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OPINIÓN

A propósito de “Los Copitos” y “Revolución Federal”

Incidentes en la cercanía de la casa de la vicepresidenta
10 de noviembre de 2022 12:39 h

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A los casos públicamente conocidos como “Los Copitos” y “Revolución Federal” se los puede pensar en dos niveles. Uno estrictamente jurídico. El otro como punto de partida para extraer conclusiones sobre el desempeño del régimen político en el plano de la seguridad y la justicia. Me voy a concentrar en el segundo y solamente en tres dimensiones: el control de las calles por parte del poder administrativo; las formas en que el sistema judicial rinde cuentas frente a los ciudadanos, y el impacto de los vetustos reglamentos judiciales en la eficacia de las investigaciones.

Paso por alto los detalles sobre los hechos en sí mismos. Solo aclaro que cuando menciono a “Los Copitos” hago referencia al intento de asesinato de la Vicepresidente de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner. Cuando hablo de “Revolución Federal” apunto al grupo cuyas acciones se investigan en la justicia federal de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires por hechos vinculados al orden público.

El desarrollo de esos sucesos revela los problemas de las autoridades políticas para controlar las calles. Muchos tenemos grabadas en las retinas las imágenes del 18 de agosto cuando “Revolución Federal” arrojó antorchas encendidas a la Casa Rosada. La policía reaccionó después, con gases lacrimógenos. También recordamos las del sábado 27 de agosto. Ese día, seguidores de Cristina Kirchner coparon la esquina de Uruguay y Juncal. Las fuerzas de seguridad intervinieron cuando las calles estaban inundadas de gente. Arrojaron agua con un camión hidrante, pero los manifestantes no dejaron de cantar y bailar. Las tensiones se agudizaron y el 1 de septiembre vimos por televisión a una persona apretando el gatillo en la cabeza de la Vicepresidente de la Nación.

La secuencia de hechos es elocuente. Las fuerzas de seguridad actuaron como espectadores privilegiados. Intervinieron cuando los hechos se habían convertido en delitos. Es decir, cuando el Estado ya no tenía chances de prevenir sino solo de juzgar y sancionar. Esa forma de acercarse a los conflictos es un patrón común. La policía no previene pero más tarde realiza cargas para recuperar el control. Ese hiato entre el origen de los sucesos y la intervención pública requiere una reflexión.

La policía es soberana en las calles y debe impedir que se cometan delitos. El concepto de orden integra el monopolio legítimo de la fuerza que es patrimonio del Estado.

Es que el ejercicio del monopolio legítimo de la fuerza, que es inherente al Estado nación en los tres niveles de gobierno, no significa que las alternativas se limiten a la tolerancia absoluta o la represión sin medias tintas. En medio de esos polos, las policías de seguridad (que dependen del poder ejecutivo) tienen el deber de administrar el orden en las calles ¿Qué significa administrar? Significa que en la vía pública la policía es la mano visible del poder del Estado. Deben ejercerlo de acuerdo con las capacidades que les asigna la ley. Tienen el deber de intervenir desde el principio para asegurar que todos los ciudadanos puedan ejercer sus derechos. Y, esto es importante, en ningún caso necesitan la autorización de la justicia penal. La policía es soberana en las calles y debe impedir que se cometan delitos. El concepto de orden integra el monopolio legítimo de la fuerza que es patrimonio del Estado.

La segunda dimensión está relacionada con los mismos acontecimientos. La espiral de violencia se agudizó, los hechos se consumaron e intervinieron los magistrados de la justicia federal. La noticia trepó a la cima de la agenda pública. Muchos ciudadanos reclamaban el derecho constitucional a recibir información de parte de las autoridades judiciales. Sin embargo, el sistema judicial permanece en un fango comunicativo. Es razonable que los magistrados que llevan adelante las investigaciones guarden silencio. No obstante, ello no puede extenderse a la institución judicial en su conjunto. En hechos de semejante trascendencia pública, los sitios web del Poder Judicial y del Ministerio Público Fiscal se revelan insuficientes. En esos supuestos, es necesaria la palabra institucional para que los ciudadanos reciban información directa de sus servidores públicos como lo exige el artículo 1 de la Constitución Nacional.

Es que el silencio institucional no impide que algunas cuestiones sean parte de la conversación pública. Frente a la ausencia judicial, la conversación se desarrolla envuelta en enunciados atravesados por intereses particulares. Cada actor presenta su versión. El resultado socava las bases de la república democrática, porque dichas perspectivas particularistas pujan por imponer un régimen de verdad parcial. Una verdad que, irónicamente, se atribuye al sistema judicial que no habla. El resultado es cantado. Aumenta el descreimiento en la palabra de los jueces y fiscales por que el sistema judicial permite que intereses particulares hablen en su nombre. En consecuencia, es el propio Estado el que empuja a los ciudadanos a alejarse de la apuesta democrática porque construye barreras comunicativas.

La última dimensión tiene que ver con los reglamentos judiciales. La pregunta cae por peso propio ¿Cuál es la relación con la labor policial en las calles y con el déficit comunicacional de la justicia? Lo explico.

Tanto el caso de “Los Copitos” como el de “Revolución Federal” tienen un alto impacto social. Vivimos tiempos en los que la información circula a mucha velocidad. Esa velocidad retroalimenta la necesidad de respuestas más rápidas. Nuestra administración de justicia tiene problemas con sus temporalidades. Cualquier ciudadano que directa o indirectamente interactuó con la justicia conoce de primera mano la mora judicial. Es cierto que el trabajo de los jueces y fiscales no puede estar subordinado a los ritmos de la circulación de las noticias. Pero tiene que existir un punto medio, capaz de balancear los ritmos de las investigaciones con la necesidad de cumplir con el deber de informar a los ciudadanos.

El 22 de septiembre la jueza Eugenia Capuchetti solicitó a la Corte Suprema de Justicia de la Nación que refuerce los medios materiales del juzgado. La jueza buscaba mayor eficacia en su trabajo. Pero, ¿por qué la jueza tiene que recurrir a la corte? ¿No hay una forma más ágil? La verdad es que no. Los reglamentos son rígidos. Cuando un juzgado esta pasado de trabajo, necesita que la corte (o la procuración general para los fiscales) autoricen la incorporación de más personas. Puede pasar, incluso, que el juzgado vecino esté más aliviado y que por compañerismo algunos quieran colaborar con sus pares. Pero no pueden hacerlo ¿Hace falta una ley para simplificar eso? No.  Hace falta que las cabezas de las instituciones judiciales fomenten, mediante simples reglamentos, la cooperación.

Tengo claro que los desórdenes en las calles, la relación entre las instituciones judiciales y la sociedad junto a los problemas de diseño institucional del aparato judicial, son más complejos. Pero el camino para enfrentarlos no siempre tiene que ver con hipótesis de máxima que busquen cambiar absolutamente todo. Existen algunas formas de mejorar paulatinamente nuestra alicaída vida pública. Las contracciones en una sociedad y la puja de intereses son inevitables porque ejercer las sagradas libertades genera ruidos. Sin embargo, algunos pequeños ajustes ayudarían a vivir mejor.

Por ejemplo, las relaciones en las calles serían diferentes si, como busca la Constitución, estuviesen mediadas por las leyes. Para ello es preciso que las policías intervengan antes que los delitos ocurran. Detener la violencia en las calles exige aplicar las leyes. Para ello, las autoridades políticas de los poderes ejecutivos tienen que exprimir las capacidades legales de sus fuerzas de seguridad.

Algo parecido ocurre con la palabra judicial. Recuperar su credibilidad llevará tiempo. Pero el primer paso es construir puentes con una sociedad ávida de respuestas. Ese puente solo lo pueden construir las palabras que no usa una institución que, irónicamente, trabaja con palabras. Por ello el sistema judicial necesita hablar, necesita hacer docencia para que los ciudadanos conozcan los cimientos de sus resoluciones. El aparato judicial debe además, crear los incentivos institucionales necesarios para fomentar la cooperación interna de sus integrantes. Así, los magistrados podrán hacer su trabajo más rápido y mejor.

FD

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