Sobre el pudor y el dinero
Todo esto comenzó en las redes sociales, como suelen comenzar las cosas que marcan “lo real” en nuestros días de pandemia y existencia. Y todo arranca con unas palabras e ideas que Tamara Tenenbaum escribió en su columna “El dinero cuenta otra cosa” el 6 de febrero en ElDiarioAR.
«El hecho de que no exista un concepto de “buena película” compartido por todos los adultos es solo una cuestión de gustos; nuestras diferencias en la percepción de lo que es mucho o poco dinero hablan, en cambio, de distancias menos triviales. Lo intuimos, y por eso nos incomoda. No es mera pacatería, no es falta de costumbre, y tampoco es solamente que sea de “mal gusto” hablar de plata; históricamente, por caso, fue de mal gusto hablar de sexo, y hoy nos resulta infinitamente más fácil que hablar de dinero. »
Leía estas palabras y rápidamente tuve un flashback a mi infancia. Cada vez que estábamos en un restaurante, en un local de ropa o en un supermercado y mis viejos tenían que hablar de dinero, de si era caro o barato lo que iban a pagar, comenzaban a hacerlo en hebreo. De alguna manera, mientras relato aquí mi recuerdo, entiendo que comencé a aprender la lengua de mis judaísmos como una evasión, como la forma de evitar una charla sobre “plata” adelante de un otro que no sea de la familia, en público. Y también me hace sentir el pudor que experimentaba ante ese escenario porque me daba mucha vergüenza: de pronto los padres delante de alguien comienzan a hablar en otro idioma: ¡era obvio que hablaban de la guita! o que por lo menos hablaban de algo que no querían que sea entendido por ese alguien.
Hablar de guita delante de otro es pudoroso: como bien dice Tenenbaum, nunca sabés la situación de aquel que escucha sobre tu dinero. Si su sueldo alcanza para una cena donde estamos comiendo; si lo que estás pagando un pantalón equivale a lo que le envía a su familia en otra provincia o país; si lo que para vos es caro, para el otro es carísimo; si pensás que te está cagando con el precio y lo comparás a la misma compra que hiciste una semana atrás en otro local.
Hablar de guita en público es pudoroso porque inmediatamente nos compromete con la situación económica, social y cultural de un otro.
Casi en la misma fecha pero dos años atrás, el 9 de febrero de 2019, Tamara había publicado un nota llamada “Profesionales del orden: furor por los servicios que mantienen la casa organizada” sobre la, en aquel tiempo afamada, Marie Kondo. Para esa nota me había consultado sobre mi opinión de su programa y sus propuestas económicas. Como todo texto de Opinión en un diario, el autor va tejiendo su voz con las voces con quienes dialoga, retomando y discutiendo esos postulados. Tenenbaum lo hizo con maestría, mostrando las diferentes capas que se pueden construir sobre un mismo problema, y que ahora vuelve a retomar dos años después: el dinero y nuestro tiempo.
La Historia de la Filosofía occidental está determinada por la búsqueda del orden frente a los avatares históricos marcados por el caos y las revoluciones. En el fondo, más allá del hecho político, lo que está en juego es el problema de la incertidumbre. Y como sabemos, la gran pregunta, la incertidumbre que desvela al ser humano desde que tomó conciencia de su humanidad, es la muerte y la finitud de la existencia material. Desde allí, la Historia Universal está marcada por los intentos, bastante fallidos, de achicar y encerrar lo más posible esta aporía.
Así se edificó un orden sostenido sobre la ficción de la soberanía de la razón y la idea del ser humano como un ser racional que persigue el bien común. En este sentido, la razón se transformó en el ideario y guía del pensamiento filosófico “hegemónico” y de “lo político”, mientras que en su discurrir dejaba de lado o solapaba los pensamientos basados en la incertidumbre y en la imposibilidad de nuestro lenguaje para dar respuestas sobre la existencia o la finitud. Tal vez uno de los casos históricos más representativos fue el del Positivismo europeo del siglo XIX que pregonaba, ante el caos desatado por la Revolución Francesa y sus herencias, la posibilidad de construir una Teoría General del orden y el progreso. Una Teoría que se extendió a todos los recovecos del pensamiento, desde la naciente Sociología a la Filosofía o la Teoría de gobierno. Sin embargo, y como la Historia nos ha demostrado, toda Teoría que busca volverse absoluta, se convierte en totalitaria y termina fracasado. A pesar de ello, esta búsqueda fue –y es– un síntoma de las necesidades del ser humano para apalear la incertidumbre y el miedo a lo inexplicable. Y, al mismo tiempo, nos ha dejado en el Capitalismo un sistema sostenido por la “necesidad” del consumo, la acumulación y la insatisfacción.
Si el Capitalismo es la Religión moderna, como escribió Walter Benjamin en un pequeño y extraordinario texto, entonces el consumo ininterrumpido, la acumulación y el exceso, se transforman en el daño colateral que debemos aceptar o solucionar. En cuanto a la culpa por el consumo, el filósofo judeo-alemán señaló, no sin ironía, que los sacerdotes de nuestro tiempo eran los psicoanalistas, aquellos que hacen que la culpa se extinga para poder seguir consumiendo. El problema que no llegó a desarrollar, ya que es un proyecto inacabado, es lo que ocurre con lo que va quedando acumulado: las cosas que forman parte de lo guardado u olvidado.
Siguiendo por esta línea de razonamiento, el ejemplo de Marie Kondo –y sus métodos– se vuelven un dispositivo de poder sobre la culpa y la cosa acumulada. Es decir, encaja perfectamente en un mundo capitalista que necesita ordenar y aprender a arrojar (“desechar”) lo que sobra para que, a la larga, se pueda seguir consumiendo. Otro elemento interesante en base al “proyecto Kondo” que no dista en mucho de la lógica moderna del consumo y el mercado, es una reflexión sobre el pasado. Entiendo que el pasado es lo mismo que el olvido, y es por ello que somos nosotros los que debemos actuar, subjetivamente o institucionalmente, sobre el pasado rescatando en la memoria datos, recuerdos y experiencias para testimoniar nuestra existencia. Los “tesoros de la memoria” son, entonces, el símbolo de un recuerdo, la huella de un tiempo que ya no existe. Cuando Kondo propone liberarse de los objetos “obsoletos” y acumulados, lo que realmente está proponiendo es arrasar con la memoria, con la historia subjetiva, para que podamos liberarnos a habitar el presente con mayor ligereza: para habitar el consumo sin anclas ni remordimientos. Si todo lo sólido se desvanece en el aire, así también el pasado y la Historia.
Sin embargo, y ahora me doy cuenta de ello, desde la Revolución industrial y el avance del Capitalismo como modo de vida moderno, el nomos oculto del poder soberano no ha sido ni la religión institucional y practicada de forma privada, ni el Estado nación que actúa en lo público, sino el dinero, la guita, la plata, los morlacos, o la rúculeta, citando esa magistral definición de Quiosquini, ese personaje emblemático de Migue Granados.
Creímos que con el dinero se podía comprar todo, hasta la muerte. Que realmente podíamos venderle el alma al Diablo, en una transacción comercial, a cambio de la inmortalidad. Creímos que Drácula podría vampirizarnos a cambio de los dólares que ya tenía. Y sin embargo, ni el dinero, ni el Diablo ni Drácula, nos pueden comerciar algo que va en contra de nuestra naturaleza humana: la muerte. Lo vampirizado es el dinero.
También imaginamos, resignados por el mundo que supimos construir, que si la felicidad es excepcional y pasajera, el dinero podía sostenerla. La felicidad se puede comprar con dinero, pero ningún dólar puede convertir la felicidad en un estado de existencia, sino que nos permite esconder el vacío de la incertidumbre tras los ropajes, italianos o franceses, que visten al Capitalismo como Religión. Pagar significa existir, y existir en el dinero siempre es a costa de un otro: para comprar alguien tiene que vender, y vender es ponerle precio a nuestra “obra”, “profesión”, “servicio”, “producto”; vender se convierte en la pérdida de una parte de nuestra subjetividad. En el mercado, en la transacción, perdemos algo nuestro, experimentamos algo de esa finitud que intentamos esconder creyendo que los procesos de creación nos vuelven eternos.
En este mundo nada es eterno a excepción del dinero.
Si el dinero es el medio y la transacción el acto, entonces el pudor de “hablar de guita en público” es, quizá, el último rasgo de humanidad de lo humano, una huella ética que nos detiene, aunque sea por un instante, de no mostrarle a ese otro que ha perdido algo de su ser, que es ahora aún más mortal de lo que era y que pertenece, como cada uno de nosotros, a la lógica que vuelve intrascendente su existencia al mismo tiempo que alimenta y refuerza más al dinero como parámetro de vida. Tener pudor no debe sonrojarnos sino recordarnos ese instante, excepcional y pasajero, que a veces llamamos “felicidad”.
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