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Opinión

La hora de la “voz oblicua”: a propósito del caso Jey Mammon

Jey Mammon
4 de abril de 2023 05:35 h

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El sistema judicial se encuentra en medio de un tironeo institucional sin precedentes. Sus problemas son reales, concretos y difíciles de enumerar. En términos prácticos digamos que su capital más importante, la credibilidad, está bajo sospecha. Pero “la cuestión judicial” flota en medio de la tensión entre la indiferencia y el hábito de intentar apropiarse de los tribunales para conseguir fines particulares.

El juego de la apropiación es un juego cuyos actores más nítidos son las élites políticas y económicas. Se verifica en las tensiones en derredor de la ley de organización del Consejo de la Magistratura, del juicio político a la Corte Suprema de Justicia de la Nación y de verdaderos procesos de demonización mediante los cuales las sentencias se definen como legítimas o no, de acuerdo con los intereses que afectan. Pero otros actores, con menos capital político o simbólico, también participan del juego de la apropiación.

Todo ello tiene consecuencias prácticas que afectan los derechos humanos. Me voy a detener en el caso del artista Jey Mammon. No me interesa el devenir del proceso. Simplemente me quiero concentrar en los efectos sociales que tuvo su irrupción, porque allí reside una gran peculiaridad. Me refiero a que para la administración de justicia, la causa terminó. Jey Mammon fue sobreseído por prescripción. Pese a ello, la sociedad reclama una respuesta pública. Como si la justicia no hubiese hablado.

Hay muchas explicaciones para comprender las razones de esa contradicción. Una de ellas tiene que ver con que la sentencia del juez que lo sobreseyó y el dictamen del fiscal que le daba esa posibilidad, no fueron aceptados por la sociedad. Sus efectos se ignoraron. Pasaron como una de las tantas opiniones respecto al tema. Socialmente, se percibe que no hay una autoridad legítima capaz de zanjar la cuestión. Por ello, es la propia sociedad la que toma el toro por las astas, aunque con criterios diferentes a los de la ley. Esto es lo grave para la república democrática, porque está en crisis el monopolio estatal relativo a definir con la ley qué hacer con los delitos.

La idea del texto fundacional es que las sentencias judiciales pacifiquen las relaciones sociales, den por terminado un conflicto y generen las condiciones para que los ciudadanos tomen alguna postura sobre esa sentencia. La parte no negociable de esa dinámica es que la resolución sea aceptada. Cuando eso no pasa, la sociedad discute formas alternativas para dirimir la cuestión. Ellas se vinculan con escraches y cancelaciones en las redes sociales, con juicios mediáticos que absuelven o condenan en minutos y se vinculan también con propuestas más disgregadoras que incluyen la posibilidad del uso de la propia mano. Ello significa, palabras más palabras menos, que el Estado se revela impotente para imponer una decisión autoritativa como lo es una sentencia judicial.

Las consecuencias de todo ello para la vida pública son inconmensurables. Básicamente nos acerca peligrosamente a la ley del más fuerte. Se trata del precio que debemos pagar por los problemas de credibilidad del dispositivo institucional encargado de resolver conflictos de acuerdo con la ley. Pero hay otra consecuencia que en parte explica que la sospecha que envuelve a la palabra de los jueces fomente el hábito de intentar apropiarse de los tribunales. Veamos.

Sentencias a medida

En efecto, el monopolio estatal de decir qué es el derecho está en crisis. Por eso, algunos grupos sociales asumen la tarea de definirlo mediante herramientas distintas a la ley. Por lo tanto, poder subordinar el aparato judicial se vuelve muy atractivo, ya que es posible elaborar un relato personal y hacerlo oficial a través de los estrados judiciales. Así, cualquiera podría ser juez y parte. Esa suerte de “privatización” es letal para la apuesta democrática, porque ella está edificada a partir de derechos inherentes a la condición humana que nadie puede alterar, salvo el dispositivo judicial. En este escenario, los derechos humanos dejan de ser inmunes a los caprichos de los demás.

Ello explica la peculiaridad de que, pese a la sospecha que envuelve a la administración de justicia, persistan los intentos de apropiarse de esa estructura burocrática para que tome el caso y elabore una respuesta a medida del portador. En el caso de Jey Mammon ello fue nítido. Cuando realizó la denuncia, Lucas Benvenuto admitió que la prescripción de la acción penal podía haber operado. No obstante, igual la formuló para buscar una respuesta. A la par, los medios de comunicación masiva enfatizaron que Jay Mammon buscaría iniciar un “juicio por la verdad”, más allá de que la causa estaba técnicamente finalizada. Él quería otro régimen de verdad. En ambos casos se buscó una sentencia a medida.

Vale la pena aclarar que, en nuestro país, los denominados “juicios por la verdad”, fueron un mecanismo a través del cual el estado utilizó la arena judicial como escenario para intentar resolver las tensiones derivadas del terrorismo de estado de los años ’70 y las leyes de obediencia debida y punto final, que impedían al propio Estado ejercer su jurisdicción. Es evidente, entonces, que los “juicios por la verdad” constituyen formas de intervención pública muy específicas, para problemas concretos que exceden los intereses de las personas individuales y alcanzan a los de la sociedad en su conjunto

En definitiva, aún en medio de tanto desprestigio, la capacidad que la Constitución le asigna a los jueces y fiscales permanece intacta, de manera que colonizar los juzgados y fiscalías aparece como un camino atractivo. Específicamente, porque el derecho conserva capacidad para incidir en la subjetividad de los ciudadanos. Entonces, poder “decir qué es el derecho” a través de los tribunales, es un recurso remunerativo.

Ello revela un rasgo complejo de nuestra vida pública, porque significa admitir que las instituciones pueden ser utilizadas como un instrumento. Esta peculiaridad atraviesa a toda la sociedad, como lo reveló el caso Jay Mammon.

Lo que brilla por su ausencia es un proyecto real para encarar una transformación que ajuste al aparato judicial al rol que le asignó la Constitución Nacional, para que los derechos humanos no dependan del arbitrio de terceros. La pregunta obvia es: ¿qué hacer?

Dudo que haya alguna receta mágica, Es difícil que las élites que se sirven del sistema judicial como instrumento tengan intenciones reales de transformarlo, porque tal como está cumple una función importante, como lo sostuve en “República de la Impunidad” y en “Injusticia”. Es también dudoso que las grandes mayorías tengan en su agenda de prioridades la cuestión judicial. Ello es así porque, lamentablemente, hay una representación social que ubica a los problemas del aparato judicial como tópicos lejanos a la vida cotidiana, aunque ello es exactamente al revés. Lo relevante es que por una cosa o por otra, no hay una base real capaz de encarar un proyecto capaz de generar las condiciones para que los argentinos tengamos “una administración de justicia para la democracia”, a 40 años de 1983.

Argentina, 1983

En efecto, a partir de 1983 recuperamos y consolidamos la democracia como procedimiento de selección de coaliciones para que ocupen los roles de gobierno. Pero la democracia es una forma de organización política en base a derechos cuyo horizonte es inacabado. La posibilidad de extender la república democrática carece de límites porque sus límites, nunca fijos, dependen de la decisión del cuerpo político.

Durante los años ’80 y ’90 del siglo pasado la ciencia política discutió mucho qué significaba consolidar la democracia. Guillermo O’Donnell fue parte de ese debate. En cierta ocasión, señaló el peso de las voces ciudadanas en aquel sendero de la consolidación. El poder de las voces, afirmó, reside en que la gente hablando crea poder.  O’Donnell distinguió la voz vertical, la voz horizontal y la voz oblicua. Digamos rápidamente que la voz vertical se expresa en las elecciones. El pueblo cuando elige interpela. La voz horizontal es el medio que genera una identidad colectiva. Se trata del nosotros que luego se articula para expresar inquietudes al poder instituido. Pero me interesa la voz oblicua.

La voz oblicua, nos dice O’Donnell, existe en contextos de restricciones de derechos. Esto es en contextos sociales que tienen poco que ver con los escenarios que inspiraron a las constituciones. Pensemos en sociedades violentas, fragmentadas por la desigualdad y en las que los derechos rigen pero que se cumplen poco. En tales condiciones surge la voz oblicua. Su rasgo principal es que une a personas muy diferentes, pero que piensan parecido en algunas cosas como, por ejemplo, “deshacerse de una dictadura” o “terminar con la corrupción”. Cuando se hallan en juego cuestiones vitales de la vida pública, como contar con un sistema judicial creíble, la voz oblicua es capaz de crear las condiciones para que la regeneración institucional trepe a la cima de la agenda pública.

La voz oblicua, como articulador ciudadano del problema judicial, supone dar el primer paso para iniciar el camino de la recuperación de las instituciones judiciales para la democracia. Es decir, transformar el hábito que las concibe como un instrumento capaz de dotar de más insumos a un actor situado en un puntual conflicto social. Puede ser el caso Jey Mammon o una disputa de élites.

Pero, ¿cómo hacerlo?. Creo que aquí no hay muchas recetas. Se trata de asumir que recuperar la credibilidad del sistema judicial, como parte de un saneamiento institucional sobre el que oblicuamente hay consenso, requiere que cada ciudadano ejerza toda la potencia que la Constitución le asigna a su condición de tal. ¿Cómo? Exprimiendo las herramientas que el mundo actual proporciona para hacerse escuchar según las leyes. La clave es preguntar. La clave es exigir.

La voz oblicua, en estas condiciones, constituye una obligación moral. A 40 años de 1983 se impone consolidar la república democrática. Esto es, extenderla para que todos los comportamientos se vean subordinados a la Constitución y evitar la impunidad. Pero para ello es preciso recuperar la credibilidad del dispositivo judicial.

CC

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