Quién fue Fernando Báez Sosa, el joven asesinado en Villa Gesell a la salida de un boliche hace tres años
“Creo que dentro de 10 años voy a estar haciendo lo que me gusta y disfrutando mi vida”: así empieza la nota que los padres de Fernando José Báez Sosa encontraron en una cajita celeste de cartón que estaba en su habitación. Hijo de Silvino Báez, encargado de un edificio de Recoleta, y de Graciela Sosa, cuidadora de ancianos, Fernando conoció el mar el mismo verano en que murió, un día como hoy, hace tres años. La madrugada del 18 de enero de 2020 fue con sus amigos a bailar al boliche Le Brique, en Villa Gesell. Algo, que todavía no está claro, ocurrió adentro y siguió afuera. Un grupo de jóvenes lo atacó por la espalda. El chico murió al instante por golpes multidireccionales. Desde ese día sus padres sólo piden justicia.
“Yo cuidaba una señora sábado y domingo. Y lo que yo ganaba era para Fer. Él estaba feliz. Y yo estaba feliz por él. Yo sabía que mi hijo estaba bien porque había hablado esa noche. Me dijo que me amaba, que me quería. Y mientras yo dormía suena el teléfono, me levanto y era la madre de un compañero de Fer que me pregunta qué estaba haciendo. Le dije que estaba por irme a mi trabajo. '¿Te enteraste de lo que le pasó a Fernando? A Fernando lo llevaron en una ambulancia', me dijo”, contó la madre de Báez Sosa al Tribunal. El juicio por el crimen de su hijo termina hoy. Graciela pensó que había tenido un accidente. No sabía que el llamado de la noche anterior había sido el último.
También declaró Silvino Báez: “Acá están escuchando el relato de su padre que ha perdido todo. La felicidad, las ganas de vivir, de luchar. Y perdió lo mejor de todo, que es el abrazo de su hijo. He llegado varias veces de la diálisis listo para tirar la toalla porque no daba más. Y Fernando se colgaba de mi cuello y me decía ‘¿cómo está, papá?’. Y este tipo que venía muerto estaba más vivo que nunca con un abrazo de su hijo. Él me ofrecía sus riñones. Yo le decía: ‘Hijo, jamás te tocaría’”.
Fernando había terminado el secundario en el Colegio Marianista, de Caballito, (donde hace días están haciendo una colecta de alimentos no perecederos) y había aprobado todas las materias del CBC que lo habilitaban a anotarse en la carrera de Derecho. La noche en que tenía que rendir la última materia, no durmió. A la vuelta, con un aprobado en la libreta, se quedó dormido en el colectivo y le robaron el celular. De regreso en su casa, anunció a su madre que tenía una noticia buena y una mala. Graciela le pidió que empezara por la buena. “'Mami, pude ingresar”, le dijo. La madre saltó de la silla, lo abrazó. La mala noticia es que ya no tenía teléfono. Graciela le dijo “No importa, mi amor, yo te voy a comprar otro”. Fernando quería recibirse lo más rápido posible. Decía que quería trabajar para que sus padres dejaran de hacerlo. Una manera de “devolverles” el esfuerzo.
A Silvino, Fernando le arrojó la libreta. “El día que ingresó a la facultad de Derecho mi hijo estaba tan feliz. Me tiró arriba del pecho las notas. ‘No me tenías fe’, me decía, riéndose. Pero no era eso. Era que no quería que mi hijo cambiara. El alcohol, la droga. Ese era mi miedo”, contó el padre al Tribunal.
Fernando quería desarmar el arbolito de Navidad antes de irse de vacaciones, primero con sus amigos de la primaria, a Miramar, y después a Villa Gesell, con los del secundario. Graciela preparó empanadas y milanesas. Fernando se iba el 7 de enero a la Costa. Así que llegó esa tarde con Julieta, su novia, pusieron música y separaron las piezas del árbol entre los dos. Esa noche, Fernando le pidió al padre que lo despertara a las 5, que quería saludarlo antes de que él se fuera a trabajar. Pero Silvino no quiso despertarlo. Le dejó plata sobre la mesita de luz. Fernando le envió un mensaje de texto cuando estaba por subirse al micro: “Gracias, papá, por la plata. Ya estoy saliendo, nos vemos pronto”.
El padre se arrepiente de no haberlo despertado de madrugada. Dice que le quedó “un vacío”, que hay un abrazo pendiente. El reencuentro con Fernando fue en la morgue, durante el reconocimiento, y después de que al cuerpo le hicieran la autopsia. Le pidió al médico que lo limpiara un poco, que quitara la sangre. No quería que Graciela, la madre, lo viera de esa manera.
Un chico feliz, solidario, que no tenía enemigos
Hijo único de inmigrantes paraguayos, Fernando quería festejar sus 18 años, pero la familia no tenía dinero para costear el cumpleaños. Así que cambió un salón por una plaza del barrio: la llenó de amigos. Los juntó de todos lados: del primario, del secundario, de vóley. Era muy tímido. Era, también, un chico que se planteaba metas y no paraba hasta cumplirlas. Vendió la Play para pagar parte del viaje de egresados a Bariloche. “La maldad no existe”, solía decir.
“Fernando se había enamorado de Julieta. Yo me puse muy celosa, sentía que lo iba a perder. Él se puso firme y me dijo: 'Mami, es la mujer que yo elijo para mí. Voy a cumplir 18 años, dejenmé volar'. Y empezaron a salir. Y de tres pasamos a ser cuatro”, contó Graciela al Tribunal. Julieta es Julieta Rossi, compañera del Marianista, aunque iba a cursos distintos. Se cruzaban en las tareas solidarias del Proyecto Servir, un programa que consiste en destinar una semana de las vacaciones de verano a realizar tareas de albañilería y construcción para organizaciones sociales. En el viaje de egresados a Bariloche donde se dieron el primer beso. Fernando también colaboraba con la ONG Seres vs Teneres, que ayuda a gente en situación de vulnerabilidad en la Provincia de Buenos Aires.
Fernando se había preparado un año y medio para ganar una beca en el colegio Marianista, de Caballito. Quedó seleccionado entre 400 postulantes. Quedaba lejos del departamento en el que vivían con sus padres. Su mamá alguna vez le planteó cambiarse de escuela a una que estuviera más cerca. Fernando se negó. Dijo que como agradecimiento a la oportunidad que le había dado el Marianista, él seguiría yendo. “Tenía muchas ilusiones por delante. Tanto sacrificio para llegar adonde estamos. Nunca creí que sería velado en su colegio, donde él no quería dejar de ayudar”, siguió Graciela.
La cama armada, el placar intacto. Graciela a veces abre los cajones y huele la ropa. Dice que cuando va al cementerio quisiera sacarlo de ahí, aunque sea un rato. “Le di todo, le di lo mejor. Era lo más preciado que tenía en mi vida y me lo llevaron como un trofeo. Somos huérfanos para siempre. Fer está encerrado en un ataúd. A veces hablo sola, a veces voy caminando por la calle y nada tiene sentido para mi. Mi vida sangra todo el tiempo”, dijo Graciela.
La última vez que hablaron fue por teléfono y la última vez que se vieron fue en el comedor del departamento. Graciela había vuelto de trabajar, quería almorzar con él y darle la plata que había ganado en el día: “Tomá, para que no te falte nada”, le dijo. Fernando respondió: “No, mami. Ya me diste mucho”.
VDM/NB
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