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ENSAYO GENERAL

Fronteras porosas

Daniel Craig y Mikey Madison
16 de febrero de 2025 00:05 h

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Me sorprende, entre todo lo que estuve leyendo sobre los Oscar, no haber encontrado ningún artículo que pusiera en relación a Queer de Luca Guadagnino con Anora de Sean Baker. Es verdad que la película de Guadagnino no recibió ninguna nominación, pero ese ninguneo fue noticia en sí mismo y, de todos modos, más allá de la competencia por los premios, es llamativo que dos de las películas más comentadas de los últimos meses tuvieran en el centro de sus narrativas la relación entre el sexo, el dinero y el amor.

El tema es, por supuesto, más explícito en Anora, en la que una prostituta de veintitrés años (que lleva el nombre de la película, pero se hace llamar Ani) se ve envuelta en una relación con un heredero ruso que le pinta todo color de rosa, por un tiempo, hasta que las cosas se complican con sus padres y la pobre Anora es devuelta a la realidad de un golpe seco. Queer, en cambio, es una adaptación de una novela homónima de William S. Burroughs, protagonizada por un gay cincuentón norteamericano en la década del cincuenta que se la pasa girando (se lee yirando, como se pronuncia en la acepción específica del término en la comunidad homosexual) por Ciudad de México hasta que se enamora de un joven soldado. El trabajo sexual no se lee necesariamente de manera tan explícita, pero sí aparece la cuestión del enredo entre cuerpos y recursos: William Lee, este protagonista encarnado de manera magistral por el ex Bond Daniel Craig, es el arquetipo del gay platudo de cierta edad que utiliza el dinero que tiene a disposición (por razones que jamás se explican) para garantizarse la compañía de jovencitos que, de otro modo, parece suponer él mismo, no le regalarían su tiempo, o lo harían de manera mucho menos generosa (hay, para hablar de un arquetipo que va más allá del personaje, un gag recurrente sobre un amigo de Lee al que los bellos efebos con los que se acuesta siempre lo terminan robando).

Lo que me interesó del link entre ambas películas es que pienso que, justamente, las dos se ocupan de las líneas borrosas entre el trabajo sexual y el sexo a secas, o peor, entre el trabajo sexual y el afecto, el reconocimiento o incluso el amor. Tanto en Queer como en Anora lo interesante sucede cuando las interacciones entre las personas se corren de los extremos, de los casos paradigmáticos de relación económica o relación libre de intercambio. No hay conflicto ni drama en las primeras escenas de Anora, en las que la protagonista (la revelación Mikey Madison) ofrece un servicio con una tarifa precisa y términos claros, que el casi adolescente Vanya Zakharov contrata. La cuestión se vuelve compleja una vez que él la contrata por una semana entera, la lleva a fiestas y a viajes y a conocer a sus amigos; y más todavía cuando le propone matrimonio y la relación económica pasa de ser explícita y medida a ser más abstracta, cuando Anora puede ilusionarse con graduarse de prostituta a esposa mantenida. De manera similar, pero en un recorrido inverso, la relación entre Lee y Allerton, el muchacho del que Lee está perdidamente enamorado, se pone rara cuando Lee propone irse juntos a Sudamérica a cambio de pagarle todos los gastos.

Otra vez, la frontera porosa: si esta propuesta fuera tan clara como yo acabo de hacerla parecer no habría película, pero tanto el guion como la actuación de Craig hacen que esa escena sea una cruza indistinguible entre una oferta económica y una demanda de amor. Estos límites borrosos son el centro del atractivo sensual tanto de Anora como de Queer: le dan dimensión a sus tramas, capas a sus personajes y a las relaciones entre ellos, y tiñen la atmósfera de una suerte de sospecha sempiterna, una duda insoportable sobre lo que es cierto y lo que es negocio.

Creo, también, que en ese terreno límite los espectadores nos identificamos con estos protagonistas tan improbables de maneras muy incómodas. Tanto Anora como Queer (aunque la segunda mucho más que la primera) son explícitamente fantasías, cuentos de hadas, con mucha más aspiración de belleza que de realismo; pero eso no les impide (quizás, de hecho, todo lo contrario) acercarse a verdades fundamentales, sobre todo a partir de las grandes actuaciones de sus protagonistas.

La verdad fundamental que construyen Mikey Madison y Daniel Craig es la de la vulnerabilidad: podemos vernos en ellos porque incluso en la más calculadora de nuestras facetas, incluso si nos sentimos capaces de decirle a un heredero ruso que para pasar una semana con él necesitamos quince mil dólares y no diez mil, sabemos que nunca podríamos disociarnos del todo. Eso es lo que, justamente, no pueden hacer estos protagonistas: si pudieran, como los personajes de la serie Severance, volverse robots en ciertas instancias de la vida, todo sería más sencillo: pero todo el punto es que no pueden, que sus sensibilidades están prendidas hasta en los momentos en que menos les conviene.

Pienso que no es raro que en esta época queramos ver estas historias: incluso quienes no tenemos pensado abrirnos un Only Fans podemos sentir que ya es imposible que la conversión de todo en economía y consumo no empape nuestros vínculos; quizás, de hecho, sobre todo quienes no tenemos Only Fans nos sentimos más confundidos con el asunto. Porque es interesante lo que pasa: por un lado, la economización de los vínculos genera la expansión de nuevas modalidades del trabajo sexual que pueden ser mucho menos vinculantes. Una puede vender contenido sexual sin jamás verle la cara a un cliente; una puede, también, armarse listas de regalos en distintas apps, o exigirle a un hombre de maneras más o menos sutiles que le vaya comprando o pagando cada vez más cosas, sin jamás tener que ensuciarte las manos con dinero. Por otro lado, esa misma ampliación genera una incertidumbre tremenda: se va haciendo cada vez más difícil distinguir qué es trabajo sexual y qué no lo es. O quizás siempre fue difícil, y ahora solamente lo estamos empezando a aceptar; al fin y al cabo, Queer es una adaptación de una novela de los años cincuenta, y Anora ilumina con una claridad simple y diáfana esa tesis de Virginie Despentes según la cual una esposa puede no ser mucho más que una prostituta de un solo cliente.

La pregunta que me quedó dando vueltas es por qué Anora me pareció tanto más triste y menos luminosa que Queer. Quizás es tan sencillo como que en Queer seguimos a un tipo rico, y en Anora a una chica pobre. Pero mi sensación es que hay algo más. Queer, en una tradición, efectivamente, queer, parece tener fe en la posibilidad de que en relaciones mediadas por la precariedad, la clandestinidad, el estigma, la violencia y el cálculo aparezca también el amor verdadero; en Anora, en cambio, esa ilusión parece una fantasía infantil. De hecho, en Anora, es una confusión que solo puede aparecer por la belleza del cine; no aparece en los personajes, que nunca se dan un beso demasiado verdadero, nunca se conocen en profundidad ni se miran a los ojos. Más allá de qué película le guste a cada quien, creo que se juega algo importante sobre este tiempo en la pregunta de cuál de ellas tiene más razón sobre el mundo. 

TT/MF

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