La fábula del águila judía
No gano para disgustos, diría mi abuela. El mundo a través de la pantalla me ofrece imágenes de una capital cercada, Washington ya no es la misma. Tropas propias pertrechadas para el combate patrullan la ciudad capital y custodian puentes segados. Cada tanto, la misma pantalla ofrece algún flashback de bárbaros embistiendo contra el Capitolio al grito de “¡Cuelguen a Mike Pence!” que alternan con poco sutiles encuadres de un cadalso improvisado donde habrían de pagar sus penas los traidores al líder anaranjado.
El montaje de las noticias me hizo pensar en Muerte por guillotina, aquella postal de Pierre-Antoine Demachy que sintetizó el espíritu revolucionario de un París revolucionario y sangriento. También creí recordar una Sarajevo sitiado, donde una mujer cargando bolsas atravesaba el así llamado “callejón de los franco-tiradores”. A veces la realidad se empeña en imitar a los juegos electrónicos. En realidad, lo que estaba recordando no era una experiencia propia en la guerra, sino la experiencia de Michael Stravato, el fotógrafo que tuvo a su cargo el disparo. Fotógrafo 1, Francotirador 0. La imagen de Stravato dio la vuelta al mundo, como antes lo habían hecho las reproducciones del cuadro de Demachy, y ahora lo hacen las imágenes en video mostrando a cientos de trogloditas embanderados que tienen a Donald Trump el Mesías. Lo que veo en la pantalla acrecienta mis temores, miedos que alguna vez, en la adolescencia, fueron simplemente furia. De modo que decidí replegarme, no a la adolescencia, lo cual jamás habría de perdonarme, sino a la sala de estar donde el fuego familiar es ameno, donde desde el cómodo diván frente a la venta puedo ver el mundo tal como es.
Mucho ha cambiado allí, al otro lado de mi ventana desde los preludios de esta cuarentena. En principio diría que la calidad del aire que se respira ha mejorado notablemente, y con ello la visibilidad de prados y montañas, hoy nevadas. Cuando comenzó la pandemia del COVID, vivían allí fuera unos doce o quince venados; conté veintidós en la manada. Presumo que el crecimiento tiene que ver con que ya nadie corta el pasto, ni poda los árboles de modo que hay más alimento para los ciervos este invierno, y también más coyotes para quienes el venado es pasto nuestro de cada día.
La gente del lugar también hace lo suyo y, llevada al delirio-agrario producto del encierro, se ha dado a cultivar verduras y criar gallinas. Cada loco con su tema. La multiplicación de gallinas, por otra parte, condujo al aumento de zorros, criaturas divinas que por las noches aterrorizan a los niños con sus aullidos de celo. Los entiendo perfectamente. Si los zorros, camino al corral, llegaran a cruzarse con una gata vieja y cansada, habrían de hacerse un festín con ella como debió de haber sucedido con mi dulce Kate a la que no he vuelto a ver desde el 4 de noviembre pasado, día en que la fórmula Biden-Harris triunfó sobre azote anaranjado, ése al que hoy buscan consagrar las falanges que arremetieron contra el Capitolio. Pero no era mi intención ocuparme de la realidad política, fue precisamente para evitarlo que me trasladé de la sala al sillón, al fuego y a mi ventana, esa que da al parque desde donde pueden apreciarse los atardeceres sobre los Apalaches y desde donde vi al águila dorada posarse sobre la rama del nogal. Hace años que aquel macho anida en lo más alto del añoso roble llorón junto a la casa. Digo “vi al águila dorada posarse sobre la rama” como si tal cosa fuera fácil. Seis kilos de pechuga emplumada desafían a la gravedad, y desde ese lugar el predador escanea el terreno antes de extender nuevamente sus alas planeando hasta dar con sus garras sobre la indefensa laucha de maizal. ¡Que maravilla! Poco más tarde vi al águila patrullando el terreno a pie hasta detenerse frente al refugio de un cuis que, al intentar huir, acabó por ser sumado al festín. Ese cuis me recordó a la mujer bosnia en el callejón de los francotiradores serbios, también recordé el artículo del Washington Post, en el que Karen Heller parecía salivarse con anticipación mientras escribía sobre cómo la abogada Roberta Kaplan iba a manducarse a Donald Trump ni bien pusiera los pies fuera del plato. Para Roberta, dice Heller, los juicios políticos que padece su presa, son poca cosa frente a las demandas que viene preparando desde hace meses a la espera de que el topo naranja saque la cabeza de su blanca madriguera.
Para Andrew Cuomo, gobernador del estado de New York, Roberta Kaplan “ha sido una figura indispensable en la lucha contra el cáncer que representa el odio y la división exacerbada por Trump durante los últimos cuatro años”; para mí, Roberta es un águila con cría, es Golde en El Violinista en el Tejado a punto de cocinar al cosaco-mitómano con la guarnición de hijos tilingos, yernos oportunistas, nueras y amanuenses. La foto de Roberta en el Washington Post revela la fisonomía de una madre judía del sur de la Florida, pero además Roberta es gay, militante de causas progresistas, enemiga del panterismo ideológico y con cojones para ir tras los nazis implicados en crímenes de Charlottesville, y en cualquier otro lugar del país.
Empiezo a cuestionarme la elección de un sillón por otro, del televisor por la ventana. Vine junto al fuego para olvidar, como quien empina una botella. Pero todo me remite a ese otro lugar en que se debaten los destinos de una nación que pareciera haber devuelto a su cauce el curso de la evolución.
De a poco las ovejas se van apartando del carnero rengo, las multinacionales se desentienden de sus contribuciones al régimen póstumo, los venados se apartan del lesionado, ni Mitch McConnell ni Mike Pence responden a las intrigas, Ted Cruz y sus hienas-comadres fueron apartadas de la manada, las marmotas parecieran haber decidido ya cuál de ellas será consagrada al sacrificio. Entretanto, Roberta, el águila-judía, espera, desafiando la gravedad, ese momento en que la inmunidad ya no sea un privilegio.
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