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ENSAYO GENERAL

Ninguna torre de marfil

Leo Sbaraglia y Marcelo Subiotto, en "Puan".

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Hace años que creo que el clivaje adentro/afuera estructura la mayoría de las sutilezas sociales en las que quiero pensar. Quizás la palabra que funciona en el siglo XXI ya no es clivaje, porque en un mundo cada vez más fluido, con inclusiones y exclusiones más complejas (ya no un mundo de espacios sociales estancos sino de diferencias crueles pero fronteras porosas: un mundo en el que la gente con plata quiere hablar como si no la tuviera, un mundo en que el pobre correcto le suma color a tu sesión de fotos y el pobre incorrecto es expulsado sin saludo), quizás haya que buscar otro vocabulario para nombrar las relaciones entre los residentes de un espacio social y los visitantes, categorías que además vamos ocupando alternadamente a veces a lo largo de un mismo día.

Puan, la película de Benjamín Naishtat y María Alché, trata exactamente sobre eso: un académico nacido y criado por su maestro para heredar la cátedra de Filosofía Política de la carrera de Filosofía de la UBA (Marcelo Subiotto), que llegó a los cincuenta y pico sin haber cambiado jamás de lugar de trabajo desde la carrera de grado, pelea la jefatura de cátedra con una suerte de outsider (Leo Sbaraglia), un tipo que se formó en Puan pero se fue relativamente joven a estudiar afuera y vuelve ahora rodeado de un halo de éxito y glamour, ganando en euros, citando a colegas prestigiosos y con una novia famosa que nos hace suponer que, además de su trabajo académico, tiene algún tipo de lugar como intelectual público que le permite acceder a algunos círculos de disputa de status más amplios y ambiciosos.

Hace un par de semanas hablé de los jóvenes de Milei, esos outsiders que celebran el sistema que los excluye. Puan no habla de ellos, por supuesto (de hecho, podríamos pensar que o bien Puan habla de una juventud unánimemente progresista que ya no existe, o bien que supone, quizás acertadamente, que la facultad de Filo es una especie de museo que preserva a esas especies), pero en la película, como en el siglo XXI, el outsider no es siempre el marginal o el discriminado: en un sistema cada vez más precarizado y menos respetado por los legos, es evidente que aunque el personaje de Sbaraglia ya no sea tan conocido por los integrantes de Puan los acólitos que ha cosechado en reconocimiento y en dinero lo vuelven allí una figura digna de admiración.

Soy una emigrada de la academia: aunque sigo dando clases en dos universidades públicas, ya no investigo allí, como pensé que era mi destino mientras cursaba el grado

Esto ya era así cuando yo estudiaba, en la época del kirchnerismo, cuando los sueldos que se podían ganar en el CONICET eran suficientemente no desastrosos como para que algunas personas volvieran del primer mundo a tomar un cargo, pero supongo que si alguien tomara ahora esa decisión delirante (me parece inverosímil) la diferencia sería aún más abismal, y el resentimiento con el que se lo recibiría mucho mayor. Cuando pensaba en esto del adentro y el afuera recordaba el sintagma “torre de marfil” que se usaba mucho cuando yo era chica, y que cada tanto veo usado en Twitter todavía: la película muestra efectivamente a gente que no cobra por meses, que a duras penas llega a vivir como algo parecido a un profesional de clase media. Lo de la torre y el aislamiento puede ser cierto: del marfil, en cambio, ya no queda nada.

La película problematiza todo esto de maneras explícitas y también sutiles: cuando empieza, pensamos que es el personaje de Sbaraglia el que entiende algo del mundo, el tipo que sabe de vinos, que tiene una novia linda y gana plata. Vamos entendiendo, cerca del final, que hay algunos saberes asociados al mundo real de los que la pertenencia a la academia europea más bien te protege. Pero más allá de esos detalles, creo que la película se toma en serio la pregunta por la intervención de la academia filosófica (y de humanidades más en general) en eso que llamamos la realidad, y específicamente en eso que llamamos la realidad argentina. En un momento en que el CONICET y sus “papers sobre el rey León” están siendo tan cuestionados (y esto no es una cuestión local: las humanidades y sus saberes están bajo amenaza en todo el mundo, incluyendo en países en los que se los financia de manera privada), es muy valiente hacer una película que no es solemne, que no oculta las sombras ni las mezquindades de la academia, y que a la vez muestra el valor y la verdad que pueden florecer allí.

Soy una emigrada de la academia: aunque sigo dando clases en dos universidades públicas, ya no investigo allí, como pensé que era mi destino mientras cursaba el grado. Cuando me fui pensaba mucho en esa cuestión del aislamiento, y siempre en términos negativos. Hoy sostengo una posición que supongo que es impopular, porque incluso quienes defienden la academia suelen intentar hacerlo en términos de que sí está “conectada” con la realidad. Lo que digo no es que no lo esté, sino que con los años encontré algo profundamente valioso en la sensación de desconexión: la idea de que entrar a una aula a dar una clase de filosofía es ingresar a un santuario en el que todos participamos de un teatro, un ritual, una ficción durante la cual el tiempo se detiene y hay horas infinitas para discutir un pasaje de Kant que, de pronto, se vuelve, también, en ese teatro, infinitamente importante.

Ése es el único momento de la película en que no hay ni un atisbo de comedia, que sin ser solemne es profundamente serio, porque está pasando una cosa seria

Quizás es complicado públicamente, pero creo que hay encontrar la forma de defender ese ritual en lugar de negarlo, o peor aún, transformarlo: y tal vez además es una opinión retrógrada, pero yo tiemblo cuando algún pedagogo dice que no puede ser que las clases universitarias sean iguales hoy que hace 50 años y qué hay que modificarlas para un supuesto sujeto que no te puede prestar atención si no sos una pantalla con patas hablándole en centennial. Cualquier cosa interesante que se produzca en la academia de humanidades (y por supuesto, no todo lo que se produce allí es interesante: no pasa en ningún lado eso) va a salir de ese teatro, de ese tiempo fuera de tiempo, ese mundo fuera del mundo, mucho más que de cualquier intento de modernización o aplicación que se parecerá más al señor Burns con gorrita que a una frescura real.

En mi escena favorita de Puan, el personaje de Subiotto da clases en una especie de bachillerato popular: hay varias escenas de esas, pero hablo de una en la que llega pensando en la muerte, y decidido a hablar de eso. Subiotto habla del suicidio de Sócrates y la cámara se detiene en las caras de los estudiantes, de diversas edades y extracciones sociales, que lo escuchan con atención. Sin subrayarlo, la película parece recordar que la magia se produce allí: es mentira, parece pensar la película, que esos ejercicios de mal llamada divulgación son paralelos a la filosofía. Lo paralelo, en cualquier caso, es todo lo demás, la rosca, los títulos, eso que pasa en las altas esferas. Ése es el único momento de la película en que no hay ni un atisbo de comedia, que sin ser solemne es profundamente serio, porque está pasando una cosa seria. Los alumnos escuchan porque hay alguien que les está contando algo nuevo sobre algo que importa: quien cree que eso ya no existe es porque hace mucho que no pisa una aula.

La película parece decir que nos metimos en la filosofía por eso, y lo que queda de eso en los rincones sigue siendo lo único que vale, lo único sagrado. 

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