La vida ordenada y la vida mixta
Trato de recordar los momentos de ocio de mi mamá en mi casa, cuando yo era chica. Me vienen pocas imágenes; en realidad, una sola. Mi mamá sentada en el piso del living, al lado del teléfono de línea que estaba justo en la entrada, hablando con mi tía con el cable enroscado entre las manos. Era flaca y chiquita como yo, incluso más bajita que yo, pero morocha, y con un pelo que tendía a ondularse, un pelo clásico judío —a diferencia de mi pelo y el de mis hermanas, que lo único que no tenemos de judías es eso: el pelo suave— que ella llevaba corto como un manifiesto de austeridad y disciplina. Siento que tenía un buzo o una remera grande cuando le decía a su hermana, muerta de risa, “no puedo creer que estés cumpliendo treinta y siete, tengo una hermana de casi cuarenta años”, la frase que siempre recuerdo de las conversaciones por teléfono de mi mamá y que por eso tiendo a citar demasiado seguido aunque no sea una frase memorable. Estimo los años que tenía mi mamá en esa época (más o menos los mismos que tengo yo ahora) y pienso en todos esos artículos y libros de autoayuda cuyos títulos vengo viendo pasar hace años, sobre cómo ahora los adultos no quieren crecer, cómo ahora somos todos eternos adolescentes y por eso (quienes tienen hijos) pésimos padres.
Me acordé de esto porque volví a ver Seinfeld, como tanta otra gente, ahora que la subieron entera a Netflix; ya la había visto en orden alguna vez, en la época de los DVD, pero de cualquier modo siempre que la veo vuelvo más bien a la primera vez que me la crucé, en canal Sony a la medianoche, toda desordenada y esporádica. En esa época, la vida de esos personajes me parecía tan irreal como El señor de los anillos. Gente grande, de la edad de mi mamá o más, que se la pasaba dando vueltas en bares o tirados en el sillón de sus amigos, teniendo citas que no iban a ninguna parte con personas que jamás volvían a aparecer en sus vidas, eso, un flujo de gente que entraba y salía de sus existencias como un gato callejero, sin ningún tipo de consecuencia. Muy cada tanto, en Seinfeld aparece un amigo con hijos; esos amigos viven en otro planeta y no tienen ningún tipo de relación ni parecido con la vida que ellos llevan (hoy me llama la atención, positivamente, que la serie no haga ninguna diferencia entre Elaine y los demás personajes en ese sentido). Lo vi en un episodio de la segunda temporada, “The Baby Shower”: por alguna razón insondable, una amiga le pide a Elaine que le organice un baby shower (digo que es insondable porque no conozco a ninguna persona que le pediría a una amiga como Elaine que le organice el baby shower) y la sensación es que esa chica, con su panza enorme y su superioridad moral, realmente vive no solo en un suburbio bien lejos de la ciudad sino moralmente en otro país. Hasta habla distinto, se viste distinto, camina distinto.
Parte de la novedad de las últimas décadas, esa de la que se quejan los libros de autoayuda, es que muchos padres ya no se resignan a mudarse al planeta de la vida ordenada por el solo hecho de haber elegido tener hijos
Hablo tanto de la cuestión de los hijos porque en un principio pensaba escribir sobre los solteros, sobre cómo cuando yo era chica una conocía tan poca gente soltera que esa vida azarosa y absurda que vivían Seinfeld, George, Elaine y Kramer parecía solamente un invento, y hoy esa es la vida que parecemos llevar, al menos por temporadas, tantos de nosotros en la clase media urbana. Pero creo que parte de la novedad de las últimas décadas, esa de la que se quejan los libros de autoayuda, es que muchos padres ya no se resignan a mudarse al planeta de la vida ordenada por el solo hecho de haber elegido tener hijos. Por supuesto es más fácil para quien se separa —los divorciados que conozco viven vidas de solteros el tiempo que no pasan con sus hijos sin demasiado problema— pero lo veo también en parejas, que arman planes y vacaciones con amigos, que educan a sus hijos para acostumbrarse a vivir rodeados de otros adultos que hablan de sus aventuras incontables o lloran separaciones o vienen a quemarte la cabeza con sus últimos dilemas existenciales. Mi sensación es que en el discurso de los pedagogos o de esos nuevos expertos en crianza que crecen como yuyos en Instagram y en las editoriales estas formas de la familia —que cuando yo era chica eran patrimonio exclusivo de los hijos de bohemios o de hippies— se entienden siempre como pérdida o como patología: padres adolescentes, que no quieren aceptar sus nuevos roles, eternos niños, complejo de Peter Pan. A las personas sin hijos también se los estigmatiza de esa manera, pero creo que menos que a los padres, de quienes “se espera” algo más de “responsabilidad”. No tengo interés en reivindicar ninguna vida como paradigma universal del buen vivir, ni la de mis amigos ni la de mi madre, solo me sorprende notar que la adultez, entendida como aquello que la adultez fue por décadas o incluso siglos, sea en el discurso contemporáneo un concepto tan profundamente moral: fallar en convertirse en una persona que tiene una vida ordenada es una falta moral enorme y que no puede implicar otra cosa que un perjuicio para los hijos. Digo que me sorprende porque tampoco nos ha ido tan innegablemente bien con esas formas de la adultez, ni a los padres ni a los hijos.
Mientras escribo esto, armo una mochila: estoy por salir de viaje con cuatro amigas y las hijas de tres de ellas. Una mochila y no una valija, porque son pocos días y porque en cada auto tiene que entrar una sillita y una practicuna así que mejor empacar liviano. Cada año que pasa me gustan menos las éticas de principios: cuando tenía veinte creía que era kantiana, y cada vez más creo que entender las cosas en términos de virtudes de las que una participa como puede y cada tanto es algo que se acerca más a la forma en que puedo y quiero habitar este planeta. Con esa blandura en mente, agradezco que mis amigas no tengan que exiliarse en el mundo en el que se exiliaban las madres del universo de Seinfeld; agradezco poder pensar que si alguna vez tengo un hijo puedo darle la existencia casual y caótica que muchas amigas les dan a los suyos, y que lo único que me lo puede prohibir es el juicio moral de una gente con la que igual prefiero en general ni conversar. Agradezco la vida mixta que puedo vivir ahora, que todavía no hayan logrado imponer los espacios child-free (yo espero que nunca pase: a mí también me gusta el silencio, pero perdemos todos) y me pregunto, sobre todo, qué pasará por la cabeza de esas nenas cuando vayan tantas horas en el auto con nosotras, conmigo, escuchando mis historias y mis palabras que no fueron pensadas para ellas ni para gente de su edad, qué de todo eso les quedará escrito en algún lado para cuando sean grandes y recuerden a las amigas esas excéntricas pero simpáticas de mamá, si el vocabulario, si las charlas sobre coger y enamorarse, si la risa, los dientes separados, la ropa o la textura del pelo.
TT
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