La nueva era K
La secretaria general de la presidencia se dejó ver la semana pasada en una situación bailantera animada por Ulises Bueno. Algunos teléfonos captaron el momento del contoneo. Instantes de despreocupación jocosa antes de volver a administrar el Estado con su hermano mayor. Karina Milei, en adelante K, nos recuerda una escena quizá olvidada porque se naturalizó: Punta del Este, comienzos de los noventa, desparpajo menemista. Las fiestas de los vencedores, el lado B jocoso de las privatizaciones y el ajuste se nutrieron de músicas periféricas. Se practicó un canibalismo de bajas calorías, se contrataron bufones, entre ellos Ricky Maravilla. Susana Giménez los abrazó.
El menemismo, tan en boga gracias a los libertarianos, supuso un triple régimen de conversión: monetario, político y estético. Podía apropiarse de lo popular y ser a la vez fundador de nuevas estratificaciones sociales. Cantar, en definitiva, la canción de despedida de la alianza de clases. La bailanta se naturalizó como soundtrack en los guateques garcas como si fuera un ritual carnavalesco, aunque al revés. Pasado el frenesí se restituyen las jerarquías. Mauricio Macri se valió de Gilda para avisar a los incautos desde el balcón presidencial que no se arrepentiría de nada.
De repente, ahí estaba K, acompañada de asesoras y guardaespaldas. Se balancea sola. Seguro que conoce la canción. No solo esa. Deben ser objeto de puro disfrute. ¿Acaso “Algo para beber?”. ¿Por qué no? Traigan una birra/ traigan un fernet, canta Ulises, el hermano de Rodrigo. ¿Podemos imaginarla en su despacho, cantando para sí cuando la sed llama a su garganta? Quizá prefiere “Esto es lo que traigo”, con su elogio del cuarteto cordobés O alguna que pudiera decirle algo sobre sí misma. Loco loco loco loco/ todo sabe a poco/ si no es compartido.
Parábolas
Se presentó en el Congreso durante los debates de la Ley Ómnibus: imperturbable, misteriosa, instalada en uno de los balcones que rodean a la Cámara de Diputados. Pero, ¿dónde estaba hace ocho años? ¿Qué mide ese período de tiempo en la vida de una persona? A veces no explica transformaciones tan extraordinarias. En 2016, un 29 de enero, K participó en un concurso televisivo. Bienvenidos a bordo le ofreció la posibilidad de ganarse una Smart tv. Fue acompañada de un inmaculado pastor suizo. A K le tocó hacer girar una rueda de la fortuna. El pichicho, Araon, debía ayudarla derribando nueve bolos. Solo cayeron cinco. No tuvo suerte en el certamen, pero sí, entonces, un minuto de notoriedad. “¿Cómo eras estudiando?”, quiso saber el presentador. “Regular”, confesó la concursante, lanzando una risita. “¿No eras muy buena?”. La actual funcionaria dijo que no. “¿A qué te dedicas?”. Licenciada en Relaciones Públicas. Los padres estaban en el estudio televisivo. Kazcka se acercó con el micrófono. Quiso saber qué era lo mejor de K. “El carácter”, aseguró la madre. A su lado estaba don Norberto, quien, según la biografía del presidente, El Loco, de Juan Luis González, solía ejercer violencia física y psicológica contra su hijo durante la infancia, al punto que ya en su camino ascendente llegó a declarar que para él no existía. “¡Aaron! ¿No busca novia?”, le preguntó el presentador a la hermana. “Si busca novia, blanquita...”, le respondió, y lanzó una carcajada (el pedigrí no es solo una cuestión canina, la gente de bien es su equivalente y no admite mestizajes). Los minutos en Bienvenidos a bordo dibujan una línea temporal entre esa escena insignificante y el presente. De Guido Kazcka a Kafka, me dice un amigo.
Naturalismo
Nos estamos acostumbrando a contar su ascenso al poder, mejor dicho, el de los hermanos, como una hagiografía aséptica: cuadros realistas y solo aceptables por efecto de anestesiamiento (un bloqueo de lo sensible, no solo táctil, permite la familiaridad con el embuste). Se acepta así también la masculinización de su pronombre (el Jefe) y su carácter de Primera Dama en los hechos. Cuenta González en su libro que ella contrató a Celia Liliana Melamed, una especialista en “comunicación interespecies” que trajo del más allá a Conan, el perro que el economista había perdido y que vive a través de los mastines clonados. K “terminaría entrenándose con Melamed hasta desarrollar la misma habilidad”. En su camino a la presidencia, el hermano nunca dudó en asignarle un mérito superior al suyo. Y para explicarlo, recordaba la diferencia entre Moisés y Aaron. La tarea de K podía equipararse a la del profeta. Él, en cambio, apenas era el divulgador de las enseñanzas bíblicas. Consecuente, ella había llamado Aaron a su pastor suizo, derrotado en la TV pero a la larga victorioso. ¿Estamos frente a un mesianismo perruno?
Sosías
Volvamos a GEBA, donde Ulises Bueno se presentó hace ocho días. Cuando se filtró el vídeo con el meneadito de la secretaria general, hubo un esfuerzo para-oficial de negar la evidencia. La que bailaba era otra rubia, Beatriz Olave, madre del difunto Rodrigo. El ardid se desvaneció por notables diferencias fisonómicas. Pero, veamos, ¿a quién se parece K? A otra K. Nada menos que Kati Outinen, la actriz fetiche del director finés Aki Kaurismäki. Algo así como una duplicidad nórdica. Si nos fijamos en Un hombre sin pasado (2002) detectamos similitudes llamativas en los semblantes. La película gira alrededor de un hombre que pierde la memoria después de ser linchado. Apenas vive el presente porque no puede recordar. En ese presente se enamora de Irma, es decir, Outinen, que pertenece al Ejército de Salvación: salva a un hombre golpeado. La actriz protagoniza además uno de los filmes de la trilogía proletaria, La chica de la fábrica de fósforos (1990). Es una historia sombría, la de una joven de pocas palabras. Iris es ninguneada por los hombres, hasta que conoce a un empresario que la deja embarazada y le exige que se deshaga del “renacuajo”. Iris trama una venganza. Compra veneno para ratas y lo vierte en el trago que el padre de su hijo toma sin saber que será su último sorbo. Luego repite la operación, extendiendo la venganza hacia otro hombre y sus padres maltratadores, hasta que la llevan presa. Demonios de la analogía.
Política de masas
Según la encuestadora Zubán Córdoba, K tiene 35.3% de imagen positiva. Hay algo cierto en ese criterio de valoración: es pura imagen. Superficie silente e indolente. No deberíamos quedarnos con las apariencias. Se habla de su fuerza muda, tan temida por otras vertientes de la Libertad Avanza. Días atrás salió de su despacho en la Casa Rosada y fue al encuentro de algunos seguidores. Firmó autógrafos. Los beneficiados, un grupo de niños, no solo se llevaron un tesoro gráfico sino, seguramente, el sonido de su voz, la de quien tiene la palabra final puertas adentro del Gobierno de la hermandad.
Ese zambullido en la Plaza de Mayo resultó desconcertante. ¿Atisbo de una inminente política de masas? ¿Qué hacer con las masas? Esa pregunta taladró la mente de los constructores de poder. “Nadie ha puesto en duda hasta ahora que la fuerza del movimiento contemporáneo reside en el despertar de las masas”, escribe Lenin en Qué hacer. Había que interrumpir el sueño alienante para cumplir las metas revolucionarias. “No vengo a guiar corderos, vengo a despertar leones”, predicó el hermano. ¿Leninista entonces?, ¿casualidad o una perversión más del juego de inversiones? Ahora bien, ¿qué lugar le asigna él a K en la tarea de despabilar a los engañados por el colectivismo? ¿Una ex repostera podría diseñarla?
Incursionó en el dibujo y la pintura. Tuvo su propia gomería y un emprendimiento calórico, Sol Sweets, que ofrecía a través de Instagram “scons caseros, recién salidos del horno” y otras delicias. ¿Se habría inspirado en Arte de Repostería, un manual del siglo XVIII escrito por Juan de la Mata, encargado de empalagar a las cortes de Felipe V y Fernando VI? ¿Cocinaba con microondas o sobre la base de las antiguas recetas de los conventos (harina, azúcar, miel, leche, almendras, canela, manteca o aceite de oliva para producir las Yemas de Santa Teresa o los Huesitos de Santo)? Tal vez, a la luz de las lecturas de la Torá y el Talmud de su hermano, apegada a los preceptos de la cocina kosher, alguna vez preparó en Janucá las monedas de chocolate que se reparten a los niños, pero no deberíamos descartar las galletitas triangulares que se amasan para Purim o los pasteles con pasas, dátiles, manzanas y miel de las mesas de Rosh Hashaná, porque recuerdan el shofar (el cuerno de carnero que supo sonar en los actos electorales de La Libertad Avanza). Ese pasado pastelero nos invita a afiebradas conjeturas. Sin embargo, no solo nos dejamos arrastrar por la especulación. La revista Noticias publicó una fotografía del pastel que elaboró para el cumpleaños de su hermano en 2016 con la fórmula de la teoría cuantitativa del dinero (M x V = P x Y), de Milton Friedman. La ideología también entra por el paladar, y quizá, más que una política de masas, podemos entender mejor, a partir del diseño del bizcocho, el papel actual de K: su celo a la hora de participar del nuevo reparto de la torta.
Nuevos modos de distribución de la torta (excurso)
“¿Chicos, ustedes tienen hambre? Vengan, les voy a anotar el DNI, nombre, de dónde son y van a recibir ayuda individualmente”, dijo la ministra de Capital Humano Sandra Pettovello. Que vengan de a uno.
La firma
“Apruébese el contrato de prestación de servicios profesionales autónomos celebrado bajo el régimen del Decreto N° 1109/17, de Santiago Luis Caputo, como Asesor Presidencial”. La orden lleva la firma de K. Qué es esa rúbrica sino un ejercicio de máxima autoridad. No nos bañamos nunca en un mismo río ni tenemos siempre la misma signatura. El cerebro ordena a la mano trazar sobre el papel el mismo recorrido, pero jamás es una réplica exacta del anterior. Los grafólogos sostienen que la firma es una estilización de la autoimagen de quien escribe. Expresa pulsiones, valores, sentidos de éxito o fracaso, sentimientos, aptitudes, pruritos, fantasmas. La legibilidad revela un modo de actuar en el mundo. La de ella es ilegible, un misterio, como el de su praxis a la vista de los intrusos. Observo en una foto su firma estampada en un documento electoral. Las letras no se entienden. La angulosidad de las líneas no se aproxima a los grafemas que esperamos de un nombre y apellido. Tiene algo de garabato. No podemos seguir una direccionalidad, como si esa proyección, levemente inclinada hacia abajo nos estuviera hablando de esta época incomprensible o, dirían los especialistas, un pesimismo oculto e inconfesable. Ni siquiera es posible detectar la mayúscula inicial.
No es un asunto menor. Porque, ¿no sería ese el signo de esta era, una nueva era K?
La letra, cuánta historia. Y no hablo de la mayúscula genérica que ha marcado estos últimos 20 años como expresión consonante de desprecio hacia un apellido. Abreviatura de la peor de las alteridades. No, K tiene un pasado más rico y problemático. Leo en los Diarios de Franz Kafka una entrada del 27 de enero de 1922: “aunque en el hotel he escrito claramente mi nombre, aunque también ellos lo han escrito correctamente ya dos veces, en el registro de abajo ponen Josef K. ¿Debo aclarárselo yo, o debo dejar que me lo aclaren ellos?”. El Proceso lo presenta como personaje. “Alguien tenía que haber calumniado a Josef K, pues fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo”. A veces, el narrador solo lo llama “K”, como de hecho se presenta el agrimensor en El Castillo (“Cuando K llegó era noche cerrada. El pueblo estaba cubierto por una espesa capa de nieve”, leemos al inicio) y será esa inicial una verdadera usina interpretativa. ¿K como epítome de las víctimas de un poder anónimo y burocrático o el nonsense de la racionalidad del capital? El lenguaje antikirchnerista se apropió de la letra que resumía un apellido, una política, una mirada atónita del mundo, la sustrajo del universo avistado por el checo, ese “dispositivo de enunciación” que habían detectado Gilles Deleuze y Félix Guattari, y que llamaron la “función K.”. Ahora nos encontramos frente a otra trashumancia de los significados. Una serie que nos devuelve a esta Argentina tras revisar lo kafkiano como rasgo inquietante. Josef K, K, a secas, JK, ¿Javi y Kari?
AG
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