Natalia Ginzburg, esa mujer
No es necesario tomar un ácido o leer a Francis Ponge para darse cuenta de que el árbol es algo insondable, así lo encontremos en un bosque o irrumpa, de golpe, en medio de una calle de la ciudad. ¿En que piensan los árboles? ¿Qué secreto esconden?¿Qué cosa saben que no nos pueden comunicar?
Se supone que la tala de árboles, en la antigüedad, a veces tenía un sentido religioso, se los talaba para despejar el bosque y poder ver el cielo y así contactarse con los dioses. Ahora los miro balancearse lentamente bajo la lluvia, como si intentaran decirme algo, pero no sé bien qué.
Esta semana fluvial que pasamos, estuve leyendo una biografía de Natalia Ginzburg –Audazmente tímida- que escribió Maja Pflug, quien fue traductora de la obra de Natalia al alemán. El miércoles bien temprano, Natalia murió en el libro. Pflug lo termina de manera muy seca, con una línea escueta: “Natalia Ginzburg murió el 8 de octubre de 1991”. Unas páginas antes, había narrado cómo la escritora alzaba en sus brazos a uno de sus bisnietos y, contenta, decía: “Esta es la vida, no los libros”. Tengo subrayada esta frase con un resaltador naranja. Supongo que fue porque me hizo recordar que, cuando yo tenía 21 años, había intentado leer Trilce de César Vallejo y no había entendido nada. Pero ese mismo año me fui de viaje durante dos y recorrí Latinoamérica, me crucé con miles de personas y escuché hablar dialectos de todo tipo. Comí en los mercados de la Paz, Cuzco, Quito y repartí el pan con los comensales que se sentaban a mi mesa. Estuve medio año en el Amazonas viviendo con franceses, lugareños, ingleses, brasileños, arañas, delfines rosas, alemanes, hablando una mezcla de múltiples lenguajes. Cuando volví a casa, agarré Trilce y el libro me partió la cabeza. El viaje, la experiencia acumulada, me había abierto el oído para escuchar los versos extraños de César Vallejo. Es decir que no comprendí Trilce leyendo libros que me explicaran Trilce, sino viviendo.
El viaje, la experiencia acumulada, me había abierto el oído para escuchar los versos extraños de César Vallejo. Es decir que no comprendí Trilce leyendo libros que me explicaran Trilce, sino viviendo.
Aunque no le interesaba particularmente la política, Natalia Ginzburg fue diputada. Daba pocos discursos, pero cada vez que lo hacía era implacable, como en sus novelas, estaba intentando derrotar el lenguaje oscuro con el cual la gente se comunicaba para no decirse nada. Subrayé con un resaltador verde claro este párrafo de uno de sus discursos: “Los partidos mayoritarios no expresan de ningún modo el pensamiento, el deseo, el ánimo de sus votantes, sino únicamente su propia intención personal”. Esto me hizo pensar en la famosa frase de Emilio Monzó cuando vindica la “rosca” política. Qué es la rosca sino la preocupación por mantener el status quo entre diferentes fuerzas políticas hegemónicas que “trabajan” de enemigos pero que saben que hacer política es una cosa, y meterse en política es otra. El que “se mete en política” trata de entrar en un ministerio en el que va a conseguir poder y dinero para pasarla bien. La “rosca” no entiende a la política como un servicio por el otro, sino como un mensaje al adversario para que trabajen juntos por hacer que no cambie nunca nada. Monzó no le habla a la gente que necesita cosas urgentes y claras, les habla a sus colegas, les dice que no hay que pasarse de “rosca” así seguimos todos tranquilos y con los puestos asegurados. La democracia para algunos puede ser una beca larguísima en la que no tenés que hacer nada, salvo, “la rosca”.
Con el mismo resaltador verde, marqué esta frase del credo estético de Natalia: “Cada oración debía ser como un latigazo o una cachetada”. Más adelante, con el resaltador naranja: “Hoy, en un mundo irreal, en un desierto, uno se aferra a las piedras, las observa, mira cómo están hechas esas piedras. Porque hay muy pocas cosas de las que estamos seguros. El alka Seltzer, por ejemplo, es una cosa segura; otra el Nescafé”. Esta frase dicha al pasar a un reportero me pareció un pequeño poema. Y también me di cuenta que por más años que nos separen de algunas escritoras, por más que el tiempo parece acelerarse y cambiar la realidad en la que las leemos, lo que garantiza su potencia de clásico es que los grandes temas, las obsesiones, siguen estando presente hoy en día: en medio de la profusión de noticias, avatares virtuales y posverdad, cada vez hay menos cosas de la que estamos seguros.
Natalia tenía muchas amigas, a una de ellas, cuando ya eran mujeres grandes, le dice: “En la vejez tenemos miedo de olvidar cómo era el amor. Recordamos que podía ser de dos modos. Podía ser repentino e incendiar el mundo. O bien podía ser imperceptible y del color del aire. Cuando era como el aire, pocas señales nos permitan reconocerlo. La velocidad de las horas, la respiración liviana…Cuando el amor era como el fuego, para nosotros el tiempo ya no era rápido ni lento, porque ya no existía. Podíamos quedarnos inmóviles durante horas, mirando cómo se incendiaba el mundo”.
Cuando era chica y llegaba el verano, Natalia lo notaba primero porque los cocheros le ponían a sus caballos unos sombreros sobre los ojos para que no los moleste el sol. Lo mismo nota Eugenio Montale en su famoso poema Arsenio, cuando encapuchados caballos miran al paseante solitario. Son esos primeros poemas del hermetismo que uno tiene que leer una y otra vez para captar en toda su dimensión. A Ginzburg le encantaba la poesía de Montale, pero ella prefería una prosa seca, poco sentimental. Era una feminista no programática, que quería “escribir como un hombre”. Pensando en su vida tan honesta y sencilla, me vino a la cabeza esa frase de una canción de Kurt Cobain. “Nunca conocí a un hombre sabio, si lo hice, era una mujer”.
El día que terminé la biografía de Natalia Ginzburg, salí a la calle para encontrarme con mi amiga Meme y me sorprendió un árbol inmenso, que se había caído por la tormenta, cargándose el tejido eléctrico. Eran las seis de la tarde y una luz plateada bajo una llovizna persistente dejaba ver unos chalecos verdes que se desplazaban en torno al Rey, cortándolo con varias sierras eléctricas. Había una mujer delgada, que estaba en la puerta de la casa con el pelo canoso y fumando impaciente, mientras miraba como seccionaban al árbol. Se me ocurrió que era Natalia Ginzburg, y jugué a imaginar lo que estaba pensando: “Los días no existen, son una convención tranquilizadora. Cuando pensamos que les tememos o nos gustan algunos días , en realidad sólo reparamos en las palabras que los nombran. Y así vamos discurriendo en la impermanencia, hasta que alguien viene y nos derriba”.
FC
0