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Opinión
Martín Fierro contra sí mismo

La tapa de "La vuelta de Martín Fierro" (1897)

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Lo que hoy leemos como una sola obra llamada Martín Fierro en verdad fueron en su tiempo dos textos diferentes. En mi columna anterior para elDiario.ar expliqué el contexto en el que José Hernández publicó en 1872 la primera parte, El gaucho Martín Fierro, y la intención de crítica social que tenía al escribir su poema. Que su obra tenía proyecciones políticas difíciles de calibrar es algo que el propio Hernández llegó a entender poco después. Algo que también le hicieron saber sus contemporáneos. 

Luego de 1872 la coyuntura política y personal tan peculiar que lo había llevado a concebir su amargo personaje había cambiado. A poco de su exilio había podido regresar a Buenos Aires, donde consiguió ser readmitido en la vida política. Militó entonces en el Partido Autonomista y consiguió hacerse elegir diputado provincial en 1879. Apoyó a Julio A. Roca en la campaña que lo llevaría a la presidencia al año siguiente y en 1881 ganó una banca en el senado provincial que conservaría hasta su muerte. Además, el éxito de su famoso poema le había dado prestigio como escritor. En fin, en muy pocos años pasó de apoyar el último estertor del federalismo y ser un paria a integrarse al bando dominante de la política nacional.

Varios cambios trascendentales se habían hecho evidentes en ese mismo lapso y son los que ayudan a comprender la deriva política de Hernández. Estaba claro que el gobierno central ganaba en autoridad y se cerraba el ciclo de luchas interprovinciales. La vida política se sometía cada vez más a los mecanismos legales y las pujas facciosas se iban aquietando. La economía crecía de manera sostenida y la hegemonía firme que habría de encarnar Roca ya se veía en el horizonte. Además, desde 1878 una serie de incursiones militares anunciaban la derrota final de los indígenas. Ya no había un “afuera” de la sociedad donde refugiarse.

En medio de esos cambios personales y del país, Hernández concibió la idea de replicar el éxito de su poema con una segunda parte.En 1876 empieza a trabajar en lo que será La vuelta de Martín Fierro, que vería la luz tres años más tarde. Aunque hoy leemos ambas partes como si fuesen un mismo libro, en sus contenidos no podrían ser más diferentes. Se ha dicho incluso que la segunda contradice el mensaje de la primera. Recordemos que ésta concluía con Fierro teniendo que abandonar la sociedad para refugiarse entre los indios, único lugar de libertad posible para un paria como él. Desde su propio título, la segunda parte anunciaba la clausura de esa vía: Martín Fierro regresaba, como el dicho, con el caballo cansado. Volvía para reconciliarse con la vida civilizada y fustigando la barbarie de los indios que lo habían hospedado. Su estilo matrero de resistencia a la autoridad había fracasado. En La vuelta…, quitando los que debe librar al comienzo para escapar de las tolderías, Fierro ya no se involucra en peleas a cuchillo ni mucho menos combate a la autoridad. Reencuentra a sus hijos y les ofrece consejos moralizadores de mansedumbre y trabajo honrado. No es que la voluntad de crítica social haya desaparecido del poema: por el contrario, el lamento por la pobreza y abandono en los que viven los gauchos y por los abusos de la autoridad tienen también aquí un lugar central. Pero esta vez queda enmarcada en una intención que parece más que nada pedagógica: a los pobres los invita a la honradez, al trabajo y a la obediencia; a las autoridades les pide que se ocupen de proveerles “casa, escuela, iglesia y derechos”. Era la fórmula de una armonía impensable si sólo se leía la primera parte. Sintomáticamente el poema concluye con la separación de Fierro y sus hijos: cada uno marcha hacia rumbos diferentes, conviniendo entre todos en cambiarse el nombre (una alegoría del fin del mundo de los matreros). 

En el cambio de intención del poema sin dudas influyó el sentido de responsabilidad que le vino a Hernández de la enorme circulación que había tenido El gaucho Martín Fierro entre el pobrerío rural. Ahora que él mismo se había sosegado, veía con preocupación la posibilidad de que extrajeran de su obra mensajes de incitación a la violencia. Y no era el único. En 1879, en una carta personal, Bartolomé Mitre le había señalado el riesgo de que la “amargura” de su creación hiciera “fermentar los odios”. Ese año un diario católico también apuntó lo mismo: 

“No se nos oculta que el libro del Sr. Hernández contiene un peligro, que sería conveniente que él hiciera desaparecer (…). Aun cuando es verdad que la condición del gaucho es abominable, lo que hasta cierto punto explica sus excesos, la enumeración de sus hazañas, el elogio de su valor, ejercitado en riñas sangrientas, debiera contrapesarse, enseñándole a condenar los extravíos de su sensibilidad.”

Las prevenciones de Mitre y del articulista que eso escribía no eran exageradas. Las historias de gauchos rebeldes que, por imitación del Martín Fierro, proliferaron luego de 1879 generaron pronto efectos visibles, especialmente a partir de mediados de la década siguiente, cuando la de Juan Moreira llegó a los circos. Representada allí por actores, el drama de los gauchos rebeldes, peleando a cuchillo con los militares ante los ojos de los espectadores, adquiría un poder emotivo extraordinario.

Luego de que estallara el frenesí por los dramas gauchescos en el circo, las autoridades comenzaron a reportar un fenómeno curioso: los espectadores salían de las funciones envalentonados y provocaban peleas y desafiaban a la autoridad. La prensa bautizó a esas conductas “moreirismo”. En 1902 un observador comentó que estaba causando “estragos” y que los agentes de policía debían enfrentar provocaciones de “orilleros y compadritos” que “se jactan de ser Moreiras”. El fenómeno causó dificultades a los artistas del género. En Rosario, las autoridades decidieron prohibir la representación de dramas gauchescos en más de una oportunidad. En Córdoba también intentaron erradicarlos y en Mendoza recibieron duras críticas.

Viendo los efectos que producían las historias de gauchos rebeldes, desde fin de siglo algunos autores intentaron ofrecer narraciones que pudiesen ser la contrafigura de un Moreira: criollos mansos, trabajadores, sabios, valientes pero capaces de refrenarse. El mejor ejemplo fue Calandria (1896), de Martiniano Leguizamón, recibido con loas por la crítica “culta” justamente por ofrecer un antídoto a la fascinación por los gauchos alzados.

Pero ni las advertencias de Mitre, ni el regreso de Martín Fierro con el caballo cansado que pergeñó Hernández, ni las prohibiciones a los circos, ni el Calandria de Leguizamón conseguirían extinguir el impulso a la rebeldía que venía junto con la propia figura literaria del gaucho. Cuando Leopoldo Lugones propuso singularizar a Martín Fierro como poema nacional, separándolo del resto de las historias de gauchos de circulación popular, también intentó apoyarse en la segunda parte y poner la primera en sordina. Pero tampoco eso fue efectivo. Como emblema nacional Martín Fierro y el gaucho seguirían contribuyendo más a iluminar y potenciar nuestros desacuerdos como nación que a acallarlos. 

EA

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