Qué pasó el 28 de octubre
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Opinión
La “comedia” que terminó en tragedia, a cien años del ascenso del fascismo al poder en Italia
A fines de octubre de 1922, pocas horas después de que el rey Vittorio Emanuele III designara a Mussolini como jefe de gobierno, el escritor inglés Israel Zangwill visitó la ciudad de Florencia para ver de primera mano qué era esa revolución de la que hablaban los fascistas. Al llegar a la estación, Zangwill fue detenido por los camisas negras y llevado a la sede del fascio local. Como el inglés no hablaba italiano sus captores llamaron al periodista fascista Curzio Malaparte para que sirviera de intérprete. Sorprendido por el orden y la normalidad que reinaba en las calles, y la indiferencia aparente de los habitantes ante los sucesos que habían conmocionado la península, Zangwill negó la pretensión de su anfitrión de que la Marcha sobre Roma había sido una revolución: “la revolución de Mussolini no es una revolución, todo se desarrolla en medio de un orden perfecto. ¡Es una comedia; no puede ser más que una comedia!”. Tras lo cual Malaparte llevó a su descreído huésped en un largo recorrido por distintas partes de la ciudad y sus alrededores. Lo que Zagnwill vio en la capital de la Toscana fue una ciudad tomada por una organización paraestatal y militarizada que se había hecho con el control de todos los centros neurálgicos. Todas las expresiones de la izquierda política habían sido aplastadas de manera violenta; a los funcionarios electos se los había expulsado de sus cargos; los locales partidarios, sedes de sindicatos y círculos obreros habían sido destruidos o cerrados; a los militantes socialistas y comunistas se los había sometido a los rigores del aceite de ricino y la cachiporra (santo manganello). Todo lo demás seguía como antes. O eso parecía.
Las impresiones de Zangwill no eran excepcionales. Muchos fueron los que opinaron en términos casi idénticos, especialmente, pero no exclusivamente, en la izquierda. Una acción violenta que había dejado aparentemente intacta la estructura del régimen monárquico, que no había alterado las relaciones de clase y que reivindicaba la idea de nación, a la vez que libraba una campaña brutal contra las organizaciones obreras no podía autoproclamarse como revolucionaria. Revoluciones habían sido la francesa de 1789 y la rusa de 1917. Lo de Mussolini era, cuanto mucho, un golpe de Estado, hábilmente orquestado y teatralizado por la fracción más violenta de la burguesía para frenar el ascenso de la izquierda durante el período de mayor movilización obrera—el “bienio rojo” (1919-1920). La clase política que había ejercido el poder desde la unificación de la península en el siglo anterior—liberales de distintos ropaje—así como también muchos observadores extranjeros coincidieron en deplorar la ola de violencia con que los escuadristas que integraban los fasci di combattimento asolaron el centro y norte de Italia y que culminó con la simbólica Marcha sobre Roma (26-28 de octubre de 1922). Salvo contadas excepciones, todos vieron en esa violencia redentora y purificadora un componente puramente coyuntural que desaparecería tras la formación de un nuevo gobierno dirigido por el Duce del Partido Nacional Fascista. Alcanzado el objetivo del poder, daban por descontado que el diputado por Milán, que con 36 años se convirtió en el jefe de gobierno más joven de la Italia unificada, se comportaría como un político “responsable” y llamaría al orden a sus indisciplinados seguidores—el historiador Gaetano Salvemini lo consideraba el “menos loco” de los jóvenes fascistas.
La doble presunción que veía en la violencia escuadrista un rasgo efímero y superficial del fascismo, y en Mussolini un dirigente a quien las viejas mañas de la política—asociadas al transformismo—terminarían por “normalizar” constituyó lo que el historiador Emilio Gentile llamó “el gran equívoco” que impidió a la clase política italiana apreciar el cambio profundo que supuso la llegada del fascismo al poder. Ese malentendido no descansaba en una incapacidad de anticipar o tomar en serio la amenaza de una dictadura, inherente a la concepción miliciana o guerrera que los fascistas tenían de la política—concepción que se derivaba de su origen como movimiento de excombatientes. Mussolini llegó al gobierno cargado de consignas antipolíticas—la defensa de la nación contra el marxismo disolvente y el parlamentarismo pusilánime—pero sin programa de gobierno. Había atrapado “el instante huidizo” que lo llevó al poder con una estrategia dual que combinaba la táctica insurreccional y la negociación. Los liberales se aferraron a lo segundo porque era lo que conocían del repertorio de la política. El componente insurreccional era, como dijo un viejo primer ministro, “un problema policíaco”.
Esa estrategia funcionó menos por la astucia política de Mussolini que por la dinámica autónoma de la violencia escuadrista y las iniciativas de los fasci provinciales. El Duce llegó al gobierno al frente de un partido que tenía apenas 36 diputados—en un parlamento de 600—y sin experiencia alguna en la administración de la cosa pública—él mismo se definió alguna vez como “gitano de la política”. La exigüidad parlamentaria del fascismo se vio compensada por el carácter masivo de su base: a mediados de 1922 el partido contaba con cerca de 400.000 afiliados, más que cualquier otra fuerza política. Poco importa si muchos o algunos se afiliaran como cobertura de actividades poco escrupulosas. Convencidos u oportunistas, eran tropa movilizable.
Paradójicamente, fue el Corriere della Sera, prestigioso periódico milanés de la burguesía liberal, el que logró ver que la solución constitucional de la crisis no podía cerrar “la herida abierta en nuestra vida nacional” por la movilización insurreccional. Su director, Luigi Einaudi, advertía que la Marcha sobre Roma perpetuaba una praxis de la lucha política que estaba acostumbrando a los italianos “a ver en la violencia la vía para el avance o posibilidad de soluciones y a considerar tanto más fuerte un partido cuanto más amenazante”, hecho demostrado por la “indiferencia con que el gran público ha asistido a la insurrección fascista y al derrumbe carente de dignidad de todas las autoridades constituidas (y a la humillación de todos los poderes del Estado, sin excepción)”. Estas palabras premonitorias se vieron confirmadas un mes después de que Mussolini asumiera como primer ministro (16 de noviembre). El 18 de diciembre los fascistas de Turín desataron una ola de terror en la capital piamontesa, asesinando a 11 socialistas y comunistas, destruyendo viviendas familiares y locales sindicales, y amenazando de muerte a Antonio Gramsci. Un mes más tarde, un episodio similar en el puerto de La Spezia dejó un saldo de 15 muertos y un centenar de heridos. Entre noviembre de 1922 y marzo de 1923 la violencia fascista produjo cerca de 120 muertos.
La Marcha sobre Roma inauguró un ciclo de golpes de Estado contra regímenes parlamentarios que se perpetuarían hasta la segunda guerra mundial y aún después. En septiembre de 1923 el general Primo de Rivera tomó el poder en España e instauró una dictadura. Dos meses más tarde Hitler protagonizó en la ciudad de Munich el “golpe de la cervecería” con el cual pretendía derrocar el gobierno republicano de Berlín—fracaso que lo llevó a la cárcel y obligó a reconsiderar la estrategia que una década más tarde lo llevó al poder. En 1925 el general Pilsudski puso fin al régimen parlamentario y estableció una dictadura en la joven nación polaca. Lo mismo ocurrió al año siguiente en Portugal tras el golpe de Oliveira Salazar—régimen que sobrevivió hasta 1975. Aunque las condiciones variaron—ninguno de estos países contó con movimiento de masas como el que disponía Mussolini—, los escuadras de camisas negras trazaron un nuevo horizonte de posibilidades para la instauración de regímenes dictatoriales, demostrando que la revolución no era patrimonio de la izquierda y que también podía vestirse con los colores de la nación.
El autor es Profesor Investigador del Departamento de Estudios Históricos y Sociales de la Universidad Torcuato Di Tella
AHR
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