El leoncito y los murmullos que matan
“Me escuchan o puede irles mal”, advierte a las hienas Scar, el carnívoro villano de El rey león, en su versión animada de Disney. “Se ven sus miradas ausentes, no pueden en nada pensar”, canta y ellas obedecen. Por eso se suman a la conjura contra Mufasa y desfilan ante leonino Scar como si estuvieran en Núremberg durante el congreso del partido nazi.
Con una mirada ausente, Javier Milei acaba de poner en escena su panic show. Consecuencias de una mala escucha, la suya, violentada por una perturbación que, dijo, no le permitía pensar bien. Había ido a los estudios de América 24 a explicar los alcances de una alianza con Patricia Bullrich que se había representado en el abrazo infantilizado entre un leoncito y un patito. Un antropomorfismo que remite al antiguo Disney y, a la vez, la inteligencia artificial, para ilustrar la concordia entre los que se desprecian a la derecha de la derecha. Amor al espanto con vistas a los desafíos electorales del 19 de diciembre.
Esteban Trebucq, el esperpéntico anfitrión de A24, intentó crearle a nuestro Scar las condiciones para el despliegue de la jeringonza económica. Algo, sin embargo, lo alteró. “¿Podemos pedir que termine el murmullo detrás de cámara?”. En su rostro se escribieron signos de la incomodidad. Con los ojos desorbitados añadió: “Es muy difícil hablar con tanta gente hablando. Son temas muy delicados y veo que no paran de hablar”. El anarco capitalista vio que hablaban. Lo que observaba era un taladro al oído. Solicitó entonces reducir el nivel de decibeles que lo circundaban y que, si nos dejamos llevar por lo que ofrece la transmisión televisiva, solo detectó él como agresión.
Milei insistió ante el entrevistador que la molestia continuaba “a pesar de mis cambios de tono para pedírselos de manera implícita”. Sus abstracciones de manual reclaman un auditorio sosegado. En cambio, el rumor, con su siseo punzante, interfería la comprensión de los oyentes y la suya misma. “Convengamos que estamos con un nivel de bullicio no convencional para temas tan complejos como los que estamos tratando, y si yo le yerro a mí me destrozan públicamente y nadie va a decir que atrás”. Su mano intentó representar esa anomalía. La llevó cerca de la oreja. Graficó con ese gesto que un soundtrack insólito “me estaba matando”. El susurro era algo más que puro significante. Machacaba el tímpano. La mirada subrayaba esa pesadumbre. Trebucq empatizó con su invitado. Le preguntó si quería volver a hablar. “Yo creo que hice un buen esfuerzo a pesar del ruido”, agradece.
El hombre que días antes había sentido extático el rugir de su público en los actos de campaña percibía de repente como agravio un cuchicheo. Según el periodista Carlos Burgueño, testigo presencial del desmadre de Milei, tenía lugar una medida de fuerza de los trabajadores de A24 “y en el momento en que se saca” unas 10 personas “entraban al estudio y otras tantas que se iban”. Si bien “es verdad que había ruido” eso “no justifica la reacción”. Reviso el video una y otra vez y arriesgo: Milei, el que dicen que platica con Conan, su difunto perro y otros inquilinos de ultratumba, además del “número Uno”, escucha las propias alucinaciones sonoras mezcladas con lo que se propagaba por el ambiente. Aquello que el candidato de la Libertad Avanza (LLA) define como “ruido”, y que lo “está matando”, es, por lo tanto, un arma, un instrumento del mal, aquello que parasita en el entorno. Un coeficiente del conflicto social (la protesta) que lo alcanza con su runrún en el set televisivo y se recarga de sentido. Es lo que debe callarse.
“Todo es ruidoso para aquellos que tienen miedo”, reflexiona el musicólogo italiano Alessandro Arbo en Bruit et musique, el libro que compila y reúne una serie de ensayos iluminadores sobre la cuestión. El ruido es una categoría atravesada por el relativismo cultural. Las guitarras distorsionadas de La Renga en “Panic show”, la canción que LLA transformó en emblema, podrían entrar en esa categoría para un oyente que no comparte el código y solo se embelesa con, pongamos, las suites para cello de Bach. Dicho de otra manera: la frontera entre música y ruido es tan móvil como los gustos que se ponen en juego.
¿Estamos ante un Milei hiperacúsico y de bajísima tolerancia al sonido inarticulado? ¿O es el acufeno de la contingencia política -la imprevista adversidad que lo sacó de su condición de favorito- que lo desbarata? Podría ser también otro tipo de traumas, pero lo desconocemos. Digamos por lo pronto que el anarco capitalista esbozó frente a las cámaras de A24 algunos rasgos del personaje de El silenciero, la gran novela de Antonio Di Benedetto, publicada en 1964 y revisada 11 años más tardes, pocos meses antes de su secuestro, la misma noche del golpe de Estado. Recordemos: el narrador-protagonista aspira a escribir una novela titulada “El techo”. Sin embargo, el ruido siempre estará ahí para sacarlo de quicio. “Un susurro opresivo y deprimente”. No soporta aquello que le llega por diversas fuentes. Ese malestar roza al principio la paranoia y el aislamiento. El silenciero medita sobre distintos tipos de escuchas y las situaciones que trastocan su experiencia. ¿O el estruendo que estalla suena en su propia corriente mental? Lo que induce a Besarión, su amigo, a preguntarle si no se trata de “ruidos metafísicos”. No entiende de qué le hablan. “Qué son los ruidos metafísicos”, quiere saber. “Los que alteran el ser”, le dicen. El silenciero solo sabe que carece de filtros. Esa exposición lo lleva a la locura. “Realmente, es el único escape en que no he pensado: mi propia muerte”. Pero es él quien mata. El crimen no interrumpe la cesación de los impulsos. Ni siquiera en la cárcel. “El zumbido me asedia. Se asienta en mi mejilla y no cesa su vibración sonora. Lo golpeo y cae. No es una abeja, es una mosca”.
Otras lecturas
El silenciero Milei me lleva a otras lecturas. Para no caer en la treta placentera de las mujeres con cuerpo de ave que lanzan melodías desde unas rocas marinas, Odiseo ordena que la tripulación cubra sus oídos con cera mientras se ata al mástil de pies y manos. Deben remar con toda energía. Es solo bajo esas circunstancias que puede resistir a la seducción e, incluso, “deleitarse” con lo que llega a sus oídos. Circe, la diosa de la reconversión de los hombres en animales, advierte: en caso de que suplique a sus compañeros que lo suelten, estos deben reforzar los lazos. “El encadenado asiste a un concierto, escuchando inmóvil como los futuros oyentes, y su grito apasionado por la liberación se pierde ya como aplauso”, recuerdan Theodor Adorno y Max Horkheimer en Dialéctica de la ilustración. Milei no puede ser como el viajero: de su propia broca brota el canto de sirenas. Y si no se siente en condiciones de entonarlo, se le sale la cadena. Franz Kafka tiene otra interpretación, más provocadora, sobre el relato de Homero. Dice que las sirenas poseen un arma más terrible que el canto: la mímica. Odiseo “no escuchó su silencio”. Creyó que cantaban y que estaba a resguardo. “Fugazmente pudo ver cómo giraban sus cuellos, cómo respiraban profundamente, vio los ojos llenos de lágrimas, la boca medio abierta, y creyó que todo se debía a las arias, que, sin ser oídas, resonaban a su alrededor”. El marino da por escuchado lo visto. ¿O también simula haber sido engañado? “Veo que no paran de hablar”, se queja en cambio el economista. Quisiera que una capa de cera proteja el órgano de la audición y no morir. Se siente desarmado. Su odisea es una desventura acústica.
Otra hipótesis: ante el ruido, Milei encarnó la proyección antropomórfica del dibujito que lo ha simbolizado: se animaliza. Roland Barthes señalaba que existe un primer tipo de escucha en la que el hombre en nada se diferenciaba del animal. Orienta su audición hacia los índices como el lobo escucha el ruido de su presa o “la liebre el (posible) ruido de un agresor”. Una escucha de alerta más que desciframiento. La inminencia de una agresión en un territorio que está “jalonado” de ruidos.
“Me escuchan o puede irles mal (a los argentinos)”, sugiere Milei al igual que Scar. Scary Scar. Los fans de Taylor Swift entienden lo que dice -efectos de una buena escucha- y por eso llamaron a no votar a la versión que hibrida a Murray Rothbard con Donald Trump, el clan Bolsonaro, José Antonio Kast y Santiago Abascal. Ellas y ellos quieren obrar como su estrella de la canción en Estados Unidos. “Tenemos la necesidad de estar en el lado correcto de la historia”.
Los y las seguidoras de BTS arremetieron por su parte contra Victoria Villarruel por haber asociado al nombre de la banda surcoreana con una enfermedad de transmisión sexual. “Repudiamos los dichos de odio y xenofobia”. La candidata a vicepresidente quizá ni debió acordarse de su viejo tweet. Pero en tiempos de predominio digital todo puede ser recuperado con alcances incriminatorios, hasta los derrapes menores. Justo salieron a luz en momentos que Villarruel se lamentaba por la muerte de Ricardo Iorio. “Me honraste con tu amistad, tu confianza, tus elogios y apoyo”, dijo en la red social X e ilustró su tristeza con una foto en la que sostienen juntos una bandera celeste y blanca. “Se fue un hombre que amó profundamente a nuestra Argentina, que sufría con su caída y que anhelaba que algún patriota la pusiera de pie. Hasta siempre inmenso Ricardo Iorio. Me quedo con tu voz única y la argentinidad que duele”.
Hay algo inquietante en el modo que se forman consensos musicales. Milei se inclina por Jagger por razones que un rollinga quizá no necesariamente comparte. La abogada de represores prefiere la “voz única” del difunto metalero de inclinaciones antisemitas. En una de esas hacía el signo de los cuernitos con sus dedos mientras cantaba la canción anti casta de Hermética sobre un politiquero, “un doctor en la ley”, que “en un avión se llevó el dineral”. Andrés Calamaro sintió el mismo pesar y la necesidad de la alabanza. “Hasta siempre, Ricardo Iorio, el mejor de los nuestros. Me rompe el alma, pero te vamos a recordar todos los días”. Zonas de horizontalidad y cohabitación de antagonistas. Solo el ruido vuelve a fijar distancias irreconciliables.
AG
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