Tierra nuestra
I. Argentina: las manos que alimentan
Desde muy chica Virginia Crispin Condori respiró aire de campo. Su padre cuidaba animales —500 llamas, 300 ovejas, 15 vacas y 8 burros—; se dedicaba a la producción de queso, cultivo de verduras y transporte de leña. En Oruro, un departamento boliviano ubicado a 200 km de La Paz y reconocido mundialmente por su riqueza minera. Pero allí también se cría ganado y se siembran papa, quinua, habas y cebada.
Todo eso cuidaba su padre pero nada era suyo. Virginia nació y creció en tierra alquilada, en una casa sin luz ni agua potable. Para acceder a las condiciones mínimas de higiene, ella y su familia caminaban unos 200 metros varias veces al día.
Junto a su madre aprendió a deshidratar papa y carne para elaborar chuño y charque. Aprendió también cómo cocinar chairo —un plato típico con cordero y verduras—. Se improvisa un horno sobre el suelo, cubriendo la superficie con terrones de tierra dentro de los cuales se prende fuego. Luego se coloca la comida arriba, se cubre con más piedras y se tapa con bolsas húmedas de cemento. Encima luego se coloca tierra para cerrar un espacio donde las preparaciones quedan cociéndose por unos 45 minutos.
Hoy a sus 47 años, Virginia Crispín Condori sigue enlazada con la tierra. Su manera: cocinar y producir alimentos sin agrotóxicos. “Con mi papá sembrábamos respetando el suelo. Sin químicos la verdura tiene otro sabor y me hace acordar a mi niñez. Es como si estuviera allá”, dice.
Virginia tiene el cabello oscuro y cuando trabaja lo lleva recogido. Le gusta hacer comidas que le recuerden su Bolivia natal. Su recorrido no fue fácil. Primero se mudó a Tarija, al norte de su país, donde se casó y tuvo a sus tres primeros hijos (hoy de 27, 24 y 21 años). Luego decidió cruzar la frontera y probar suerte en Argentina, donde vive desde 2005. Dejó a sus hijos bajo el cuidado de su madre. “Me vine sin conocer Argentina. Aquí conocí al amor de mi vida, tuve dos hijos más y me quedé. Ya creo que voy a tener que morir aquí”.
Los primeros años en Argentina trabajaba produciendo verduras y hortalizas en un campo donde no tenía más comodidad que una pieza pequeña. Es la realidad habitacional de los trabajadores rurales en todo el país: precaria. Las instalaciones donde viven los agricultores —en su gran mayoría construidas con bolsas y palos— no cumplen con las condiciones mínimas de seguridad e higiene. Muchos duermen entre sus pertenencias, materiales de trabajo y bidones de veneno, lo que representa un riesgo para su salud. A Virginia aún le deben salarios de entonces.
Además, sus compañeros de trabajo se burlaban de su forma de hablar, se reían. La suya es la experiencia de muchos migrantes bolivianos que a diario sufren por su procedencia, acento y color de piel. Según el último censo poblacional, en Argentina viven más de 345.000 bolivianos y su colectividad es la segunda más grande luego de la paraguaya. A partir de la década del 60 su llegada fue en aumento y según estimaciones del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) la comunidad boliviana produce el 80% de las frutas, verduras y hortalizas del país.
Después de las verduras, Virginia siguió trabajando en otro tipo de campos. En 2009 cultivaba flores en el barrio Las Banderitas de la ciudad de La Plata cuando se enteró que el líder rural Nahuel Levaggi organizaba reuniones con agricultores de la zona. Su exigencia, algo poco común: dar de comer al pueblo y tener tierras propias. Virginia no lo sabía entonces pero esos primeros encuentros darían inicio al movimiento federal Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT).
Hoy, 12 años después, es la organización campesina más fuerte de Argentina en la lucha por la soberanía alimentaria, el comercio justo y la agroecología. Uno de los movimientos que más claramente revelan la injusticia del campo. En pandemia, sus trabajadores no pudieron aislarse ni parar: en las quintas trabajaron más que antes. Distribuyeron más de dos mil toneladas de alimentos pero también hicieron donaciones, una Red de Comedores por una Alimentación Soberana y verdurazos, una acción de protesta que consistía en vender sus productos a un precio simbólico en las plazas del país.
La desigualdad en el acceso y reparto de tierra se extiende en toda América Latina. Según un informe de OXFAM, el 1% de las fincas de mayor tamaño -más de 2.000 hectáreas- concentran más de la mitad de las superficies agrícolas productivas. A su vez, las pequeñas fincas poseen menos del 13% de la tierra productiva y ocupan una superficie promedio de 9 hectáreas en América del Sur y 1,3 hectáreas en América Central. En Argentina el despojo de tierras -más del 40% entre 1988 y 2018- implica que cada vez hay más pequeños productores con menos parcelas para trabajar. Mientras, el agronegocio acapara grandes extensiones con un modelo productivo basado en la explotación y destrucción de la naturaleza.
En 2014 la UTT realizó un acampe en la Autopista Buenos Aires-La Plata, interrumpiendo un camino clave para el comercio en el país. Reclamaban créditos blandos para la compra de tierras, maquinarias de uso colectivo y un circuito de comercialización propio. Proponían colonias agroecológicas para producir alimentos sanos, accesibles y sin intermediarios. Protestaron tres días entre amenazas de represión de Gendarmería Nacional. Virginia estuvo ahí.
Los policías los cercaban, recuerda: “Yo que siempre fui corajuda les dije ‘voy a hablar’. Así me fui convirtiendo en la vocera de la UTT. Iba a las radios, a los canales de televisión y daba entrevistas”. Hubo arduas negociaciones y la UTT ganó algunas batallas: el Estado les cedió terrenos. Fundaron entonces la Colonia “20 de abril - Darío Santillán” —el nombre de un piquetero asesinado por policías— donde hoy 34 familias, en su mayoría de ascendencia boliviana, disponen de una hectárea para producir frutas y verduras agroecológicas. Si bien el predio tiene un total de 84 hectáreas, sólo pueden producir en 54 porque resguardan a las demás como reserva de bosque.
En su colonia, su nuevo mundo, el suelo está dividido según el cultivo. Los colores de las frutas y verduras son vibrantes y los tallos crecen fuertes. Allí confluyen aromas, tonadas y proyectos comunes. El olor a tierra mojada entra por las ventanas de las casas y se funde con los olores que se escapan de las ollas. Los pájaros cantan y acompañan el trabajo diario de los productores.
A su vez, tienen una escuela especializada en agroecología que tuvo graduados por primera vez en 2018 y abrió paso al próximo sueño: una universidad campesina. En la colonia el trabajo es colectivo y solidario. En asamblea organizan los pedidos de bolsones, deciden cuánto van a producir y a qué precio venderán sus frutas y verduras. Desde hace un año sumaron un nuevo punto de comercialización y cuentan con el Almacén de Ramos Generales. De esta manera, quienes quieran comprar sus productos pueden hacerlo sin intermediarios.
Virginia es parte de esa cooperativa. Ya no es la empleada de una quinta, ya no le pagan poco ni la discriminan. Ahora planta puerro, tomate —redondo y cherry—, pimiento morrón, berenjena, lechuga, repollo morado, chaucha rolliza, coliflor, zanahoria, rúcula, acelga, kale, hinojo, y remolacha. Lo que más le gusta es ser independiente, tener su casa, producir sin órdenes de nadie. Habla de su huerta con emoción y orgullo.
Su nuevo mundo no está completo, tiene también temas pendientes. Todavía falta que cada familia consiga la titularidad de su hectárea productiva, porque no alquilan pero tampoco tienen un papel que los acredite como dueños. La UTT exige para eso la sanción de una Ley de Acceso a la Tierra. En octubre 2020 presentaron por tercera vez — la primera fue en 2016 y la segunda en 2018 — un proyecto que contempla la creación de un “Procrear Rural”, un sistema de créditos a largo plazo que le permite al pequeño productor comprar una parcela de tierra para trabajar y una vivienda digna para vivir.
“Es importante que el Estado garantice el acceso a tierra para todos los pequeños productores. Si los agricultores trabajan en pésimas condiciones el alimento no va a ser el mejor. Con trabajo digno, en cambio, se puede garantizar alimento sano para toda la población”, dice Agustín Suárez, representante de la organización.
Conseguir la titularidad de la tierra es particularmente difícil para las mujeres rurales. Rosalía Pellegrini, Coordinadora Nacional de la Secretaría de Género de la UTT, dice que falta mucho en este aspecto. Porque las mujeres se encargan del trabajo en las huertas y también de las tareas de cuidado en sus casas, sin que eso les signifique mejoría: “Las mujeres trabajamos en los campos pero las decisiones sobre la titularidad de la tierra y los acuerdos con los dueños siguen enfocados en los varones de las familias”.
Según datos de OXFAM, en América Latina las mujeres representan menos del 12% de la población beneficiada por políticas de reforma agraria. “La violencia que se ejerce sobre el territorio es la misma violencia que vivimos nosotras en nuestros cuerpos y hacia los ingresos cada vez más deteriorados que recibimos por nuestro trabajo”.
II. Paraguay: soja y malhabidas
Es febrero y las chicharras cantan sin parar. Pascual Figueredo busca reparo bajo la sombra, seca el sudor de su rostro y bebe un poco de agua fría. En el Asentamiento 3 de julio, un predio de 1.792 hectáreas en el departamento paraguayo de Canindeyú, distrito de Maracaná, la temperatura ronda los 40 grados en verano. Pascual es agricultor e integrante de la Organización de Lucha por la Tierra (OLT), nacida en 1993 para defender los derechos campesinos, promover la reforma agraria y la democratización de la tierra.
Aquí residen 130 familias campesinas desde el año 2019. Ocupan la tierra para exigir 600 hectáreas. Cultivan mandioca, piña, sésamo, poroto, maní, frutas y hortalizas para consumo interno. También construyen una gran huerta para todas las familias.
La zona está cubierta de árboles de distintas formas y alturas. Los pastizales verdes se cuelan en las viviendas que sus habitantes han logrado levantar. Los niños juegan entre cultivos, alimentan a las gallinas que caminan libres y aprenden a convivir con la naturaleza. Sin embargo, el agronegocio los cerca. En este rincón de Paraguay se enfrentan dos modelos productivos antagónicos. Y eso de por sí es una rareza porque en la mayoría del país el agronegocio ya se ha devorado al pequeño productor.
“Alrededor de nuestra área pretendida todo es monocultivo y sojización. El agronegocio está manejado por grandes empresarios y narcos. Ellos usan todo tipo de tóxicos, principalmente glifosato”, cuenta Pascual Figueredo, de 27 años. Cuando tenía 12 inició su militancia en el Movimiento Campesino Paraguayo (MCP) y a los 21 viajó al estado brasilero de Paraná para estudiar en la Escuela Latinoamericana de Agroecología (ELAA). Es un hombre de mirada cálida y en sus ratos libres toca la guitarra.
Paraguay es uno de los países con peor distribución de tierras y mayor tasa de desigualdad en América Latina. Un 2,58 por ciento de los habitantes concentra el 85,49 por ciento de las tierras agrícolas de más de 500 hectáreas, según una investigación del sociólogo Ramón Fogel.
Vivir en un asentamiento, en una tierra ocupada, es estar en constante estado de alerta. Porque el Estado los considera delincuentes y las violencias llegan en forma de agresiones, hostigamientos e incluso asesinatos. De acuerdo al “Informe Chokokue 1989–2013: el plan sistemático de ejecuciones en la lucha por el territorio campesino” de la Coordinadora de Derechos Humanos del Paraguay (Codehupy), en el período 1989-2013 se registraron 115 ejecuciones extrajudiciales y dos desapariciones de dirigentes e integrantes de organizaciones campesinas de lucha por la tierra. Solo en 8 casos hubo condena a los autores materiales. Posteriormente, entre 2013 y 2015 hubo 43 casos de violencia hacia comunidades campesinas afectadas por fumigaciones sojeras.
Vivir en un asentamiento también es saber que puede llegar un desalojo violento como ocurrió el 26 de diciembre de 2019. Un operativo organizado por la fiscalía Curuguaty irrumpió a primeras horas de la mañana y destruyó las casas y pertenencias de los residentes. A partir de ese momento crearon una Coordinación distrital con la participación de 6 comunidades “sin tierra”. Las autoridades volvieron a intentar desalojarlos varias veces, pero también los campesinos se organizaron y lograron mantener la ocupación.
En Paraguay el proceso de despojo y apropiación de tierras se acentuó durante la extensa dictadura militar encabezada por Alfredo Stroessner (1954-1989), extendiéndose incluso años después. Según un reporte de la Comisión de Verdad y Justicia, entre 1954 y 2003 se adjudicaron 7.851.295 hectáreas de manera irregular —19,3 por ciento del territorio nacional— a empresarios extranjeros, funcionarios políticos y militares de alto mando. Hoy esas tierras—conocidas popularmente como tierras malhabidas—se destinan principalmente a la producción de soja.
En 2014, el entonces Procurador General de la República Alfredo Moreno, se lanzó un trabajo conjunto entre el Instituto Nacional de Desarrollo Rural y de la Tierra (INDERT), el Ministerio del Interior, el Ministerio Público, el Poder Judicial y la Procuraduría General de la República para recuperar tierras con base en el informe de la Comisión de Verdad y Justicia. Uno de los casos más emblemáticos fue el de la Colonia Santa Lucía, en Itakyry, Alto Paraná, donde el INDERT recuperó tres mil hectáreas y reubicó a 575 familias. Si bien el anuncio anticipaba grandes acciones, los avances concretos han sido escasos y la Procuraduría no ha brindado más informes. Pascual, el campesino de 27 años, dice que seguirán peleando hasta lograrlo: “Para nosotros tener nuestra tierra significa tener una base para el sustento mínimo. Por eso aquí nos unimos entre pueblos y hacemos una lucha patriótica para recuperar las tierras”.
Belén Romero también es campesina. Nació en el campo, tiene 30 años, mirada profunda y cabello enrulado igual que su hija Ñasãindy, de 3 años. Tiene 11 hermanos, casi todos migraron a la ciudad pero ella se quedó con sus padres, en su tierra.
Vive en la comunidad Laguna, en Itakyry, a 435 kilómetros de Asunción, la capital del Paraguay. En 2013, se acercó a la Organización de Mujeres Campesinas e Indígenas Conamuri, donde escuchó por primera vez sobre agroecología y la batalla que puede existir alrededor de las semillas. Comprendió la importancia de quedarse en la chacra, cerca de y mantener sus raíces. Desde entonces trabaja en rescate, conservación y reproducción de semillas nativas y criollas. “Las personas mayores vienen y me comparten semillas que se están extinguiendo -explica-. Me preguntan si tengo otras que produjeron en algún momento de sus vidas. A mí me gusta mucho ese proceso y poder compartir con la gente”.
Mientras Belén Romero va haciendo un banco de semillas nativas, su familia se dedica a la elaboración artesanal de yerba mate, que venden en bolsitas a sus vecinos. No comercializan a gran escala porque no logran competir con los productos que ingresan de contrabando desde Argentina y Brasil.
Como ellos, la mayoría de las familias de esa zona cultivan y, producen lácteos para autoconsumo, en tierras alquiladas a terratenientes. “Eso dificulta mucho la organización popular porque el enemigo está muy presente. A muchos les cuesta denunciar fumigaciones y aquí tenemos muchos casos de niños y niñas que mueren intoxicados”.
En Paraguay la soja está en todos lados. Según OXFAM, las plantaciones desplazan a otros cultivos porque ocupan el 68,4 por ciento de la superficie cultivable del país. En 2014 más del 80 por ciento de las exportaciones estuvieron en manos de 8 corporaciones agroexportadoras: Cargill, ADM, Bunge, Compañía Paraguaya de Granos, Noble, Grupo Favero y Louis Dreyfus.
Antes de la invasión sojera, en esta zona este del Alto Paraná había selva. Durante la dictadura las tierras cayeron en manos de socios políticos de Stroessner e iniciaron los desalojos. Muchas familias resistieron, pero otras fueron expulsadas y empujadas a la pobreza. Hoy la nueva dictadura es el agronegocio, son ellos quienes expulsan: “Convencen especialmente a los jóvenes que en el campo no vale la pena vivir porque ser campesino y ser indígena no es nada en esta sociedad”, dice Belén. “Algunas familias venden las tierras y migran a la ciudad y allí se dan cuenta que la situación es mucho peor. No tienen ni dinero ni los medios para producir comida”.
III. Bolivia: hacia la soberanía alimentaria
Aditha Mamani Chipana tiene una pequeña lechería en la comunidad Pillapi, municipio Tiwanaku, Bolivia. Ordeña vacas y elabora quesos. Todos sus productos van directo al consumidor; ella misma los lleva al mercado, a panificadores y pasteleros. Varios de sus hermanos migraron a la ciudad para ser profesionales, buscando otros trabajos. Sus hijas también se fueron.
Además de dedicarse a la ganadería, Aditha es parte de la Organización de Mujeres Aymara del Kollasuyo (OMAK) y promotora de Fundación Tierra, enfocada en el desarrollo sostenible en comunidades campesinas, originarias e indígenas. “Para una mujer levantarse como líder es difícil porque aún nos desvalorizan. Trabajamos mucho pero el trabajo de una mujer no es tenido en cuenta ”, dice.
Aditha es indígena aymara. Tiene 49 años, el cabello largo, negro y trenzado. Se viste con ropas coloridas y faldas hasta los tobillos. Lucha contra la violencia hacia las mujeres rurales, impulsa la producción local y también trata de concientizar sobre lo dañinos que son los agrotóxicos en la agricultura porque Suma Qamaña — que significa “vivir bien” en lengua aymara — no contempla el uso de fertilizantes e insecticidas.
A pocos metros de su chacra hay un terreno de 80 hectáreas que el pueblo cultiva de forma colectiva porque les fue heredado por sus antepasados. Lo manejan como cooperativa. “Yo aquí estoy sembrando diez variedades pero la que era la papa antigua, la que tenían nuestros abuelos y bisabuelos, ya se ha perdido. Nuestra generación se está olvidando de nuestras culturas” , dice triste.
La familia de Aditha vive en surcofundios, es decir, mini-campos. El presente de su país, producto del fenómeno de la extrema subdivisión de la tierra, porque año tras año las parcelas se han vuelto cada vez más pequeñas, en promedio de una hectárea o menos. En Bolivia el 65,72 por ciento de los territorios están ocupados por grandes fincas. Pero además, el 30% de la superficie del país está cubierta por soja. El desplazamiento de las tierras campesinas a favor del monocultivo es una constante en América Latina y si bien Bolivia ha tenido un proceso de reglamentación de la tierra más favorable que otros países, la presencia del agronegocio es tan cotidiano como dañino.
Tanto que durante 2018 y 2019 el 60 por ciento de la comida en Bolivia provenía de importación, redundando en una pérdida de soberanía alimentaria, dice la investigadora Aymara Llanque Zonta. La académica es fundadora de Madre Tierra Amazonia, una microempresa comunitaria que se dedica a la recolección y recuperación de pulpa de frutas. Siembran, cosechan y venden pero, igual que sucede en Paraguay, en Bolivia las economías locales tampoco logran competir con la producción a gran escala. Los campesinos no tienen acceso a mercados que aseguren precios dignos.
Y mientras tanto “comemos todos los días frituras, grasas, harinas; esa es nuestra realidad. Entonces la fragilidad está en la comida y en el derecho a la tierra”, lamenta la investigadora. Los que saben cultivar no tienen tierras o no pueden competir con agronegocios. Y no es sólo asunto de campesinos, afecta a muchos más.
La lucha por el acceso a la tierra en América Latina es tan antigua como los procesos de colonización, apropiación y distribución desigual de tierras. Hablar de alimentos es hablar de vínculos: con la tierra que los gesta, con la identidad de los pueblos que los elaboran, con nuestras elecciones diarias. En cada plato hay territorios, culturas y resistencias.
Mientras los aviones fumigadores envenenan los suelos paraguayos, Pascual reclama tierras para vivir y Belén preserva la identidad de su pueblo conservando semillas nativas, guardando ese tesoro que algún día valoraremos. En Argentina, Virginia anhela ser dueña de su propia casa pero no espera, sigue produciendo frutas y verduras agroecológicas, sin restos de veneno. Al norte, en Bolivia Aditha apuesta por la agricultura familiar a pesar de las restricciones. Y Aymara no deja de pensar estrategias para que sus productos puedan competir en los mercados.
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