El karate kid no existe
El origen del karate permanece –como el del lenguaje– impenetrablemente escondido en las brumas de la leyenda y todo lo que sabemos es que su nacimiento y práctica más extendida se sitúa en el Asia Oriental, entre gente que profesaba muchos credos: mahometanos, budistas, bramahistas y taoístas. Hay un proverbio budista que adquiere para un karateca una especial significación: “El movimiento es no movimiento, el no movimiento es movimiento”. Durante la primera mitad del siglo XX, Gichin Funakoshi –poeta y karateca– perfeccionó el Karate Do hasta como lo conocemos hoy en día.
Hay una leyenda que le gustaba contar a Funakoshi, hablaba de la pelea entre dos karatecas expertos en las que uno de ellos venció al otro sin dar un sólo golpe. El que venció le dijo al otro: “Tal vez la diferencia entre nosotros estaba en que, mientras tu estabas decidido a ganar, yo estaba decidido a morir si perdía. Hoy soy un hombre más sabio que ayer. Soy un ser humano y, como tal, una criatura vulnerable e imperfecta. Después de morir regresaré a los elementos. La materia es ilusión. Todo es vanidad. Somos como la hierba, como los árboles del bosque, creaciones del universo y el espíritu del universo no vive ni muere. La vanidad es el único obstáculo para la vida”.
El karate es un arte, no un deporte. Implica el espíritu y el físico en armonía. No es un arte para atacar, es sólo de autodefensa. Cualquier lugar puede ser un dojo: un patio, el living de tu casa, una plaza. Es una cuestión mental de concentración. Aunque hay competencias de karate, no importa quién gane: al universo frío e infinito no le importa quién gane. Digo que es un arte porque el karate siempre está en estado de pregunta. Hace poco, yo tenía un pesar muy grande y mi sensei Cristian Salvemini me dijo: “Tendría que haber venido al dojo, el karate sirve para eso”. Qué es “eso”, no importa. También en una práctica de kumite libre –combate– me dijo: “No piense, pensar es tarde”. Esto lo compruebo siempre fuera del dojo, el pensamiento es dolor.
Funakoshi tenía ciertas reglas para practicar karate: ser absolutamente serio en la práctica, entrenar en cuerpo y alma sin preocuparse por la teoría (para Funakoshi, y en esto se toca con la filosofía de Jacques Rancière, saber perfectamente un sólo kata es saber todos los katas), evitar la vanidad y el dogmatismo y tratar de verte como realmente sos e imitar lo mejor de los demás compañeros del dojo. ¿Qué hace un poeta sino copiar lo mejor de las operaciones mentales de otros poetas?
Hay una escena en la película Testigo en peligro que me gusta mucho, es cuando los integrantes de una colectividad Amish pasan el día fabricándole entre todos una casa a una pareja que se va a casar. Me encanta esa faena colectiva al servicio de los demás. El karate es servicio: te entrenás duro para que tu compañero pueda hacerlo también. Cada vez que estás haciendo un acto de servicio te olvidás de tu ego y estás haciendo karate.
Un karateca auténtico es invisible, no sale en el centro de la foto, está siempre a los costados. Minimiza los daños, no actúa a menos que sea absolutamente necesario. Cuando vamos todos a rendir cinturones –nos toman exámenes– muchas veces nos sentimos nerviosos porque vamos a ser examinados. Creo que no nos debería importar ser observados. Uno va a rendir para construir la casa para la pareja que se casa, para trabajar de manera colectiva y ayudar a la difusión del karate do. Hace poco, en un examen, antes de empezar a hacer un kata –la tekki–, uno de mis compañeros, de setenta años, me dijo que se sentía nervioso. Le dije que era genial sentirse nervioso a esa edad. Otro compañero, también de edad avanzada –ochenta años– me dijo que empezó karate porque tenía problemas de glucosa y no podía creer estar ahora rindiendo por un cinturón muy alto. Le pregunté si estaba mejor de salud y me dijo que sí, que había tenido un cambio radical.
Para las personas vanidosas, mediocres y débiles como yo, la práctica de karate ha sido en estos últimos dieciséis años una fuente de alegría y sabiduría infinita: un lugar de consuelo, una manera de derrotar a la mente. Porque cuando se te pierde el perro lo salís a buscar, pero cuando se te pierde la mente ¿Qué?
FC
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