La víctima de la dictadura que se reencontró con su yo de hace 40 años en 'Argentina, 1985'
En su rostro se intuye determinación y a la vez cierta timidez. Si no supiéramos su historia podríamos hablar de inocencia, pero eso es algo que a la Alejandra Naftal de 1985 ya le habían arrebatado. Tenía 24 años cuando la cámara se detuvo unos instantes en ella: estaba a punto de contar en el histórico juicio a las Juntas Militares cómo la habían secuestrado, torturado y violado siendo menor de edad.
El fotograma de esa joven de pelo ensortijado y mirada firme aparece en Argentina, 1985, galardonada en los Globos de Oro como Mejor película de habla no inglesa. El largometraje, que también está nominado a los Premios Goya y fue preseleccionado para los Oscar, relata aquel proceso que terminó condenando a los máximos responsables de la dictadura por crímenes de lesa humanidad.
Alejandra volvió a ver su rostro de ese día casi cuatro décadas después, en el preestreno de la película. “Siempre me había visto de espaldas, porque algunas imágenes del juicio no se difundieron para proteger a las víctimas. En esa época todavía había mucho miedo”, explica a elDiario.es desde su casa en Buenos Aires.
Habla de ese reencuentro con asombro reposado. Se nota que le ha dado muchas vueltas al asunto desde el momento en que, en la sala a oscuras, se topó con su propio pasado en pantalla gigante: “Es la imagen de cuando me llaman al estrado a declarar, y fue fuerte: vi una nena”.
“Pasaron muchos años y siento que trabajé con esa experiencia lo mejor que pude”, asegura esta histórica militante por los derechos humanos. Porque aquella joven Naftal se convirtió con el tiempo en museóloga, y fue la artífice de la resignificación del centro clandestino de detención más siniestro del país: la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), donde ejerció como directora del Museo Sitio de Memoria hasta hace muy poco. “Siento que ese trabajo fue un regalo, y es como si me hubiera preparado toda la vida para él”, explica con un poco de nostalgia en medio del “duelo” tras su reciente jubilación.
Premios, taquilla y debate
El largometraje de Santiago Mitre fue éxito de público en Argentina y también en España. Y en ambos países reabrió el debate sobre los procesos de memoria, justicia y reparación. “Es una película necesaria, que encontró un canal, un lenguaje para que los jóvenes pongan de nuevo el tema en la mesa familiar”, analiza Naftal.
Para ella, el fenómeno de la película demuestra que, ante el avance de la derecha, de las viejas grietas y los discursos de odio, Argentina todavía tiene en su ADN la semilla que plantó la política de derechos humanos. “Acá algunos dicen que hay negacionismo. Pero yo no creo que haya ningún argentino, incluso en sectores de derecha, que defiendan que los militares no tienen que estar presos. Piden en todo caso arresto domiciliario”.
Pero el largometraje también fue objeto de cuestionamientos, precisamente por algunos defensores de los derechos humanos y protagonistas de aquel proceso. Las críticas se centraron en su factura hollywoodense, con una historia que pone un héroe en el lugar del esfuerzo colectivo que posibilitó ese juicio histórico. “Es una película con actores de primer nivel, y que tiene todos los ingredientes de un relato complejo, en el buen sentido. Y sí, es una historia que busca un héroe. Está centrada en la figura de un hombre gris del Poder Judicial al que la Historia pone en un lugar crucial”.
Se refiere al fiscal Julio Strassera –interpretado por Ricardo Darín– quien se encargó de sentar en el banquillo a la cúpula militar que acababa de dejar el poder. Raúl Alfonsín, primer presidente democrático tras la dictadura, asume el cargo en diciembre de 1983 e impulsa una investigación que lleva a cabo la Conadep (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas), en la que se basa la acusación judicial de dos años después, y a cuyo informe Strassera dedica las dos últimas palabras de su alegato final: Nunca más.
“La película nos muestra cómo ese juicio, que fue completamente artesanal, también es el resultado de una épica. Y obvio que tiene un montón de silencios, que quizá no muestra suficientemente el trabajo de los organismos de derechos humanos, pero es una ficción, una creación artística, que aunque esté basada en hechos reales, necesariamente siempre deja algo fuera”, zanja Naftal.
“Declaré en contra del criterio de mi familia”
Alejandra toma una foto en sus manos, la acerca a la cámara para que se vean mejor los rostros de una adolescente muy menuda y sonriente junto a un hombre. “Somos mi padre y yo, el día que volví a mi casa”, explica. Porque Alejandra fue una desaparecida. Pero volvió.
El 9 de mayo de 1978, a la madrugada, unos hombres tocaron la puerta de su casa. Preguntaron por ella, revisaron toda su habitación. Eran unos 15, estaban armados. Se la llevaron delante de su hermana y de sus padres, sin una explicación, sin acusarla de nada. Ella tenía 17 años. Había participado en 1975, cuando tenía 14 años, en el centro de estudiantes del colegio, que se disolvió dos años después, tras el golpe militar. La llevaron al centro ilegal de detención llamado El Vesubio, donde la torturaron y la violaron. Le preguntaron mil veces por cosas que no sabía hasta que alguien decidió que, tras casi un año de infierno, podía ser dejada en libertad.
Pero si el fotograma de Argentina, 1985 no cuenta todo lo que Alejandra vivió en el juicio, la sonrisa de la foto oculta mucho de lo que pasó tras regresar del horror. “Yo no hablaba de lo que me había pasado. Ni siquiera con mi familia. Ellos tenían miedo y sentían que era algo que había que enterrar”, recuerda. “Pero yo tenía la convicción de que debía contarlo, por mí y sobre todos por los que no estaban. Vi mucha gente detenida que no apareció más, entre ellos dos compañeros de la escuela. Por eso me acerqué a la Conadep a declarar sin que mis padres lo supieran”.
Un tiempo después llegó el telegrama que la convocaba al juicio. Sus padres, aunque reticentes, se ofrecieron a llevarla. “Pero ya en el auto me doy cuenta de que vamos en dirección contraria. Y les digo ‘me están volviendo a secuestrar’. Incluso abrí la puerta y amenacé con tirarme en marcha. Llegué a los Tribunales temblando. Por suerte ahí me esperaba una amiga y ella me acompañó, porque era un momento muy difícil”.
En la película no se ve, pero en la transcripción de su testimonio queda claro que la empatía no formaba parte del cuestionario. “Nunca la volví a leer, pero sí tengo el recuerdo de unas respuestas mías un poco inocentes, y la sensación de que entonces no había una escucha preparada para las narraciones de los que pasamos por esa barbarie”, reflexiona Naftal.
“En ese momento no tuve una conciencia intelectual de lo que estaba haciendo”, explica. Sin embargo, sí estaban claras las motivaciones: “Yo tenía una misión: ayudar a la búsqueda de la verdad, pero no lo pensaba en términos políticos. No buscaba nada más que tener un espacio para contar lo que había visto”, recuerda.
Unos segundos, una vida, un libro
Esos escasos segundos de Argentina, 1985 generaron ecos en la vida de Naftal. “No sé por qué habrán elegido mi testimonio entre los 850. Quizá porque fui de los menores secuestrados, o porque hablo de las violaciones, que era algo que entonces no se mencionaba. Ya como responsable del museo, trabajé mucho con el tema de los delitos sexuales”. De hecho, fue uno de los delitos que más tardaron en abordarse en los sucesivos procesos judiciales que se llevaron a cabo. Los torturadores y violadores de Naftal fueron condenados años después de aquel primer juicio, en una causa que sigue abierta.
“Después del estreno de la película mucha gente se acercó, conmovida. Una conocida me confesó que no había sabido qué responder cuando sus nietos le preguntaron qué estaba haciendo ella en el momento del juicio. Me dijo: ‘Yo no sabía nada de lo que estaba pasando, y ahora lo veo como una falta de compromiso’”.
La película, además de un descubrimiento para las generaciones más jóvenes, supuso para muchos un cuestionamiento personal, un regreso a sus propias vivencias. Pero aunque hubo algún tímido intento, no abrió el diálogo en la familia de Alejandra, como si tras la muerte de su padre la herida hubiera sido demasiado dolorosa como para ser desenterrada. “Sí lo hablé mucho con mi hija y sus amigas”, concede. Una hija que precisamente estudia cine.
De momento, la película y el cambio vital despertaron las ganas de Alejandra Naftal de revisitar el pasado, quizá escribir un libro de su historia pero vista con otros ojos, los de la que sobrevivió al horror siendo una adolescente, la que tuvo que exiliarse para poder recomenzar, la que volvió y encontró el camino a través de la cultura y la maternidad. La que con su saber hacer y su experiencia transformó el rincón en el que asesinaron a cientos de personas en un museo que es un ejemplo para el mundo de cómo reivindicar la memoria y la justicia. La Alejandra del fotograma, la que se asomó a la sala del Tribunal con un propósito y, casi cuatro décadas después, puede considerar que lo cumplió con creces.
NC
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