En una década se multiplicó por siete la adopción de galgos: dejaron de ser “herramientas” y se convirtieron en compañeros
Virgilio y Homero apuran el paso por Julián Álvarez, en Palermo. Los espera, del otro lado de French, el parque Las Heras. Y ellos, se les nota en la velocidad de su tranco largo, lo saben. Pero apenas Mario tironea de las correas, los galgos amainan la marcha como si entendieran que todo ese pasto no se va a ir a ningún lado. “Saben que el paseo de la nochecita es el largo, al parque, el que más les gusta del día”, dice Mario mientras espera que el semáforo se ponga en verde.
Adoptó a los dos perros hace dos años, cuando tenían 9 cada uno. “Mis hijos son grandes y yo enviudé demasiado pronto, así que quise compañía y acá en el parque vi que había cada vez más galgos. Yo creía que eran insoportables, de correr por toda la casa, pero a la vez me parecían buenos, compañeros. Así que empecé a preguntar en el canil y todos me explicaron que son re tranquilos. Incluso son bien de departamento”, se acuerda Mario.
Le pidió a su hija que lo llevara en el auto a un refugio en Pilar: se había contactado por Facebook, gracias a la recomendación de una mujer que había conocido en el canil, y estaba dispuesto a volver a Palermo con un perro recién adoptado. “Fue un proceso con varios cuestionarios, vinieron a conocer mi casa, y cuando llegué había uno que parecía que había conseguido familia pero al final no… Y bueno, me traje a los dos”.
Esa adopción de galgos no fue un caso aislado sino un fenómeno que crece. Alejandra Peralta, que encabeza la ONG de rescate Adoptá un galgo en Argentina, sostiene: “Al principio, cuando arrancamos hace diez u once años, a través de nosotros se adoptaban unos 100 galgos al año. Ahora ese número creció a 700 anuales. La clave para que eso pase es que la raza se conoce cada vez más y cae el mito histórico que hay alrededor de los galgos: que tenés que sacarlos a correr como si los entrenaras para una carrera. El galgo pasea como cualquier otro perro, ni más ni menos”.
Andrea adoptó a Sasha hace un año, cuando la galga -calcularon en el refugio- tenía entre siete y ocho años. “En 2013 adopté un gato, y viviendo y laburando afuera de casa no tenía sentido tener un perro. Pero con la pandemia vino mi pareja a vivir con nosotros, que aún en pandemia salía a laburar y yo estaba todo el tiempo en casa: me di cuenta de que ese encierro me afectaba, y en Instagram me aparecían cada vez más perros en adopción, eso me mataba”.
“Mi único requisito era que se llevara bien con los gatos y que se bancara un departamento. Y la verdad es que ella puede estar donde sea. Mientras le des un paseo piola al día está perfecta”, suma Andrea, que decidió que la adopción sea de una galga adulta y no de un cachorro. “No tenía tiempo ni energía para que rompiera o para enseñarle a hacer pis y caca. Adoptar un galgo adulto implicó una adaptación muy fácil”, cuenta. Y suma: “Se nota que son perros que la pasaron mal porque son muy silenciosos y absolutamente tímidos. Desde que vino hace un año ladró tres veces, y tardó nueve meses en entrar a la habitación por primera vez: es como si necesitara mucho permiso para todo”.
Como Homero y Virgilio, Sasha sale de paseo tres veces por día. “Son paseos en los que ella va tranquila, no es que tiene esa necesidad de correr que se asocia a los galgos como una forma de descargar energía. Eso es una exigencia de los galgueros, no algo instintivo de los perros”, describe Andrea. A Sasha, le contaron en el refugio, la usaban para tener crías: esas crías, en algunos casos, se usaban a la vez para correr carreras. Algo de esos años de maltrato y exigencia todavía se nota enseguida: “No sabe jugar y tiene una especie de hambre constante, va buscando cualquier cosa por la calle, como si hubiera tenido que rebuscársela para comer algo durante años”.
“Cuando llegaron a casa estos dos no salían de la cocina. No sólo estaban tímidos: estaban asustados. Pero no era conmigo, era como un susto que traían de toda la vida. En el refugio me dijeron que ya no los usaban a carreras como tradicionalmente las conocemos, pero sí para competencias entre ellos por ejemplo para cazar una liebre”, cuenta Mario sobre Homero y Virgilio.
“Los galgos aparecen en basurales, en baldíos… Se rompen en las carreras en las que los hacen competir y los dejan tirados en la ruta. Lo que está pasando a través del rescate y la adopción es que dejamos de pensarlos como ‘el perro que corre’ y se volvió un perro de compañía. Al galgo le gusta mucho más dormir que correr, lo que pasa es que tienen el don físico de ser veloces y eso es explotado por el humano”, describe Peralta.
En el refugio que encabeza, la mayoría de quienes consultan quieren adoptar un galgo de entre 1 y 5 años. “Igual va creciendo la tendencia a adoptar perros viejitos para ayudarlos a que pasen mejor sus últimos años: viven entre 15 y 16 tranquilamente”, suma la rescatista. Para perder el miedo en una nueva casa, un galgo puede necesitar al menos dos meses.
“El primer momento con un galgo puede ser difícil. Que tenga miedo, que sea tímido, que no sea cariñoso ni se deje acariciar. Lleva tiempo ese proceso pero después son muy muy cariñosos. Lo que pasa es que la mayoría de sus vidas fueron tratados como una herramienta, drogados para tener mejor rendimiento en una carrera. No están acostumbrados a que los traten bien. Pero eso se está revirtiendo con el crecimiento de las adopciones, que tiene que ver con que empecemos a entender que no son un corredor de carrera sino un posible compañero y también un ser al que acompañar”, dice Carla Zapata, cabeza de la ONG de rescate Che Galgo. “Vienen sobre todo parejas jóvenes o personas solas de entre 35 y 40 años. Pero todavía quieren más a los chicos que a los más viejitos: hay que seguir trabajando para que esas adopciones crezcan todavía más”.
Homero y Virgilio van y vienen por el pasto del parque, juegan más entre ellos que con los otros perros que están cerca. Mario hace un balance: “Costó entrar en confianza pero ahora somos tres viejitos haciéndonos compañía”.
JR
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