El (no) debate ambiental
La salmonicultura en Tierra del Fuego, la megaminería en Chubut, ahora perforaciones petroleras en la costa Atlántica: el debate sobre la relación entre actividades productivas y ambiente se repite y todo indica que continuará agitando aguas. La discusión, sin embargo, no avanza.
Las comunidades locales y quienes están preocupados por los efectos de actividades potencialmente contaminantes elevan sus voces de alarma. Del otro lado responden con un repertorio reiterativo de descalificaciones y vaguedades: que no hay nada de qué preocuparse, que los “ambientalistas” son paranoicos (o peor, “ecolocos”, “ludistas”) y no quieren el desarrollo, que no entienden que la vida requiere materias primas y que la Argentina necesita los dólares. Siempre lo mismo. Todo genérico: los mismos argumentos valen para todos y cada uno de los emprendimientos que proponen.
Con el mundo avanzando a una catástrofe ecológica y con la cantidad y variedad de desastres grandes y pequeños que vemos en nuestro país –reiterados derrames de algunas minas, vertederos tóxicos en Vaca Muerta, contaminación industrial en Trelew, etc.– es sencillamente de mala fe descalificar a quienes se preocupan. Tenemos todo el derecho del mundo a estar preocupados. ¿Quizás en algunos casos no haya justificación? Puede ser. Pero la carga de la prueba está del lado de los empresarios: no somos los ciudadanos lo que tenemos que demostrar que nuestras alarmas son justificadas, es la gente de negocios (y los políticos que los apoyan) la que tiene que suministrar toda la información requerida antes de iniciar un nuevo emprendimiento. Toda. Y la realidad es que no lo están haciendo.
Imposible que el debate avance con industrias enteras que sencillamente se niegan a admitir que sus actividades causan daño. “No pasa nada: es minería sustentable”. La propia expresión ya parte de un engaño: por definición, la megaminería no es sustentable. Siempre agota recursos. Siempre causa efectos. Es obligación de los empresarios reconocerlo, cuantificar los costos ambientales y sanitarios que genera y permitirnos decidir si los beneficios que nos traerían a todos (y no solo a ellos) la vuelven conveniente. Un simple cálculo costo-beneficio. En lugar de eso, tapan el problema con un eslogan bonito y demonizando a los demás.
“No pasa nada: se puede perforar en el mar sin riesgos”. Otra falacia. No es obligación que sucedan, pero cientos de accidentes petroleros en todo el mundo prueban que riesgos hay. Los hay. De nuevo en este caso: los empresarios deben admitir esos riesgos, calcular seriamente su probabilidad, mostrar qué previsiones han tomado para enfrentar los accidentes si suceden y explicar claramente cómo pagarían sus costos. Pero no hacen nada de eso: niegan el problema y acusan a los demás de paranoia. Las evaluaciones de impacto ambiental las hacen las propias empresas con consultoras que siempre dictaminan que no habrá ninguno. Imposible tomarlas en serio.
“Todo se resuelve con responsabilidad empresaria y un adecuado control estatal”. ¿En serio? Hace 23 años un tremendo accidente petrolero contaminó las costas de Magdalena. Todavía hoy hay secuelas en la zona. La empresa Shell, que no se hacía cargo, debió ser llevada a juicio por el municipio. Y ni siquiera así pagó jamás las reparaciones que ella misma prometió para poner fin a la demanda. El Estado no quiso o no pudo obligarla. ¿No debería el Estado mostrar su capacidad regulatoria en este caso, antes de prometer capacidades regulatorias a futuro? En Ecuador, Chevrón contaminó 500.000 hectáreas. Fue sometida a juicio y perdió en todas las instancias, pero, en lugar de pagar las reparaciones a que fue condenada, sencillamente se mandó a mudar. Se llevó sus ganancias y les dejó a los ecuatorianos tierra arrasada. ¿De verdad nos piden que nos tranquilicemos con vagas promesas de responsabilidad empresarial y control estatal? El Estado argentino es muy eficiente en la regulación de muchas actividades, pero específicamente en el control ambiental no ha podido o no ha querido hacer demasiado. La deforestación continúa a ritmos alarmantes. Los accidentes mineros y petroleros se acumulan como si nada. Cada año los productores agropecuarios incendian los mismos campos frente a Rosario, sin consecuencias. En 2008 la Corte Suprema debió emplazar al Estado a que se ocupe del Riachuelo, vertedero de desechos tóxicos desde hace 200 años ante la inacción estatal. Pasados 13 años, los avances han sido pocos. Ejemplos hay miles. No pueden pedirnos que confiemos en controles estatales que hasta ahora son más bien imaginarios o muy insuficientes.
“Pero necesitamos los dólares”. Todos de acuerdo con eso. Pero demuestren que esos dólares son reales, que se quedan en el país, que compensan las inversiones y subsidios estatales que demandan y que superan los costos de controlar y reparar los efectos ambientales y sanitarios que traigan. Necesitamos la cuenta completa, no solo de la ganancia empresaria y el ingreso de divisas de corto plazo. Toda. Y no solo la cuenta de los dólares que llegarán: a veces hay que demostrar también que esos dólares no ahuyentan otros que ya están llegando. Lo sabe la industria frutícola del Alto Valle, que también exporta y trae dólares y que hoy ve el valor de su producción amenazado por la proximidad del fracking. Puede que la cuenta de dólares (y puestos de trabajo) petroleros vs. dólares (y puestos de trabajo) frutícolas dé bien, pero también puede dar mal. En todo caso, necesitamos hacerla para saber si nos conviene. Y de nuevo, en este caso, nos piden que avalemos todo a ciegas. A todo que sí, siempre, en cualquier lugar.
Y finalmente está la cuestión de la responsabilidad futura. La cuenta puede dar bien en el corto plazo, pero mal en el mediano o largo. Puede que una actividad nos beneficie como sociedad, pero sólo porque traslada los costos hacia las generaciones futuras. La responsabilidad intergeneracional también es una dimensión a tener en cuenta. Y también tenemos el derecho a tomarla en consideración antes de aprobar una inversión. Porque, además, imaginemos que no hubiese un problema ambiental, que pudiésemos invertir en miles de nuevos pozos petroleros y minas perfectamente limpios, que no contaminen en absoluto, y extraer y exportar en los próximos veinte años la totalidad del petróleo y los minerales que quedan en el subsuelo. Sería genial en términos de los dólares que necesitamos. Pero ¿tenemos derecho a consumirnos lo más rápido posible todos los recursos no renovables que quedan para asegurar nuestro bienestar presente y privar de todo a las generaciones futuras? No usamos esa lógica depredadora en nuestras vidas privadas: cuando los adultos toman decisiones de consumo, lo habitual es que balanceen sus propios deseos de bienestar presente con la previsión de asegurarse un bienestar también en la vejez y con el imperativo de dejar algo a los hijos, si los tienen. Quizás queramos no consumirnos todo el petróleo que queda lo más rápido posible, como indica la lógica empresarial, sino a un ritmo algo menor. ¿Alguien nos preguntó?
En este (no) debate, la razonabilidad, por el momento, está del lado de quienes demandamos poder hacer un cálculo costo-beneficio realista y decidir, sobre la base de ese cálculo racional, qué actividades nos convienen como sociedad y cuáles no
En este (no) debate, la razonabilidad, por el momento, está del lado de quienes demandamos, simplemente, poder hacer un cálculo costo-beneficio realista y decidir, sobre la base de ese cálculo racional, qué actividades nos convienen como sociedad y cuáles no, con qué tecnología las queremos y qué tipo de garantías legales y controles estatales necesitamos tener en pie antes de poder autorizarlas. Del otro lado, el desarrollismo bobo nos exige decir siempre sí a todo, dar la bienvenida a cualquier inversión por un mero acto de fe, por la mera creencia de que todas y cada una de las minas, pozos, perforaciones y actividades que se les antoje hacer van a traer mágicamente “desarrollo” y redundar en beneficio de todos. Extraer lo que sea, como sea, donde sea, para que lleguen dólares. Como si no hubiese un mañana.
El desastre ambiental es un hecho: está aquí y va a empeorar a menos que cambiemos drásticamente el modo en que producimos. El “desarrollo”, por el contrario, es apenas una promesa. Que además nunca llega. Quienes tienen que presentar alternativas son los que nos piden ignorar un hecho real y gravísimo en nombre de una promesa. Todos queremos producción y dólares: expliquen cómo lo quieren hacer sin agravar todavía más la situación. Si lo que se quiere es avanzar en el debate, pongan todas las cartas sobre la mesa. Lo que nos convenga lo aceptaremos ¿qué duda cabe? Pero necesitamos debatir estimando costos y beneficios. Que eso es un debate racional, después de todo.
Que nos hablen de beneficios (inflados e irreales) y escamoteen tanto los costos, que les cueste tanto aceptar que tenemos el derecho de decidir lo que más nos conviene, es índice de que, quizás, lo que nos proponen no sea tan beneficioso como dicen.
EA
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