Salta, Río Negro, Jujuy y Corrientes, entre otras provincias, se produjeron enormes conflictos que incluyeron prolongados cortes de ruta y fortísimas manifestaciones frente a las respectivas gobernaciones. La provincia de Buenos Aires no fue la excepción y se sumó a esta marea hacia finales de los noventa y principios del siglo actual. Ese fue el contexto de las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001 que marcaron la conciencia de muchos de nosotros.
Sin embargo, el hecho crítico que consolido la conciencia militante de muchos de nosotros fue el asesinato de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. No por una cuestión ideológica, política o metodológica, sino por la disposición de dos jóvenes de nuestro pueblo a poner el cuerpo por los más humildes. Cada 26 de junio se nos estremece el corazón recordando a los dos mártires que, con su sangre, clausuraron cualquier intentona de volver a las recetas más feroces del neoliberalismo. Fueron ellos, fue el pueblo organizado, fue el pueblo luchando, fue la juventud dispuesta a darlo todo. El hecho heroico de la resistencia social sintetizado en Maxi y Darío logró parcialmente su objetivo. Nuestros dos héroes marchaban bajo la bandera de “trabajo, dignidad y cambio social”. En los años siguientes a la salvaje represión de aquel día -que, en gran medida, sigue impune- hubo más trabajo, más dignidad y más cambio social. Nada de ello hubiera sucedido sin su lucha, nuestra lucha.
No quiero entrarle hoy a la polémica abierta en estos días sobre las organizaciones y políticas sociales. Entiendo que está teñida por disputas políticas y pujas de poder que impiden proyectar una síntesis para mejorar la situación actual. Esa síntesis es lo que debemos buscar, pensando cómo mejorar la dramática situación de los pobres e indigentes de nuestra patria que son niños, ancianos, hombres y mujeres vecinas de los barrios populares, agricultores familiares, campesinos e indígenas o trabajadores urbanos sin derechos. Ya dijimos lo que teníamos que decir. Queremos trabajar en esta síntesis y creemos que el momento es ahora. En algunos meses será demasiado tarde. Esto implica que todos los actores y actrices de este debate pongamos por delante el bien del sector por sobre nuestras propias verdades, posiciones e intereses.
Trabajo, Dignidad y Cambio Social son consignas que siguen vigentes, que siguen sintetizando las aspiraciones de todas las organizaciones populares. Trabajo con derechos para vivir, respeto a la dignidad de los de abajo y un horizonte de cambio político-económico que permita a todos acceder a las 3-T, la salud, la educación, la justicia en la cantidad y calidad que se merece todo ser humano. En el ADN de los miles y miles de militantes sociales que activan en los territorios de las periferias olvidadas está la entrega y el sacrificio de Maxi y Darío, los girones de vida dejados en los proyectos productivos, las ollas populares, las cooperativas, los espacios de niñez, la ruralidad pobre, las comunidades originarias y desde luego las acciones de protesta.
Hace algunos años que participo activamente en la política como parte del Frente Patria Grande, sin dejar de pertenecer y priorizar la construcción social de base. Ahora que conozco las estructuras políticas y burocráticas del Estado, estoy en condiciones de afirmar mi convicción que la militancia más comprometida, sacrificada, eficiente y honesta está en los movimientos sociales, sobre todo en la juventud dispuesta a embarrarse las zapatillas donde no hay veredas en vez de transitar cómodamente por las alfombras de los despachos gubernamentales. Esto no implica la romantización de un sector ni la defenestración de otro. En ambas idiosincrasias hay prácticas execrables y chantas totales, así como personas sumamente comprometidas que buscan mejorar la sociedad tanto desde las organizaciones de base como desde los espacios institucionales. Pero nuestro corazón siempre va a estar en los pasillos de la villa, en el lodazal de los barrios populares, en los galpones cartoneros, en los polos textiles, en las calles de las mantas, en el campo pobre, en los puentes y las rutas de la resistencia, al menos hasta que no quede ni una sola ni un solo excluido en la Argentina.
Necesitamos el salario básico universal sin intermediación para complementar los ingresos a todo el sector que trabaja en la informalidad, pero también reivindicamos la organización popular como vector de lucha contra la exclusión, como parte integrante de un proyecto de democracia sustantiva y como reaseguro de las conquistas sociales frente a los vaivenes del proceso político.
Es nuestra historia. Reivindicamos esa historia. Una historia poco conocida por los principales dirigentes políticos que sólo pueden vernos de dos formas -que en lo esencial no se diferencian mucho una de la otra-: como “contención” de la injusticia social según la versión amable, o como tercerización de la asistencia social según la versión dura. Frente a ello, reafirmamos: trabajo, dignidad y cambio social.
Mis únicos héroes en este lío siguen siendo Maxi, Darío y todos los que siguen por distintos caminos, pero honesta y consecuentemente, la estela luminosa que dejaron.
JG
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