Reforma judicial en Argentina: contra las certezas robóticas y el cinismo fierita
De los muchos acuerdos a los que llegamos en Argentina a lo largo de los años, hay uno particularmente fértil: aquel sobre el rol del derecho que sellamos en 1983. A diferencia de otros países y mucho antes que ellos, Argentina definió su evento de mal radical como una “violación masiva y sistemática de derechos humanos” y lo enfrentó con la justicia. Lo hizo, por un lado, en busca de la verdad como evidencia en juicios para eventualmente castigar los delitos cometidos y, por otro, a través de una reconfiguración de su práctica jurídica. La primera reacción tiene su historia de vaivenes y es más conocida. La segunda, aunque más poderosa, está oculta bajo discusiones técnicas y desdibujada en estruendosos diálogos públicos.
Antes, la enorme mayoría de nuestros conflictos judiciales se decidían con los Códigos. Se estudiaban sus textos en las facultades, de memoria, y se aplicaban (con la ayuda de unos pocos tratados y manuales) a los casos. La práctica iniciada en el siglo XIX imponía a las profesiones del derecho, en particular del Poder Judicial, un rol meramente técnico, neutral, apolítico. Una sentencia era como un razonamiento deductivo: premisa mayor la ley (si alguien mata, va preso), premisa menor los hechos (X mató), conclusión la sentencia (X va preso). Una justicia de robots (que actúa como la boca de la ley, no como su cabeza). La independencia judicial en este paradigma consiste en alejarse de la política, y la seguridad jurídica equivale a calidad técnica. La ciencia del derecho brinda previsibilidad. Si alguien quiere cambiar algo tiene que cambiar la ley en el Congreso. La decisión política de adoptar este sistema estaba en línea con la necesidad de homogeneizar el derecho en todo el país y brindar seguridad a las personas inmigrantes. El mundo, deslumbrado con la codificación, ayudó, y la alquimia fue un éxito. Por un tiempo.
Cien años después, ese paradigma nos traicionó. Trastabillaba ya desde comienzos del siglo XX. No fueron suficiente salvaguarda los tratados de los doctrinarios, las reformas de los Códigos ni algunas intervenciones excepcionales de la jurisprudencia de los tribunales. Los derechos sociales lo interpelaron en los años 30 y 40 , la inflación lo sacudió en los 60, y la violencia lo destrozó en los 70. Los habeas corpus rechazados fueron el símbolo de esa traición. Jueces y juezas que decían defender el derecho preguntaban a dictadores si sabían dónde estaban las personas que desaparecían y, cuando el “poder ejecutivo” les mentía, aplicaban los códigos en medio de la peor violación de derechos de nuestra historia. Robots que no renunciaban a serlo.
En 1983 ingresan los derechos humanos. Como toda reconfiguración, lo que estaba en los márgenes se corre al centro: los derechos de la Constitución y, sobre todo, los procesos que los hacen efectivos son ahora el corazón de la práctica jurídica. Además de la ley, la Constitución es fuente de derecho, ya no más “carta de navegación”, ya no más derechos “programáticos” que deben esperar la graciosa intervención del Congreso y del Ejecutivo para hacerse efectivos, ya no más “doctrina de facto” o “cuestiones políticas no justiciables”. Ahora las decisiones que impactan en la vida de las personas deberán ser analizadas no solo a la luz de la ley, sino también de los mandatos constitucionales. La Corte Suprema permitió a las personas divorciadas volver a casarse, habilitó a tener estupefacientes para consumo personal, y lo hizo contra el Código, con la Constitución, a dos años de la dictadura.
El año 1983 inaugura un “momento constitucional” con todo y movilizaciones, cambios de jurisprudencia y hasta una modificación del texto mismo de la Constitución en 1994 que no hizo más, en este tema, que aceptar y profundizar esta reconfiguración. Pero luego de toda reconfiguración debe sobrevenir la articulación de la nueva práctica. Cambian los roles, cambian los instrumentos que se utilizan. Cuando cambia un ethos, una cultura, alguien tiene que mostrar la forma que adquiere esta nueva práctica. Las profesiones del derecho y las organizaciones de la sociedad civil hacen intentos por articularla: amparos individuales y colectivos, audiencias públicas, deliberación en las agencias del ejecutivo y del judicial, juicio por jurados, acceso a la información pública, lenguaje claro, audiencias en las cámaras del Congreso, notificación previa, deliberación sobre la idoneidad de las candidaturas, casos judiciales que fuerzan cambios estructurales, un mundo nuevo.
El problema es que el viejo mundo se niega a morir, y al nuevo lo amenazan quienes pretenden banalizarlo. Todavía quedan viudos y viudas de la codificación que lloran su pérdida y aún proponen volver a un mundo que ya no está: son quienes enarbolan la independencia técnica, la separación estricta de poderes, Consejos de la Magistratura en manos de quienes “saben”. Tan ingenuo es el planteo que resulta razonable la desconfianza: disfrazado de necesidad científica, proponen robots que repitan el software.
En el otro extremo están quienes celebran el ejercicio desnudo del poder y descreen del derecho como límite a las personas que lo detentan; quienes, ante la deliberación política de la democracia constitucional, no ven otra cosa que el ejercicio de la fuerza. Si no hay dios, todo está permitido; si no hay más Códigos, no hay más códigos; si todo es interpretable, el derecho es un mero ejercicio de voluntad. “Justicia independiente es la que no depende del enemigo sino de mí. El derecho es un medio para lograr mis fines, mi particular sentido de la justicia o el aumento de mi patrimonio. El derecho es poder, fierita”.
El verdadero derecho muere en ambas posibilidades. Si el derecho es un texto que se aplica automáticamente, ¿para qué los procesos judiciales? Si el derecho es el ejercicio del poder desnudo, ¿para qué las normas?, ¿para qué votar? El derecho de la democracia constitucional es una práctica compleja. Cuando surge un conflicto, alguien lo denuncia y se proponen soluciones, se produce información que luego se contrasta, se generan argumentos y se los discute, se toma una decisión por mayoría y se la obedece, salvo que alguien encuentre razones para considerar una excepción, por ejemplo en base a la Constitución o porque su caso no está dentro de los contemplados. Si el conflicto escala, para no echar mano de la violencia se acude a los tribunales que toman una decisión en base a la ley, la Constitución y los acuerdos que, sobre casos parecidos, se dieron en el pasado; una decisión que, además, se controla en varias instancias, hasta que las instancias se agotan. ¿Termina todo ahí? Evidentemente no. Alguien comienza de nuevo con argumentaciones en los medios o en las redes; arma un partido, gana las elecciones, dicta una nueva ley que deroga la anterior, y todo vuelve a comenzar. ¿No le gusta? Pruebe con una dictadura.
Para evitar los robots y los fieritas se deben asumir las prácticas de la democracia constitucional: aumentar la calidad de la información, multiplicar los espacios de deliberación, publicar las decisiones. En especial hacer conocer los fallos de los tribunales y construir jurisprudencia consistente; educar a quienes operan este sistema para operar este sistema y no en una práctica muerta; controlar la calidad de la práctica jurídica mediante la ética profesional, sin chicanas, mentiras ni mercantilización de la profesión; aumentar la legitimidad de la autoridad sobre la base de la confianza de la gente: escuchando su voz, hablándole claro, tratándola con respeto y pareciendo (no solo siendo) imparcial, independiente y justo.
El derecho es una práctica social compleja, es una forma de leer colectivamente textos a los que dimos autoridad. Está lejos de las certezas robóticas y del cinismo fierita. Mediante la verdadera práctica del derecho, luego de años de discusión, o con acuerdos claros, se generan casos simples sobre los que tenemos la certeza de que no cabe demasiada equivocación. Cada tanto hay casos que no previmos, que nos llaman a volver a deliberar. Con el tiempo estos casos serán fáciles, hasta que venga alguien y nos obligue a volver a discutir aquello que creíamos zanjado. Una reforma judicial en Argentina, siempre que sea concebida de manera integral y no sesgada, es contribuir a aquella muy necesaria reconfiguración del derecho que logramos en 1983. Algo de lo que podríamos enorgullecernos, si tan solo nos lo tomáramos en serio.
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