La Guerra en Ucrania
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Tribuna abierta/Opinión
La guerra en Ucrania y la soberanía en cuestión
La guerra en Ucrania parece haber despertado a Europa de su largo letargo, un sopor en el que llegó a naturalizar el mapa político del continente alcanzado tras el fin de la guerra de Kosovo en 1999. En ese sueño creyó que una creciente interdependencia económica implicaba razones suficientes para neutralizar todo conflicto político y expulsar de su horizonte a la guerra, precisamente, como eventual prolongación de la política con otros medios, al decir de Clausewitz. Con más de seis millones de ucranianos refugiados y desplazados en poco más de dos meses, ciudades sitiadas y devastadas por misiles y artillería pesada rusa, cerca de 3000 civiles muertos constatados por la ONU (entre ellos más de 200 niños), la irrupción de la guerra ha disipado aquella ilusión de una paz perdurable a base de acuerdos comerciales. Todavía atontada, la Unión Europea da pasos descoordinados sin un rumbo claro.
Esta guerra también ha puesto de manifiesto cuál es el único lenguaje que las fuerzas occidentales agrupadas en torno a la OTAN son capaces de entender. La abstención de toda acción directa en el conflicto armado, pese a los reiterados pedidos del presidente de Ucrania y a sus propios intereses estratégicos, sólo responde al respeto de los aliados de la OTAN por el armamento nuclear ruso y el temor fundado a una escalada del conflicto en esa dirección. En este sentido, el equilibrio del mal propio de una pax atómica lejos de conducir a la paz perpetua liderada por sus potencias, tal como lo pensaba Kant en el siglo XVIII, produce, por el contrario, las condiciones necesarias para llevar adelante una guerra preventiva con armamento convencional. De ahí que la lógica del accionar ruso no difiera demasiado de la Estrategia de Seguridad Nacional imperante en EE.UU. desde la administración Bush: destruir las amenazas antes de que el país se vea seriamente afectado; una buena ofensiva es la mejor defensa. Varían únicamente las retóricas que justifican en cada caso la acción militar. Pero no los objetivos ni las estrategias utilizadas. En estas circunstancias, sólo aquellos Estados que tienen sus espaldas bien cubiertas con ojivas nucleares pueden emprender una guerra anticipada, tal como lo hizo EE.UU. con Irak (tras cerciorarse una y otra vez por veedores internacionales de la ONU que ese país no disponía de armas de destrucción masiva) y como lo hace ahora Rusia con su invasión a Ucrania. Ello implica no sólo un reordenamiento del damero político mundial en torno a los países que efectivamente disponen de armamento atómico (EE.UU., Francia, Reino Unido, Rusia, China, India, Pakistán y Corea del Norte, presuntamente también Israel) sino además una reformulación teórica respecto del significado de la soberanía como atributo inseparable de la independencia política de un Estado que, ahora, parece haberse desplazado.
Esta guerra también ha puesto de manifiesto cuál es el único lenguaje que las fuerzas occidentales agrupadas en torno a la OTAN son capaces de entender
Podría pensarse que un aspecto de este desplazamiento se evidencia en el inusual protagonismo que asumen en la guerra las compañías y entidades deportivas globales. La abstención a entrar en el conflicto armado por parte de los países occidentales redunda en la politización extrema de las relaciones comerciales y deportivas. Al 27 de abril, más de 750 compañías de primer orden mundial han cerrado sus establecimientos en Rusia, dejado de operar con ese país o bien reducido al mínimo su actividad. También, organizaciones deportivas internacionales, como la FIFA, han prohibido la participación de equipos rusos en sus certámenes. La medida más radical hasta el momento ha sido la decisión de los organizadores del torneo de Wimbledon de impedir la inscripción de tenistas rusos en la edición de este año, aun cuando lo hagan a título personal y no en representación de Rusia, incluso si están dispuestos a donar lo obtenido en premios a los damnificados por la guerra. Con todo, semejante politización de la vida económica y profesional, ejercida de manera masiva, indiscriminada y discriminatoria, no parece haber afectado hasta el momento el curso de las decisiones políticas y bélicas del Kremlin. Puesto en términos maniqueos: en ello se exhibe la autonomía de lo político frente a la economía, precisamente, como lo propio de un Estado en ejercicio de su soberanía.
Para la filosofía política de la modernidad la atribución de soberanía estaba reservada a un único actor que investido de autoridad representaba la unidad política. Tal actor podía ser el rey, el pueblo, el Estado o la nación, según la corriente de pensamiento que se considerase. Pero en última instancia, sólo podía llamarse “soberano” a un Estado que, llegado el caso, estaba en condiciones de defender su territorio en una contienda armada. Declarar la guerra era una prerrogativa tan inseparable de la soberanía estatal como darse una organización institucional para reglar las formas de vida imperantes en su interior. En tiempos de paz la soberanía estatal habilitaba, por ejemplo, la intervención en la vida económica y social con el fin de evitar que los intereses contrapuestos propios de su dinámica interna no redundasen en la destrucción recíproca de las partes. Este accionar estaba direccionado a hacer prevalecer el interés común y preservar la seguridad del individuo y la integridad del tejido social. De igual manera, en situaciones de emergencia, dicha soberanía podía materializarse en políticas confiscatorias e incluso en la exigencia de exponer la vida. Una guerra era, precisamente, el caso típico en que el Estado estaba justificado a confiscar bienes y exigir la disposición al sacrificio de la vida de sus ciudadanos en ejercicio de su soberanía. La guerra era el único medio para dirimir los conflictos entre las partes en disputa cuando ellas no llegaban a un acuerdo por la vía diplomática. Pero se trataba de un enfrentamiento armado entre los ejércitos regulares de Estados que se reconocían entre sí como soberanos. Este reconocimiento del Estado enemigo como potencia soberana, presupuesto ya en una mera declaración de guerra, jugaba un rol esencial en el desarrollo de la contienda, pues implicaba una serie de comportamientos a ser observados en la confrontación armada (ius in bellum): respetar a embajadores, enviados y mediadores, no asesinar ni esclavizar a los prisioneros de guerra, no atacar hospitales, iglesias y demás instituciones de la vida civil del Estado enemigo, respetar la vida, integridad corporal y bienes de las personas privadas, etc. Con ello quedaba siempre abierta la posibilidad de arribar a un acuerdo de paz entre los Estados beligerantes. No se trataba, entonces, de una guerra de exterminio ni tampoco de una guerra cuyo objetivo principal fuera el sometimiento incondicional del contrincante. Por el contrario, era una guerra simétrica entre contendientes que se reconocían recíprocamente como Estados soberanos. Por esta razón, era posible desarrollar cierta racionalidad en el empleo de la violencia armada plasmada en reglas y principios de derecho internacional. Con todo, tanto en tiempos de guerra como de paz, la función de la soberanía estatal se jugaba en la capacidad para mantener cohesionados a los miembros del cuerpo político con el fin de evitar su disolución. Sólo a tal efecto, el Estado estaba investido de poder. En el ejercicio de la soberanía se expresaba la voluntad de autorregulación y de autodeterminación del pueblo o de la nación. Y si bien es cierto que los atributos clásicos de la soberanía, es decir, su condición de única, indivisible e inalienable, siempre respondieron más a una caracterización teórica que a una práctica efectiva, no es menos cierto que fue el Estado la figura excluyente sobre la que recayó el reconocimiento de un poder soberano en el plano internacional (al menos desde la paz de Westfalia a mediados del siglo XVII).
En la actualidad existen diversos fenómenos que erosionan la soberanía estatal. Se trata de un tópico recurrente, muy estudiado en la teoría política. Por un lado, la integración regional y global, los organismos multilaterales y las organizaciones internacionales condicionan y debilitan la autoridad del Estado y reducen a un mínimo sus márgenes de maniobra. Además, compañías y corporaciones que operan a escala planetaria (tanto lícitas como ilícitas) detentan mayor poder y capacidad de intervención que los estados, no sólo por su poderío económico sino también porque la mayor parte de las tecnologías empleadas por estos para gestionar, vigilar, asegurar y defender su territorio depende de manera directa o indirecta de aquellas.
A este sombrío panorama se suma la imposibilidad de seguir asignando soberanía territorial plena a aquellos países que no disponen de armas de destrucción masiva. Por el otro, los movimientos sociales transversales de dimensiones también globales, tales como el feminismo, el colectivo LGTBQ+, junto con los pueblos originarios y las minorías étnicas o nacionales, se reconocen a sí mismos como soberanos. Y a tal fin reivindican el principio de soberanía popular, pero reniegan de la centralidad del Estado y de su autoridad. Con ello, se verifica que tras décadas de diagnosticar la crisis terminal de la soberanía y expedir múltiples certificados de defunción, aparecen discursos que reconocen su necesidad en el contexto de un mundo globalizado. Al respecto cabe preguntarse al menos, si acaso es posible defender una idea de soberanía que dé por sentada la obsolescencia del Estado como su forma política. Y si este fuera el caso, entonces, cuál sería el sujeto capaz de encarnarla y de legislar en un territorio determinado. Hasta el momento, ningún actor de los mencionados parece ser el indicado. Porque no basta con dominar por la fuerza un territorio para constituirse en soberano, si al mismo tiempo no se dispone de la capacidad para legislar sobre ese territorio. Por tal motivo, no son soberanas las guerrillas que dominan hace décadas parte del territorio de Colombia y Perú. De igual manera, tampoco basta con que se manifieste la voluntad de autodeterminación para que un colectivo humano se constituya sin más en soberano. Tal voluntad debe estar acompañada de poder fáctico. De lo contrario, sucede lo ocurrido con el plebiscito separatista de Cataluña. Porque en última instancia, el concepto de soberanía se juega en la capacidad para articular el poder fáctico y el jurídico dentro de un territorio determinado. Y, pese a todo, el Estado persiste como el único actor capaz hacerlo. Nada que ya no haya sido dicho y teorizado hace cien años pero que conviene tenerlo presente, porque por más que los poderes fácticos estén allí e impongan sus condicionamientos, ellos carecen de fuerza soberana si no tienen capacidad para crear y mantener vivo un orden jurídico. Es así que aún los países que hoy disponen de un arsenal nuclear como respaldo de sus incursiones militares, no ejercen soberanía inmediata sobre los territorios que de hecho controlan hasta tanto no logran ordenar la vida de sus pobladores bajo una forma jurídica. De ello se sigue que, hasta la fecha, ni Rusia está en condiciones de ejercer su soberanía en territorio ucraniano; ni Ucrania dispone del poder fáctico para hacer prevalecer su voluntad de incorporarse a la Unión Europea o ser miembro de la OTAN. Y como entre Estados soberanos no hay ningún juez que falle con imparcialidad y esté investido de poder suficiente como para hacer cumplir sus decisiones, los conflictos de intereses se resuelven a través de la guerra.
La guerra de Ucrania ha despertado a los países de la Unión Europea de su sueño dogmático. También a quienes referenciados en este proyecto sólo atinan explicar un enfrentamiento bélico en el continente o bien como efecto indeseado de intereses económicos, o bien como resultado del fanatismo étnico-religioso o, por último, como la irrupción desatada de la locura. Ninguna de esas variables alcanza por sí solas para explicar razonablemente la embestida rusa sobre Ucrania. Entre tanto, la crudeza despiadada de la guerra, la crueldad desembozada que exhiben sus imágenes, da cuenta de un desastre humanitario como consecuencia inevitable de una práctica exclusivamente humana. Europa despertó así a una realidad de pesadilla que creía haber dejado atrás para siempre y de la que no le será nada sencillo volver a salir.
*Filósofo. profesor titular de la UNLaM y profesor asociado de la UNIPE, especializado en filosofía del derecho y filosofía política.
**Filósofo, docente de filosofía política de la UBA.
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