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OPINIÓN

José Pablo Feinmann, in memoriam

José Pablo Feinmann, 1943 - 2021
25 de diciembre de 2021 08:15 h

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Los recuerdos traicionan. Intento reconstruir momentos que sucedieron hace décadas, a esa edad oscura en la que todo asustaba o asombraba por la incapacidad de atar cabos o entender contextos. No es tan divino tesoro la juventud. Evoco la mesa del comedor de mis padres, comienzos de los años setenta. José Pablo Feinmann había venido a almorzar con Teresita Vera, entonces su compañera. Mi padre era profesor adjunto de la cátedra de Filosofía de las Religiones de la UBA y Feinmann su alumno dilecto. El mejor de todos, decía. Yo no formé parte de esa mesa pero, desde mi cuarto, percibía el acaloramiento, la pasión de algo que se parecía a una discusión encarnizada. Obviamente se trataba de política. En aquel entonces, comenzaban a distanciarse los caminos: Feinmann intentaba explicarse la dimensión revolucionaria de los Montoneros; mi padre, liberal, antiperonista asustado, salía con Gandhi, la no violencia, el individualismo y no la masa.

En aquella época los unía, inquebrantables, la admiración y el respeto. Supe más de Feinmann por la exaltación que de él hacía mi padre que por haberlo frecuentado. Los epítetos usados eran su brillantez, su inteligencia, su pasión y su don retórico.

Luego vinieron los libros que dieron cuenta de su gran talento como novelista y ensayista. Dudo que mi padre haya leído alguno. Yo los leía a rajatabla. Lápiz en mano, discutía con su autor en silencio y me dejaba llevar.

El país se convertía en un polvorín. Después de Lanusse asumió Cámpora y volvió Perón, cuya muerte dejó como legado a Isabelita, López Rega, Lastiri y sus corbatas. Empezó la muerte a crédito. Los tiempos convulsionados separan amores, radicalizan convicciones, abren grietas infranqueables, ahondan mutismos dejando suspendidas las palabras que no se pronuncian. Mi padre se convertía en la figura estrella del antiperonismo y, con el golpe del 76, fue premiado por la Junta Militar con la Embajada argentina en la UNESCO. Era el héroe de la derecha argentina, catapultado a la gloria por los programas de Bernardo Neustadt y el diario La Nación. Logró aquello que, en lo más profundo de sus aspiraciones, desea a ultranza cualquier intelectual: que el poder lo mire.

En tiempos de oscurantismo, José Pablo dejó de militar en la Juventud Peronista. Nunca había adscripto a la violencia. Siguió escribiendo y mantuvo hasta el final de sus días la lucidez de conciencia, la responsabilidad, la humildad. Como dijo alguna vez Hannah Arendt sobre Kafka: no era modesto, era humilde.

Creo que jamás volvieron a verse.

Hacia comienzos de la década del 80, mi padre publicó La Argentina como sentimiento, un libro típico de esos compatriotas nuestros que desde el exterior descubren los valores del país. El libro busca sanear inquietudes y congojas de aquel argentino afligido que vive en permanente crisis de valores y piensa que el mal nacional es una esencia congénita. Es decir, en el ocaso de la dictadura mi padre no decía que los argentinos éramos derechos y humanos, pero sostenía con una argumentación implacable y hasta poética eso que el poder militar, económico y mediático necesitaba oír. El argumento (obvio pero irrefutable) era que todas las cualidades positivas del ser argentino estaban concentradas en la producción de su cultura. La Argentina como sentimiento tuvo un éxito descomunal. El infaltable Peruano Parlanchín, Hugo Guerrero Marthineitz, lo leyó dos veces seguidas durante varias tardes de su programa vespertino “El show del minuto”.

En medio de aquella euforia recibí una tarde una llamada de José Pablo. Me decía que había leído el libro. Que le había hecho una reseña que no era del todo favorable. Quería ponerme sobre antecedentes antes de publicarlo. Recuerdo que aquella conversación estuvo llena de silencios, sobre todo los míos. Con un hilo de voz le dije que él era libre de escribir lo que quisiera. En esa época, a pesar del ocaso de la dictadura, nadie se atrevía a meterse con mi padre. José Pablo iba a poner los puntos sobre las íes, de eso estaba segura. Yo sabía que, de manera anticipada, él iba a contribuir fehacientemente al desmoronamiento de la figura de mi padre.

Aquella reseña jamás se publicó. Durante décadas me pregunté cuál había sido el motivo. Pudor y timidez impidieron que averiguara qué había pasado. Luego de la reciente y dolorosa muerte de Feinmann, el tema volvió a inquietarme. Sentí lo que se siente cuando alguien muere: “que no me habría costado nada haber sido más buena” (Borges). Me pregunté por qué no me acerqué a esa figura tan determinante en mi posadolescencia, alguien que había ocupado un lugar notable en la mesa de mi casa. Ahora creo (intuyo, conjeturo) que aquella reseña no se publicó porque Feinmann decidió se fiel a sí mismo, fiel a sus propias convicciones de juventud, fiel a alguien a quien nunca, hasta sus últimos días no dejó de mencionar como su “maestro”. Así, siempre entre comillas y salvando, claro está, el abismo ideológico que se produjo entre ellos.

En 2015, Feinmann reeditó El peronismo y la primacía de la política su primer libro, publicado por primera vez en 1974. Se trata de una colección de ensayos que habían aparecido en la ya mítica revista Envido. En la nueva edición hay aclaraciones, notas desde el recuerdo y alguna contundencia. De esta manera recuerda a mi padre: “Massuh, que me introdujo en la fenomenología de las religiones, indagaba en algo que él llamaba ”visión trágica“ de la historia, un camino alternativo al marxismo y a las masas peronistas, a las que veía al modo de Sarmiento y de Borges. Aún le debo una –en lo posible– buena novela a esa historia. Su heredero fue Santiago Kovadloff, que no vio nada impropio en que el ”maestro“ aceptara dirigir el Departamento de Filosofía bajo ese Franco tardío que fue el general Onganía, el héroe de ”La noche de los bastones largos“, ni que luego, bajo el mandato de la Junta Militar de 1976, fuera a darle lustre al cargo, siempre deseado por los intelectuales ambiciosos, de representante argentino ante la UNESCO. Massuh volvió al país, publicó un libro con fundadas pretensiones de bestseller, La Argentina como sentimiento, que vendió mucho y luego apeló al ardid de Heidegger: el silencio. Murió en 2008, a los ochenta y cinco años. Fue generosamente llorado por la derecha argentina.”

GM

 

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