El fino barniz de la civilización
Hay un episodio de la vida del gran sociólogo judeo-alemán Norbert Elias de una tristeza desoladora. En 1933, con el ascenso de Hitler, el joven Elias había decidido irse de Alemania. Recaló primero a París y pronto en Inglaterra, donde desarrollaría el grueso de su obra. Poco antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, cuando ya estaba instalado en Londres, recibió la visita de sus padres, que habían permanecido en su Breslavia natal a pesar de la amenaza nazi. Consciente del peligro que corrían, Norbert les propuso que no regresaran, que se quedaran con él en el Reino Unido. Les explicó que las cosas pronto podrían ponerse complicadas para los judíos. Pero ellos no entendían razones. “¿Qué podrían hacer conmigo?”, le decía su padre, “Yo nunca hice nada malo”. Estaba convencido de que alguien como él, que no mataba ni una mosca, no tenía motivos para temer. Y además ya estaba grande, no quería vivir en el desarraigo, en un país extraño. Norbert insistió de mil maneras, usó toda la fuerza de la argumentación, pero fracasó. Sin conseguir que cambiaran de opinión, los vio marchar de regreso a Breslavia. Era la última vez que los vería: su padre murió poco después y luego su madre, recluida en un campo de concentración. El trauma de no haber conseguido convencerlos, la pregunta de si acaso pudo haber insistido más, si pudo haberlo intentado mejor, acompañó a Norbert Elias el resto de sus días. Nunca pudo superarlo.
Acaso él mismo no llegaba a imaginarse la magnitud y tenor de lo que se venía con Hitler. ¿Quién sí? Alemania era uno de los pináculos de la civilización occidental. Antes de los nazis, el avance técnico iba de la mano de la modernidad cultural. Berlín era polo de lo más sofisticado de la filosofía, una de las capitales de las vanguardias estéticas e incluso había dado sede, en el cambio de siglo, a la primera revista que reivindicaba abiertamente la homosexualidad. Políticamente también era sitio progresivo: tenía el partido socialdemócrata más poderoso de Europa y un movimiento obrero robusto. ¿Cómo imaginar la bestialidad de lo que se venía?
Norbert Elias se hizo famoso por su obra maestra, El proceso de la civilización, en la que estaba trabajando al mudarse a Inglaterra. Allí analiza el largo camino de las sociedades europeas hacia lo que llamamos “civilización”, que el sociólogo relacionaba, entre otras cosas, con el desarrollo del “autocontrol” personal, la internalización de pautas de buenos modales, de distanciamiento respecto del mundo físico y del cuerpo de los demás, que a su vez fueron limitando las tendencias hacia la agresión abierta de unos con otros. En su descripción, parecía un proceso sólido, irreversible, anclado en lo más profundo de la cultura, incluso en la psiquis humana. Claro que no lo era: como él mismo sostuvo más adelante, a propósito de la barbarie nazi, la civilización podía “retroceder”, incluso colapsar. Es que, por el modo en que aprendimos a imaginar la historia, la barbarie parece residir en el pasado y, según creemos (o más bien creíamos), el futuro es camino de creciente civilización, cada vez más lejos de ese tiempo pretérito abyecto.
La civilización no es un punto de llegada: es apenas una capa delgada, un fino barniz que requiere mantenimiento constante
Todavía luego de la caída de Hitler fue posible sostener esa imaginación. Podía pensarse que lo de 1933 había sido un tropezón, fruto de alguna combinación infortunada de variables o de alguna peculiaridad siniestra de la cultura alemana. Pero, casi un siglo más tarde, esa certeza reconfortante no se sostiene. La barbarie no está en el pasado: nos acompaña en el presente y no hay por qué no suponer que no se enseñoree del futuro. Brota en cualquier momento y en cualquier lugar, con que sólo se debiliten un poco los esfuerzos civilizatorios. Así pasó en 1933, en una de las sociedades más sofisticadas de entonces, cuando el hartazgo de parte de la población por las promesas incumplidas de la República se combinó con el coqueteo del gran capital con el nazismo, por su promesa de limpiar Alemania de izquierdistas y alborotadores obreros, y juntos abrieron las puertas del infierno.
Uno pensaría que la humanidad aprendió la lección, pero un paneo por el mundo actual lo hace dudoso. Cómo no ser escépticos si en Israel, justamente en Israel, se profundiza un régimen de apartheid racial que ya lleva décadas en pie y vemos a los palestinos segregados y sometidos a vejámenes cotidianos inauditos por parte de un gobierno de extrema derecha que ya es abiertamente racista y ni se preocupa por ocultarlo. O si vemos que en Estados Unidos están limitando los temas que se pueden discutir en clase, prohibiendo libros en las escuelas o shows de drag queens.
La civilización no es un punto de llegada: es apenas una capa delgada, un fino barniz que requiere mantenimiento constante. Hasta hace un tiempo podíamos congraciarnos de que en Argentina no se veían los signos de deterioro que ya se percibían en otros sitios. Pero ya no es el caso. De nuevo, por la combinación del hartazgo social con las orientaciones que asume nuestro empresariado y parte de los elencos políticos, nos asomamos a un abismo. De un día para el otro nos vimos discutiendo si conviene habilitar la venta de niños, si los mapuches son terroristas extranjeros, si corresponde “cárcel o bala” para quien no es de derecha, si hay que rechazar la conspiración del “marxismo cultural” que pervierte a nuestros hijos o si la última dictadura fue realmente para tanto. El espectáculo dantesco de la represión en Jujuy, con policías disparando a los ojos como en Chile, secuestrando gente en autos no identificados, irrumpiendo en domicilios sin orden judicial, es un buen preanuncio de las amenazas que pesan sobre el país. También lo es que el pleno de Juntos por el Cambio haya salido a desacreditar a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para respaldar a su sultán jujeño.
Que nadie crea que el Estado de derecho estará siempre allí para proteger nuestras garantías básicas. Nada más frágil que ese supuesto escudo. (“1985 terminó”, nos susurra la nostalgia que sentimos al ver la película). Todo indica que en el futuro inmediato las fuerzas progresivas y democráticas de la sociedad deberán estrechar filas y renovar el compromiso elemental no solo con el Estado de derecho, sino incluso con el sostenimiento de la vida civilizada.
EA
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