Un suicidio cada 40 segundos
Un suicidio cada 40 segundos. Cerca de un millón por año. Casi el 80% en países de ingresos medianos a bajos. Segunda causa de muerte en adolescentes de entre 15 y 19 años en todo el mundo.
En la Argentina, otro tanto; un país en el que se suicidan más de 3 mil personas por año (u 8 por día), más hombres que mujeres y más en las provincias del Sur que en el resto del territorio.
En 2020, récord en Japón (más muertos por suicidio que por Covid-19). Es el país que desde 1978 mejor informa al mundo sus números y activa fuertes planes de prevención.
En Europa Central, aumento entre el empresariado y los estudiantes.
A cuenta de la división racial del acceso a la salud y según varias investigaciones, duplicación del número de personas negras que se suicidaron el año pasado.
Y así.
El cruce de datos de la Organización Mundial de la Salud, UNICEF, Ministerios de Salud de buena parte del mundo, numerosas universidades, ONGs expertas y algunas pocas notas perdidas, no dan lugar a dudas: al periodismo tradicional la pandemia del suicidio no le sirve. Antes, ese periodismo no hablaba del asunto porque el objetivo era no promoverlo. Pero ese paradigma cambió: desde hace años, las recomendaciones institucionales sugieren plantear el tema y acompañarlo con determinadas prerrogativas.
Cuando es terminal y no es agónica, la desesperanza no rinde. Cuando el hartazgo y la sensación de fin parecen no admitir repetición periodística alguna, la cobertura muere al nacer. Cuando el peso del presente obliga a diseñar nuevos esquemas narrativos, mejor concentrarse en aquellas fábricas de muerte ya conocidas, pérdidas públicas cuyo hándicap siempre es acompañado por las audiencias: el homicidio en ocasión de salidera bancaria, el asesinato en situación “barrabravística” y en menor medida, algunos femicidios.
Cuando el peso del presente obliga a diseñar nuevos esquemas narrativos, mejor concentrarse en aquellas fábricas de muerte ya conocidas, pérdidas públicas cuyo hándicap siempre es acompañado por las audiencias
A diferencia de la “decisión personal” de morir -considerada ya por muchos Estados problema sanitario de alcance colectivo, nada individual- las muertes “narrables” tienen desenlaces clásicos que garantizan tratamientos diarios y prefiguran rutinas gimnásticas para comunicadores. En cambio, como alguna vez señaló la antropóloga Rita Segato, el suicidio suele guardar como mensaje final un “No va más” aplanador, “un basta” que parece clausurar el análisis. A los medios no les sirve. Enfrente, otras muertes violentas le anticipan a la industria informativa que hay negocio para rato. Mercancía de sobra con responsables directos a identificar. Si hay delito, hay ley y si hay ley arranca la novela. Con el suicidio, en cambio, la novela empieza y termina sin arrancar. Sin ley. De allí la sobreproducción de periodistas (hombres) abocados a “los policiales”, capaces de hacer entrar en la misma matriz el asalto a un jubilado y la violación en manada, como si sólo de la confianza con comisarios y fiscales dependiera una comunicación responsable. Como si solo la muerte a manos ajenas fuese un problema social.
Contar cómo es vivir con el riesgo inminente de morir, pero nunca contar cómo es vivir con el riesgo inminente de querer matarse: allí estriba la diferencia, tan insólita como lógica (lógica para el tráfico de duelos en cuestión). Durante décadas, en redacciones y afines, la palabra “suicidio” fue sometida a un transformador eufemístico automático. Los cuerpos “aparecían muertos” tal como solía leerse. O “se quitaban la vida”, nunca se suicidaban. Para ejemplo local, alcanza (y cuánto) el del cardiólogo René Favaloro, que en julio de 2000 “apareció muerto” en el baño de su casa. En una carta anterior al hecho, tras denunciar la corrupción del aparato político, médico y gremial, Favaloro anota “Me siento solo (…) No puedo cambiar. No ha sido una decisión fácil pero sí meditada. No se hable de debilidad o valentía (…) Sólo espero que no se haga de este acto una comedia. Al periodismo le pido que tenga un poco de piedad”. Cierto periodismo, de inmediato, culpó a su secretaria, de quien dijeron el médico “estaba enamorado”. Años antes, con el conductor Daniel Mendoza y su por entonces compañera en el ciclo “Desayuno” Andrea Frigerio, mismo manual de misoginia aplicada.
Modos obsoletos y previos a las redes, claro. Esto es, previos al relato público de la experiencia personal. Aquellos eran días en los que se temía el efecto “contagio” (al que que no se le teme, misteriosamente, con los femicidios) y eran días de brutal simplificación. Por la novela Las penas del joven Werther (1774) de Goethe, aparecieron muertos muchos jóvenes con el libro en la mano y vestimenta similar a la del protagonista. Casi 20 años después, Mozart estrena en Viena La flauta mágica. Allí asoma Papageno, vendedor de pájaros repleto de vitalidad que teme haber perdido a su amor y decide matarse. Sin embargo, tres hombres le muestran alternativas varias y lo convencen de lo contrario. De eso se trata: comunicar para pasar del escondite a la prevención. Prevenir nunca es esconder.
No obstante, tres siglos después, la mayoría de los medios de comunicación sigue sin leer a Goethe ni a escuchar a Mozart. Despreocupada por un efecto Werther, la Argentina nunca dejó de reproducir “Alfonsina y el mar” de Félix Luna y Ariel Ramírez, descripción tardoromanticista de la escena suicida de la poeta Alfonsina Storni. Ficción plena, por cierto, ya que las circunstancias que detalla la canción no fueron las circunstancias reales de la muerte de Storni. ¿No contagia seguir escuchando esa oda al suicidio? ¿Qué habría que hacer, a su vez, con el monumento a Alfonsina, ese bloque de piedra en la zona de La Perla en Mar del Plata, a metros de donde se habría arrojado al mar? ¿Por qué vida y obra de Storni quedaron sobredeterminadas por su último suspiro y no así las de su amante Horacio Quiroga?
Trabajar para evitar el suicidio es disolver la gesta romántica del individuo agotado y sepultar el cuento de su asfixia sublime; es expulsar la visión espectacularista del último grito de un espíritu célebre y atormentado. Ni lo era Kurt Cobain ni lo fue el artista visual argentino Alberto Greco, que en 1965 en Barcelona escribió sobre su mano izquierda la palabra “Fin”, sobre una pared la leyenda “Esta es mi mejor obra” y se mató.
Según incontables especialistas (y recomendaciones oficiales) omitir es desinformar. Desinformar es vaciar aún más el vacío. Informar es proteger. Con vías de asistencia, con coberturas comprometidas, con promoción de conversaciones sobre suicidalidad y sobre todo, con el foco puesto en quitarle a la salud mental esa marca resistente que la vuelve misteriosa y temible.
En la temporada en la que el mundo refuerza su necropolítica, cuenta muertos y los países ganan o pierden con cantidad de cadáveres, los sentidos de la existencia buscan resituarse. Y a más de 100 años de que el sociólogo francés Emile Durkheim publique El suicidio y socialice ese sufrimiento, es el momento ideal para recordar que nadie vive solo. Y nunca, nadie, muere exactamente en soledad.
Links de asistencia:
https://www.argentina.gob.ar/salud/mental-y-adicciones/suicidio
-Línea 135 (línea gratuita desde Capital y Gran Buenos Aires) o (011) 5275-1135 (desde todo el país) Centro de Asistencia al Suicida CAS. Atención telefónica todos los días de 08:00 AM a 02:00 PM. Consultar en la web los horarios pertinentes a cada provincia.
-Línea 136 Atención a personas en crisis.
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