Por qué las familias divorciadas no tienen por qué ser más desestructuradas que las convencionales
Un 22 de junio de 1981 el Congreso de los Diputados de España convirtió en realidad el deseo de miles de parejas: poner fin legalmente a su relación jurídica y sentimental. Varias décadas después de la histórica fecha, el divorcio pasó de ser un trámite aislado que iniciaban apenas un millar de parejas a principios de los 80 a concebirse como un proceso habitual que, solo en 2022, implicó a 95.193 parejas españolas.
Sin embargo, a pesar de que se trata de una realidad familiar que está a la orden del día, en determinados sectores aún persisten clichés en torno a esta decisión y a las estructuras familiares que se derivan de ella. El sentir social sigue viviendo el divorcio con lástima, como un fracaso familiar, en lugar de un proceso que afecta a una tasa de 1,9 parejas por cada 1.000 habitantes, según el INE.
Con el objetivo de desmontar algunos de los prejuicios que aún rodean a la identidad de los hijos de parejas divorciadas, cuatro jóvenes adultos comparten con elDiario.es cómo vivieron la separación de sus padres a lo largo de la primera década de los 2000. Para conocer también la otra cara de la moneda, hablamos con un par de jóvenes que, por el contrario, hubiesen preferido un divorcio a tiempo en lugar de años de relación tóxica.
“Jamás escuché a mi madre hablar mal de mi padre o viceversa”
La psicóloga clínica experta en trauma, Lidia G.Asensi, explica cuál es la conducta idónea que debe seguir una pareja que acuerda separarse y tiene hijos: “Una vez que la decisión está tomada es importante compartirla con los niños. Aunque la noticia siempre debe adaptarse a su edad, obtener esta información les aportará seguridad y calma. Asimismo, es clave tratar el tema con normalidad y permitirles hablar de ello todas las veces que sea necesario”.
A sus 29 años, Álvaro recuerda el divorcio de sus padres como un trámite familiar más y no como algo que haya marcado su identidad o un periodo de su infancia. Aunque es cierto que se separaron cuando apenas tenía tres años, reconoce que el mérito de la ausencia de trauma proviene del tacto que tuvieron sus padres en todo momento: “Se divorciaron porque mi padre fue infiel a mi madre, sin embargo la historia que recibimos tanto mi hermano como yo está exenta de reproches. Se preocuparon mucho por no señalar culpables. No querían que nuestra relación con ellos se viese condicionada”, explica.
En la infancia que relata Álvaro no hubo grandes cambios (mudanzas, nuevos colegios, etc.) ni tampoco un contexto de progenitores ausentes. Sus padres eran un equipo y tomaban juntos todas las decisiones relativas a su educación: “Nunca conseguí engañarles para librarme de un castigo. Si había pasado algo, tanto bueno como malo, el que se enteraba primero se lo contaba al otro. Y, por supuesto, jamás los escuché hablar mal entre sí”, resalta.
En línea con la historia que describe Álvaro, la psicóloga Lidia G. Asensi añade que una de las pautas más importantes para proteger a los hijos consiste en no utilizarles como moneda de cambio para conseguir los objetivos individuales de los progenitores: “Hablar mal del otro en presencia de los hijos o utilizar a estos para desahogarse de los problemas que existen con la expareja está totalmente desaconsejado porque puede ponerles en contra del otro cónyuge e, incluso, fomentar que aparezca el sentimiento de culpa en los niños”, detalla.
La separación de los padres de Beatriz (27 años) es casi idéntica a la de Álvaro porque sus padres también dejaron de ser pareja a causa de una infidelidad, en este caso, la de su madre: “Sucedió cuando yo tenía 7 años, pero no me dijeron la razón real hasta que fui más mayor. En aquel momento me explicaron que había dificultades entre ellos y que lo mejor era que cada uno hiciese su vida por separado. Aunque era pequeña, tenía la edad suficiente para hacer muchas preguntas y este argumento me ayudó a no buscar culpables”, comenta, y añade que sus padres siempre tuvieron una política de no discusión, incluso antes de divorciarse. “No recuerdo haberles visto u oído discutir nunca. De hecho, cuando estaban pasando por un mal momento, solían irse a dormir a otro sitio o nos dejaban a mi hermana y a mí en casa de mis abuelos”.
Sin embargo, aunque los padres de Beatriz hicieron todo lo posible porque tanto ella como su hermana pequeña no se sintieran estigmatizadas por ser hijas de padres separados, en el colegio sí que señalaron su situación familiar como algo de lo que avergonzarse: “La primera vez que percibí que mi familia era distinta a la de los demás fue cuando en mi nuevo colegio, que era religioso, varios profesores me advirtieron de que no contase nada del divorcio otros niños. No sé si temían que les contagiase, pero esto me hizo sentir que quizás vivir solo con mi madre y mi hermana no era tan normal como yo creía”, completa Beatriz.
Al margen de la anécdota anterior, Beatriz guarda excelentes recuerdos de su niñez, una etapa donde tanto su padre como su madre estaban muy presentes y coordinados respecto a su educación y cuidados: “Aún persiste cierto estigma sobre los hijos de padres separados porque todavía mucha gente tiene una visión muy inocente de lo que es un matrimonio. Creen que todos los matrimonios con hijos que siguen casados lo están porque viven felices, en paz y armonía, pero no conciben que existen muchos casos donde la vida familiar está marcada por la violencia, los desprecios o la falta de cariño, situaciones que dan lugar a contextos más desestructurados que los de muchas familias divorciadas”, opina.
Custodias compartidas
Según la última estadística del INE, los divorcios que terminan con la custodia compartida de los hijos se han duplicado en la última década. Hemos pasado de ver cómo en el año 2010 el 83% de las custodias eran para la madre, a que en 2021 el 43% se compartiesen entre ambos progenitores.
Esta evolución en el reparto de los cuidados y la manutención diaria de los hijos, no solo es una buena noticia para las parejas con divorcios consensuados que buscan participar de forma ecuánime en la crianza de los menores, sino también para el bienestar emocional de los hijos. “La custodia compartida es beneficiosa para los menores porque permite el contacto continuo con ambos progenitores y fomenta que compartan todas las facetas de la vida cotidiana. También favorece que haya una comunicación más fluida entre los padres”, amplía la psicóloga Lidia G.Asensi. Muchas voces subrayan que esta organización es más favorable para el bienestar de los menores siempre y cuando no exista un contexto de violencia.
A mediados de los 2000 y como consecuencia de una menor implicación política en términos de conciliación de los padres, la custodia compartida era casi una excepción. Por aquel entonces, la madre de Javier (32 años), al igual que decenas de miles de mujeres en nuestro país, asumió la tutela y la carga mental de criar a sus dos hijos sola en el día a día.
“Mis padres iban a separarse cuando yo tenía 12 años, pero como encajé mal la noticia decidieron posponerlo un año más. A partir de entonces, comenzamos a vivir con mi madre y, aunque visitábamos a mi padre los fines de semana, teníamos total libertad para verle cuando quisiéramos. Al principio, tanto mi hermana como yo nos implicamos mucho en intentar que todo fuese como antes, pero poco a poco el interés por su parte fue decayendo. Una tarde que estaba en su casa, se fue y me dijo que llegaría en un rato. Después, que fuese cenando. Llegó a las 02:30 horas. A partir de ese día, no volví a pasar jamás una noche con él. Tenía 14 años”, relata Javier y añade que su padre no intentó corregir su comportamiento ni implicarse más. “Se limitaba a echarnos alguna bronca cuando llegaba algún suspenso. Sabía de mí lo mínimo y no le interesaba conocer más. Al final, todo recayó en mi madre”.
A pesar de la anécdota anterior, Javier reconoce que el divorcio de sus padres no le ha supuesto ningún trauma en la vida adulta ya que había asumido la ausencia e implicación de su padre mucho antes de la separación: “No he sentido que el divorcio de mis padres me haya dejado secuelas, quizás porque la figura del padre nunca existió de verdad y no había nada que echar de menos. La huella que puedo percibir es que aprendí desde muy pequeño a sacarme las castañas del fuego y no depender de nadie”, concluye.
Los padres de Mireia (29 años) se separaron cuando ella tenía cuatro años y su hermana dos. Aunque en un inicio no les explicaron exactamente las razones por las que ponían fin a su relación, no recuerda vivir el proceso como un cambio traumático: “Como mis padres seguían trabajando juntos en la empresa familiar y todos continuamos viviendo en el mismo pueblo, siempre sentí a mi padre muy presente. Admiro muchísimo la gestión que hizo mi madre de la situación. No solo decidió mantener las comidas de los domingos con mi padre y mis abuelos paternos, sino que, además, cuando volvió a tener pareja, nos ayudó a normalizarlo y a comprender que aquella nueva situación no significaba que nos fuese a querer menos”, detalla Mireia.
En línea con la actitud anterior, Mireia recuerda que su madre hizo todo lo posible para que fuesen de vacaciones al mismo sitio que la nueva familia de su ex marido: “Fueron veranos geniales porque nosotras seguíamos teniendo nuestro espacio seguro al alojarnos con mi madre, pero podíamos compartir comidas, excursiones y tiempo de playa con los demás”, añade orgullosa Mireia.
“Mis padres están casados, pero he crecido viendo peleas”
Si algo evidencian los testimonios anteriores es que familia desestructurada y divorcio no siempre son resultado de la misma ecuación ni un proceso causa-efecto. Y es que, al igual que hay separaciones que no son gestionadas de forma idílica, existen matrimonios donde el amor y las buenas formas brillan por su ausencia, por mucho que la unión persista sobre el papel.
“Hay parejas que toman la decisión de no divorciarse como una forma de proteger a los niños y no se dan cuenta de que eso es un error. Cuando la relación entre los padres no está bien, las consecuencias psicológicas pueden ser mucho más dañinas y traumáticas que las de una separación. Ante este tipo de situaciones, los niños se acostumbran a vivir en un ambiente que les genera miedo, inseguridad y confusión”, relata la psicóloga.
Maria Isabel (25 años) nos habla de cómo vivió durante su infancia la violencia que su padre ejercía contra su madre: “A pesar de que mi hermano y yo hemos hemos salido muy bien, mi infancia está repleta de recuerdos donde las peleas, las voces y los golpes en la mesa estaban muy presentes. Recuerdo una vez que mi padre tiró todo lo que había sobre la mesa porque no supo gestionar emocionalmente algo que le dijo mi madre”, explica.
Tras una vida dedicada a los cuidados familiares y sin desempeñar ningún trabajo remunerado fuera de casa, en la actualidad María Isabel describe a su madre como una persona totalmente deprimida y muy irascible ante cualquier comentario o gesto de su marido: “No tiene ganas de hacer nada y tiene miedo a casi todo. Todo el tiempo me recuerda que lo más importante es que logre ser una mujer económicamente independiente y se lamenta por todas las cosas que ella no hizo en su momento. A veces me dice ‘si yo te contará…’ y sé que se refiere a que en algún momento mi padre debió de pegarle”, relata.
El matrimonio de los padres de Marta (26 años) está, según sus propias palabras, roto desde hace más de diez años, una situación que provoca que cada vez les visite menos porque no puede soportar sentarse con ellos en la misma mesa y ver que no son capaces de pasarse ni siquiera la jarra del agua.
“Todo saltó por los aires cuando yo tenía 16 años y les encontré gritándose un día al volver a casa. Creo que se habían cansado de fingir que su relación funcionaba y, como yo ya era más mayor, de repente, todo les dio igual. Deberían haberse planteado el divorcio ese mismo día, pero no lo hicieron por motivos económicos. Como en muchas otras familias, mi madre dejó de trabajar cuando se quedó embarazada y era mi padre quien siempre llevaba el dinero a casa”, explica y añade que, actualmente, el conflicto se mantiene a raya porque su madre trabaja como interna cuidando a un mujer mayor y nunca duerme en la casa familiar.
“Me siento súper culpable porque, a día de hoy, mi madre tiene esta situación porque decidió no trabajar para cuidarnos a nosotros. Quiero ayudarla, pero no sé cómo. No vivimos en la misma provincia y económicamente tampoco tengo los medios. Además, siempre he intentado mediar sin tomar partido por ninguno de los dos flancos. Es una situación muy complicada que sé que en algún momento tendré que tratar en terapia porque tengo claro que si algún día soy madre no quiero que se acerquen a mis hijos teniendo una relación tan tóxica”, sentencia Marta.
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