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Opinión

Haiti, la primera revolución antirracista

Afiche de la película "1804: The Hidden History of Haiti"

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Un día como hoy, 14 de agosto, pero de 1791, comenzaba la Revolución haitiana. Esa noche, representantes de los hombres y mujeres esclavizados que trabajaban en plantaciones de la colonia francesa de Santo Domingo (hoy Haití) realizaron una ceremonia y una reunión secreta en el sitio de Bois Caïman, en la que se decidió lanzar el llamado a la lucha que en los días siguientes desató una vasta rebelión. El levantamiento concluiría años más tarde, en 1804, con la declaración de independencia. Fue una encrucijada fundamental de la era moderna: se trató de un movimiento insurgente de esclavizados que se liberaron a sí mismos, expulsaron a los colonizadores y consiguieron establecer un gobierno propio. 

El evento marcó poderosamente la historia posterior del mundo atlántico. Fue al mismo tiempo la primera revolución de independencia de América Latina y la primera antiesclavista y de contenido antirracista del mundo. Su influjo se hizo sentir en la evolución del movimiento internacional por la abolición de la esclavitud y en los movimientos anticoloniales de toda América. Llegó incluso a la futura Argentina: en 1794, durante uno de los picos de intensidad de los sucesos de Haití, diversos testimonios atestiguaron que los esclavos porteños estaban más insumisos que lo habitual y la circulación de un panfleto de simpatía por los haitianos fue motivo de gran temor entre las clases acomodadas. Temían que el ejemplo se replicara. Se inició una investigación judicial y, por precaución, se prohibió el ingreso de esclavos procedentes de colonias francesas. ¿Quién sabe cuánto de la disposición revolucionaria que los afrodescendientes mostraron luego de 1810 estuvo animada de ese precedente?

La Revolución haitiana abrió un horizonte antirracista inédito en la época. Además de abolir la esclavitud, la Constitución que se dieron en 1805 declaraba en su artículo 14 que debía “cesar toda acepción de color” entre los ciudadanos y que “a partir de ahora los haitianos solo serán conocidos bajo la denominación genérica de negros”. La disposición podría parecer contradictoria o excluyente, pero poco antes el texto indicaba que las mujeres blancas y otras categorías de blancos que habitaban suelo haitiano –como los soldados polacos que habían sido sus aliados en la lucha contra los franceses– eran bienvenidas a ser parte de la nación. La Revolución invitaba a todos a ser tenidos por igualmente negros/ciudadanos. En esto fue diferente a las leyes que se darían la mayoría de las nacientes repúblicas latinoamericanas, que fueron “ciegas” al color de piel, pero solo para dejar a los blancos, en los hechos, en el lugar implícitamente dominante. 

Desde el principio de su desobediencia los haitianos y haitianas tuvieron que luchar tenazmente por las libertades que habían sabido conseguir. Desde comienzos de 1802 debieron librar una sangrienta guerra contra las tropas que envió Napoleón para reconquistar la isla. La resistencia les costó 200.000 vidas. Una enormidad. Francia fue derrotada militarmente, pero se cobró la osadía de otros modos. En 1825 volvieron con sus barcos y, bajo amenaza de una nueva guerra, exigieron a los haitianos una suma millonaria en concepto de “reparaciones” por haberse salido de su dominio. Como no tenían con qué pagar, los obligaron a tomar un préstamo con bancos franceses. Durante los siguientes 64 años Haití estuvo pagando anualmente una fortuna por esa deuda. Pero la cosa no terminó allí: la deuda odiosa generó un ciclo de endeudamiento que continuó. Los franceses controlaron el Banco Nacional haitiano, desde donde siguieron llevándose dinero. La rapiña continuó en 1915 cuando EEUU invadió el país y literalmente vació la bóveda de ese banco y transportó el oro a Wall Street. Un robo liso y llano. Durante las décadas siguientes los estadounidenses seguirían extrayendo dinero de allí a un ritmo comparable al de la era del dominio francés. Para hacerlo, alimentaron la corrupción galopante de los funcionarios locales. Mientras todo esto sucedía, los haitianos, que generaban toda esa riqueza con su trabajo, se hundían en la más tremenda pobreza. Como era de esperar, la historia del país en el siglo XX estuvo marcada por la violencia y la inestabilidad crónicas.

En una investigación reciente, el New York Times hizo el cálculo no sólo de la fortuna que Haití pagó a Francia durante aquellos 64 años iniciales de deuda, sino también de todo lo que perdió en crecimiento potencial por no contar con ese capital para desarrollar su propia economía. El resultado es pasmoso: estimaron que el yugo financiero costó al país entre 21.000 y 115.000 millones de dólares en crecimiento perdido a lo largo del tiempo. Dicho por comparación con su PBI actual, unas ocho veces el tamaño de toda la economía de Haití. De nuevo, para que se entienda: el país más pobre del continente podría ser ocho veces más rico de lo que es hoy. El presidente que los haitianos eligieron democráticamente en 2001, Jean-Bertrand Aristide, de orientación izquierdista, tuvo la mala idea de denunciar ese saqueo histórico y exigir a Francia una reparación. El reclamo quedó en la nada tras el golpe de Estado apoyado por EEUU y Francia que lo desalojó del poder. Dicho sea de paso, Francia obligó a varios países africanos a pagarle “compensaciones” similares cuando se independizaron en los años 1960 y continúa hasta hoy extrayendo recursos de sus ex colonias gracias a la arquitectura legal y financiera que dejó instalada como condición para devolverles la soberanía.

Decía el filósofo Walter Benjamin: “No hay documento de cultura que no lo sea, al tiempo, de barbarie”. La historia de la pavorosa pobreza y violencia de Haití está conectada con su contracara: la de la riqueza y el florecimiento cultural de los países que saquearon el país y muchos otros. Sean cualesquiera los defectos de los haitianos o las virtudes de europeos y estadounidenses, ni lo uno ni lo otro se explica por fuera de esa relación. El futuro al que podría haber apuntado la sorprendente Revolución que pusieron en marcha en 1791 fue activamente sepultado. Como otras formas de vida más justa que por todas partes los humanos hemos explorado, fue activamente convertida en algo imposible, inexistente.

El ejemplo de lucha y dignidad de quienes se lanzaron a romper sus cadenas en 1791, sin embargo, alumbró y sigue alumbrando deseos de igualdad. Lo hace incluso en un país tan lejano y diferente como la Argentina actual, también marcado por el racismo estructural. Quienes hayan asistido a los festejos del Bicentenario de 2010 en Buenos Aires quizás recuerden la instalación que entonces realizó el Grupo de Arte Callejero frente al Obelisco, que rememoraba aquél artículo 14 de la Constitución haitiana de 1805 para decirle a los transeúntes, con un cartel luminoso, como una revelación o acaso una invitación: “¡SOMOS NEGROS!”

EA

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