Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.
Persona personaje

Mi propio Yannick

El protagonista de Yannick, película dirigida por Quentin Dupieux.
15 de abril de 2024 06:29 h

0

“Soy empleado de seguridad, hice horas extras para estar hoy acá, cambié mi turno con un compañero, viajé 45 minutos en tren para llegar, más otros 15 de caminata. Vine para distraerme y estoy más angustiado que cuando llegué”

Esas son las palabras del protagonista de la película Yannick, que justamente se llama como el título de la película y trata sobre un espectador que asiste a una obra de teatro y, transcurrida una cuarta parte de la función, se para en medio de la sala y desde su butaca dice lo que alguna vez uno sintió o pensó (claro que sí), al presenciar un espectáculo que no le gusta. Un reclamo justo por el entretenimiento prometido al pagar la entrada, pero que nunca nos atrevimos a expresar en nuestro sano juicio. En la película comienzan las especulaciones entre los actores para escapar de esa situación, discusiones entre los escasos espectadores presentes en la sala y el intento de Yannick de reescribir la obra a su antojo. Los roles se invierten y la frontera entre ficción y realidad se distorsiona.

¿Acaso está mal que una persona que con esfuerzo compró una entrada de teatro y viajó más de una hora para llegar, se queje porque no le gusta lo que ve? ¿Está mal rebelarse ante la sensación de estafa? ¿Qué buscamos cuando vamos al teatro, vemos una película o leemos un libro? ¿El arte tiene la obligación de rescatarnos, momentáneamente de nuestra angustia existencial? ¿Cuáles son los derechos y deberes que tenemos como creadores y como espectadores? 

Hace unos años protagonicé por primera vez una novela en televisión a la que le fue mal en materia de rating. Lo que se dice, un fracaso. El tema es que estuve deprimido. Lo único que hacía era leer (me acuerdo que una de esas lecturas fue El Extranjero de Camus) y mirar el movimiento de la calle a través de la ventana de mi casa. En ese raid se me ocurrió hacer una obra de teatro, actuarla y producirla en uno de esos teatro del circuito off para demostrarme (para demostrarle al mundo en realidad) de que era un buen actor. 

Leí la bibliografía entera de Harold Pinter y me detuve, ahora que lo pienso con justa razón, en la obra El Montaplatos. Para quien no sepa de qué se trata, seré breve: dos asesinos a sueldo encerrados en una habitación esperan instrucciones para cometer su próximo trabajo, su próximo crimen. Nadie se comunica con ellos y sólo lo hacen a través de ese montaplatos en el que, a medida que pasa el tiempo, los mensajes que llegan de arriba (del que nada se sabe, pero se presume que está la gente que toma decisiones), son más encriptados, disparatados e inentendibles. Durante los primeros cinco o diez minutos de la obra, no hay texto. Sólo son acciones físicas de los personajes. El más joven es ansioso. Se levanta de la cama, limpia su arma, hace ruidos molestos para llamar la atención de su compañero más viejo, que lo único que hace es leer el diario sentado en su cama.

En una de las primera funciones, apenas transcurridos unos minutos de la obra, mi personaje hacía esa coreografía de acciones ensayadas y en un momento se escuchó entre el público (una sala de no más de 60 butacas) la voz de un hombre que dijo “No, pero esto no es así…” 

El comentario fue claro y conciso. La primera reacción, como nos enseñan en toda escuela de teatro, es que el show debe continuar, así que hice de cuenta que nadie había dicho nada (como todos en la sala) y seguí con el circuito de acciones intentando construir complicidad con el público, pero sobre todo, intentando arrancar carcajadas en la platea. Pero esta voz masculina, lejos de amedrentarse, volvió a imponerse, esta vez dirigida no a mi personaje sino a mí persona. Pronunció mi nombre y dijo: “Yo te ví hacer algunos trabajos, no lo haces mal, pero Pinter no es esto, no se hace así”. ¿Qué buscaba?¿llamar la atención?¿dar una clase sobre Pinter? ¿molestar?

Mi compañero y yo seguíamos dentro de nuestros personajes, dentro de la escena que ya no transcurría en silencio, y empezó a darse vuelta la acción porque lo interesante, lo atractivo, empezó a pasar en la platea. Otra voz, esta vez femenina salió al cruce y empezó a discutir con el hombre. “Bueno, andate si no te gusta”. Y la respuesta: “¿Por qué? No me quiero ir, sólo estoy diciendo que no es así la obra.” Y una nueva voz: “Pero hay gente que sí la quiere ver y estás molestando”. A todo esto, nosotros seguíamos “en escena” (uso comillas porque la escena ya no era sobre el escenario), siendo testigos de esta pequeña obra de teatro dentro de nuestra obra. Me acuerdo que en ese momento yo pensaba: “¿Por qué está pasando esto?, ¿Por qué me pasa a mí?”  

En un momento me paré en medio del escenario, me hice visera con las manos (tenía los tachos de luz encandilándome) y le pregunté al hombre cómo se llamaba. La cuarta pared se rompió por completo. El chico, al que llamaré “mi Yannick” tenía poco más de treinta años, estaba vestido con jean, buzo y campera con capucha y estaba sentado en la zona media de las butacas, con la piernas bien abiertas ocupando el mayor espacio posible. Su actitud era relajada, desafiante y aplomada como la de un director seguro que sabe lo que quiere. Le pregunté quién era y mi Yannick me dijo que eso no era importante, lo importante era que nosotros estábamos haciendo las cosas mal y que él necesitaba decirlo por respeto al público y porque creía que lo mejor era volver a empezar la función. 

Le dije que lo entendía (mentira) y le pregunté si había pagada la entrada, mi Yannick me dijo que sí, entonces lo invité amablemente a que se retirara. Él dijo que no se quería ir, pero que si alguien lo sacaba, no tenía ningún problema. Entonces salí del escenario, me metí en la platea, lo agarré de la campera y me lo llevé mientras mi compañero seguía en el escenario, en la cama, leyendo el diario y el público mudo miraba atento lo que pasaba. De hecho más tarde un amigo me dijo: “Yo no sabía qué hacer, me quedé helado. Si la obra era así, estaba buenísima”.

Volviendo a la película, una de las cosas que más gracia me causó fue que uno de los actores, el protagonista, no soporta perder el protagonismo y hace cosas para recuperar el lugar perdido y justamente eso lo convierte en un ser patético y ridículo, hasta que en un momento es el mismo Yannick el que pide un aplauso para este actor y por primera vez vemos verdad en él: lo único que buscaba era eso, el reconocimiento. 

La película indaga en los egos y vanidades no sólo de los artistas que supuestamente se distancian del público, sino que funciona como un chiste agridulce sobre los consumos culturales. Y vuelvo a Yannick. Ese chico que finalmente termina escribiendo su obra de teatro para que actúen los actores y termina arriba del escenario dirigiendo su propia puesta. Y me quedo con su cara, su rostro obnubilado de boca entre abierta, fascinado ante la escena que transcurre frente a sus ojos ilusionados y brillosos, me quedo con el placer que siente al escuchar en boca de esos actores, sus propias palabras, riéndose, gozando del aplauso del público del que ahora forma parte porque en el fondo él, los actores de su escena, el público, mi propio Yannick y yo, todos, todos queremos lo mismo, que nos quieran un poco. Porque quizás haya más amor por el arte en aquel que lo cuestiona que en aquel que se ríe de las gracias.

GH/DTC

Etiquetas
stats