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¿De qué sirve escandalizarnos con Alberto?

El exsecretario de Obras Publicas, Jose Lopez, condenado enriquecimiento ilícito y portación ilegal de un arma y protagonista del escándalo de los bolsos.
10 de agosto de 2024 00:06 h

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El presidente que vino a “poner fin al patriarcado”, el que creo el Ministerio de la Mujer e impulsó una ley despenalizó el acceso a la interrupción voluntaria del embarazo, resultó ser el mismo sujeto que ejercía violencia contra su mujer. El mismo que en plena cuarentena cargó con toda su furia contra el surfista rebelde por cadena nacional, anunciando que se “acababa la Argentina de los vivos”, resultó ser el que participaba de las fiestas de Olivos en plena época de restricciones, pandemia mediante.

Para entender por qué Alberto nos escandaliza, al punto de gritar a los cuatro vientos lo distinto que somos de él, necesitamos primero entender qué es un escándalo, como funciona y para qué sirven en una democracia, si es que sirven para algo. 

En primer lugar, los escándalos políticos son procesos comunicacionales confrontativos que ocurren en los medios de comunicación, donde la reputación de un político es cuestionada por una acusación que dispara reacciones públicas de indignación. Son eventos secretos que involucran algún tipo de transgresión (como hechos de corrupción, abusos de poder o escándalos personales o sexuales) que los medios de comunicación los hacen conocidos para terceros no intervinientes, y que son lo suficientemente serios como para requerir una respuesta pública. 

Los escándalos requieren de una acusación verosímil, sea real o no, sobre la violación de una norma, moral y/o legal, que causa conmoción en la audiencia, o por lo menos una controversia pública. 

Como si se descubriera el velo que oculta el secreto ejercicio del poder, y asistiéramos estupefactos al horror de la carnicería de la política (y, sobre todo, de los políticos). Como si nos permitieran ver, por un ratito, como es el verdadero rostro de los poderosos. De allí el legítimo morbo por ver los videos del ascensor del presidente, por leer sus mensajes privados de WhatsApp o escuchar sus audios. Por un ratito nos dejan espiar por la hendija de aquello que nunca van a querer mostrarte. Es la revancha del votante a la cuidada construcción marketinera de la imagen pública. 

En segundo lugar, los escándalos permiten a la ciudadanía castigar las conductas impropias de los políticos por medio del escarnio público, delimitando una frontera moral clara para el ejercicio del poder. “Esto está tolerado” y “esto no está tolerado”. Por eso, los escándalos son, en esencia, un movimiento conservador que se apega a la vigencia de las normas sociales y restituye el carácter vinculante de las mismas por medio del castigo público, del estigma. 

Pero como proceso comunicativo, también ofrecen una forma de entretenimiento, donde la audiencia, como espectadores, deben definir la responsabilidad y la culpa de los acusados de haber cometido las infracciones. Por eso son movimientos de abajo hacia arriba, una reacción de indignación de los plebeyos contra los de arriba. Es la escenificación del distanciamiento emocional de los representados con sus representantes. Es la prueba más cruda de la infidelidad, de la traición, del puñal en la espalda. 

Es, también, la oportunidad de sacarse sin demasiadas culpas, la mochila de una relación que ya venía desgastada. Por eso los mayores ataques y reproches vinieron desde los mismos sectores kirchneristas. No hay mayor defaulteado que quien apostó por esa opción. 

Thompson señala que, en los escándalos, la hipocresía del ciudadano escandalizado se manifiesta en un apego público a las normas, pero que no siempre tiene su correlato en el ámbito de lo privado. Suelen ser temporadas de misóginos machistas aliados mostrando su indignación en las redes sociales. Si solo se indignaran los fieles al matrimonio, el escándalo de Alberto no llegaría ni a la categoría de modesta polémica de chimento

Pero si analizáramos la hipocresía de los opositores, de aquellos que directa o indirectamente se benefician políticamente del shock moral, los niveles de hipocresía llegarían a niveles exorbitantes. El vocero Adorni recordando los teléfonos de atención a las víctimas de violencia de género luego de haber prácticamente cerrado el 144, es un ejemplo cabal de esa hipocresía ramplona. 

El vocero Adorni recordando los teléfonos de atención a las víctimas de violencia de género luego de haber prácticamente cerrado el 104, es un ejemplo cabal de esa hipocresía ramplona

Los escándalos son noticias que conmocionan, al colonizar la agenda de los medios y permeando todas las redes sociales con una alta dosis engagement emocional y reacciones afectivas. Las más bajas y abyectas en la mayoría de los casos. Las menos razonadas, sopesadas, o con la necesaria distancia del juicio justo. Son oportunidades, en definitiva, de hacer escarmentar con impunidad a quienes quedaron en la picota. Esto sin desmerecer en nada la sincera conmoción moral de los sorprendidos. 

Los memes terminan de diseminar la información hasta los más recónditos espacios de la comunicación intersticial, informando a hasta aquellos, que por decisión o por omisión, estaban al margen de la conversación, o preferían estarlo. Los memes son dosis anestesiadas por el humor de lo más sórdido de lo real.  

No existe sociedad liberal democrática en la que los escándalos no jueguen un papel central para el restablecimiento de las normas, convirtiéndose en instituciones informales de control político. Por eso, las normas que las sociedades eligen o no problematizar no son un aspecto menor del debate. 

Hasta ahora, la sociedad argentina, prefería mirar con desdén los intentos de escandalizar aspectos privados de los políticos, como son los escándalos sexuales. Siguiendo más la tradición francesa que la norteamericana, los escándalos de corrupción o de abuso de poder eran aquellos que podían llegar a movilizar algún tipo de indignación con mayor éxito mediático: como los bolsos de López o las escuchas ilegales a familiares del ARA San Juan. Los escándalos de alcoba quedaban para la comidilla del rumor anecdótico. 

Alberto Fernández, verdugo auto declarado del patriarcado, por traición a las banderas y a los necesarios debates que instaló el feminismo, puso de manifiesto que lo personal es político y que lo político es personal

Pero Alberto Fernández, verdugo auto declarado del patriarcado, por traición a las banderas y a los necesarios debates que instaló el feminismo, puso de manifiesto que lo personal es político y que lo político es personal. Y que, en definitiva, si uno propugna determinados valores morales en la esfera pública, luego debe ser capaz de soportar el escarnio del juicio público si se los traiciona. 

Este escándalo debe servir para condenar las conductas de los hombres mancillados por la deshonra; pero, además, y más fundamental aún, para volver a poner en valor la necesaria discusión sobre el machismo, el patriarcado, la violencia implícita y explícita hacia las mujeres y la persistencia horrorosa de la violencia de género. Debiera servir además para que los medios de comunicación se anoticien de los protocolos de tratamiento de estas noticias para no revictimizar a la víctima. 

Pero fundamentalmente, si este desagradable espectáculo del escándalo servirá para algo, es justamente para volver a discutir la necesidad de contar con instituciones públicas que incorporen la perspectiva de género para construir una sociedad de verdad más igualitaria. Y que el 104 funcione y brinde contención a las personas que lo necesitan. 

Este oportuno escándalo para el oficialismo, que tapa los horrores de las visitas a genocidas, de la miseria creciente, de la violencia permanente; les marca también un límite a ellos, a sus discursos misóginos y al desdén exagerado por la injusticia que la agenda de género ha visibilizado y problematizado.

Los autores son politólogos y especialistas en comunicación política.

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