Una guerra de Ucrania que sofocar en cada patio trasero
Abril es hoy para Joe Biden el mes más cruel. Aunque más cruel le será el temprano noviembre, por causa de esta perturbada primavera boreal, cuando el martes 8 sea el voto de la renovación de las 435 bancas de la Cámara de Representantes, 35 de las 100 del Senado, y 39 gobernaciones de los 50 Estados no siempre tan Unidos.
El film Trece días (2000), sobre la crisis de los misiles cubanos, muestra a un anterior presidente demócrata, el único católico antes de Biden, en la encrucijada del único otro conflicto, antes de la crisis ucraniana, de una Casa Blanca directamente enfrentada a una potencia nuclear: fuera la URSS o Rusia, es el mismo sillón de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU. En Hollywood gastaron en esta coproducción 80 millones de dólares; recuperaron 66. En el desfavor del público poco habría influido la crítica, que aprobó una narrativa sin intriga ni acción, sin suspenso -el desenlace era conocido de antemano-, pero con crispados, torturados debates sobre cursos de acción posibles, seguidos, abandonados o descartados. Entre las reflexiones que martillean a los protagonistas del cine, y, se nos sugiere, de la Historia, al presidente JFK, a su hermano Bob, ministro de Justicia, al asesor presidencial Kenneth O'Donnell (Kevin Costner, coproductor de los 145 minutos de la película) aflora la siguiente: “Ah, si Nikita Kruschev tuviera que ganar elecciones”. Según Washington, ¡cuánto más descansado un sistema de Partido único, como era el de Moscú o es el de La Habana! ¡Cuánto más libres Vladimir Putin, Nicolás Maduro, Daniel Ortega, sin rivales competitivos que vencer en sus elecciones pluripartidistas!, invitan a extrapolar.
Sex-symbols juveniles en mangas de camisa y bebiendo whisky (son de familia irlandesa), a estos líderes políticos se los ve y se los oye desgarrados por un escrúpulo poco edificante (diría la teología moral católica). Que carcome a Biden, que cumplirá 80 años en noviembre. Una victoria militar que acarree una derrota electoral, ¿qué triunfo sería? ¿Es ético el apuntar a perpetuarse en el poder, cuando el futuro de la Democracia está en juego y bajo fuego? Pero, ¿no es menos ético el preferir el juicio futuro de la Historia, si tantas reformas progresistas populares quedarán truncas cuando la reaccionaria oposición republicana se apodere del Congreso? (Historiadores que vieron el film, como el demócrata Arthur Schlesinger, apuntaron que estos relamidos, prolongados, dialogados exámenes públicos de conciencias privadas eran una licencia poética, o dramática).
La crisis cubana fue más larga que esos 13 días que el film pone de relieve (Trece días es también el título del libro póstumo en que Bob ofreció su propia versión). Y su desarrollo, más cerca de las elecciones de medio término. El 2 de noviembre de 1962, JFK pudo dar en persona por televisión la noticia que los misiles soviéticos iban a ser desmantelados y retirados de Cuba; el 6 de noviembre fueron las elecciones estaduales y de renovación legislativa, y si los republicanos ganaron cuatro bancas más en la Cámara de Representantes, los demócratas retuvieron la mayoría en el Congreso. Además, Richard Nixon, que había sido el rival de JFK en las presidenciales de 1960, perdió la gobernación de California.
Las botas y los votos
El mejor de los mundos posibles. Biden sabe que no será su caso, o mejor dicho, nadie lo ignora. El bipartidismo que logró al momento del discurso del Estado de la Unión acerca de la política exterior debe alimentarlo. Los minutos iniciales de ese discurso fueron escuchados por millones de televidentes que cambiaron de canal cuando pasó a cuestiones internas. Será uno de los estribillos de la campaña demócrata. Pero conservar su posición de presidente de guerra significa llevar adelante medidas cuya sola enunciación le aliena votos demócratas y entorpece alianzas regionales.
Según una encuesta conocida el miércoles, en EEUU un 75% tiene alguna o mucha confianza en la competencia del presidente Volodímir Zelenski en política internacional, mientras que un 52% tiene poca o ninguna confianza en la del presidente Biden. La atención prestada a los migrantes que llegan desde Ucrania influyó, a los ojos de la opinión pública, sobre la decisión final, anunciada el viernes, de levantar el llamado “título 42”, una disposición de Donald Trump que frenaba del otro lado de la frontera, por el peligro epidemiológico del covid-19, a quienes pedían asilo político o humanitario. Argumentar razones médicas, para seguir reteniendo la medida, cuando la población está vacunada y el barbijo ni dentro de las aulas se requiere, resultaba sospechoso de disfrazar de medida sanitarista una política migratoria, y contraproducente para una presidencia que hacía valer en su activo la gestión 'científica' y decisiva contra la pandemia. Las asociaciones de defensa de los DDHH de migrantes de Latinoamérica y el Caribe, en especial de Centroamérica y Haití, deploraron esta discriminación positiva, racista, en favor de Ucrania.
Hasta ahora, la disposición de Trump significaba, en la práctica, que para entrar al suelo norteamericano había que contar, salvo para la ciudadanía nacional, con una visa previa en el pasaporte. Cualquier otra persona era detenida y/o deportada, salvo menores sin acompañante, desde julio. El contrabando y la trata de personas aumentarán de inmediato, y mucho. Esto significará problemas de seguridad y crisis humanitaria en México, un país a cuyo gobierno entusiasma muy mínimamente la cruzada contra Rusia. Pero también en los estados limítrofes de la frontera sur de EEUU, y sobre estos problemas la oposición republicana agudizará una campaña hostil que ya los había escogido como materia predilecta desde el primer día de la administración demócrata.
Antes de la prevista avalancha de nuevas demandas judiciales in situ clamando por refugio, ya tienen los tribunales de inmigración de EEUU más de un millón de causas por resolver, y cada una demora, desde su apertura hasta la sentencia, un promedio de dos años y medio. Para acelerar estas velocidades procesales y para cribar por anticipado, según criterios de ecuanimidad de muy arduo consenso, las demandas genuinas de las a todas luces espurias, habría que drenar recursos al Departamento de Seguridad Nacional, y a los Tribunales de Inmigración. Ya el nuevo Presupuesto de Biden conocido el lunes, de 5,8 billones (millones de millones) de dólares para el año fiscal 2023, prevé refinanciar a la Policía, para colocar más agentes en las calles y fronteras, con la inevitable merma de ambiciosos proyectos de promoción social, a pesar de mayores impuestos a las empresas y de un vistoso impuesto del 20% a las fortunas de al menos 100 millones de dólares.
Por fuera de la amenaza de la migración, con respecto a América Latina la ‘doctrina Biden’, que consiste en apoyar o tolerar cualquier gobierno que dé pruebas de sostenido buen éxito en mantener el orden en su territorio, sólo parece haber ganado indisimulable nitidez. La idoneidad del presidente salvadoreño Nayib Bukele para aplastar a las maras tras un estallido récord de la tasa cotidiana de homicidios sangrientos, en la eventualidad demostrarse tan efectiva en los hechos como es espectacular en las imágenes, volverá rituales los reparos del Departamento de Estado a la concentración de poder personal o a la represiva sordina de voces y prensa crítica. ‘Será un Putin, pero es (casi) nuestro Putin’.
Las protestas en Haití causan el renovado desmayo del inquilino de la Casa Blanca que antes de ocuparla había fantaseado sin sobresalto un mundo en que el mar Caribe se hubiera tragado para siempre a esa isla de antigua población esclava africana a la que caracterizó, sin usar una palabra tan fea, como inservible.
Con Venezuela, los móviles del acercamiento de Washington, con sobretonos de diplomacia más o menos silenciosa, y un secreto calculadamente revelado a los medios incuriosos, lucen un tanto ambiguos, al menos en la perspectiva de de la política interna de EEUU. A un sector del electorado demócrata -obrero, blanco-, dan el mensaje, al inicio de unos tiempos que ya conocen la mayor inflación de las últimas cuatro décadas, y pronto conocerán subas todavía mayores, en el invierno, de los precios de gas y combustibles, de que la administración se sacrifica, pactando con un entibiado demonio, a fin de evitarles penosos sufrimientos. El electorado hispano más antichavista es republicano. Pero de todos modos, falta a la República Bolivariana la capacidad, técnica y práctica, de aumentar de inmediato la producción petrolera para incrementar las ventas, aun si se derogara el embargo. Y en 2024 son las elecciones presidenciales venezolanas, cuyo gobierno ha operado una lograda alquimia con las sanciones, y las ha transmutado, de ser su peor obstáculo, en la mejor de sus irrefutables justificaciones.
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