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Atención flotante es el correo mensual de nuestra columnista Alexandra Kohan que se propone formular preguntas donde solo había respuestas.

“Son lecturas posibles a partir de cosas, nimiedades que están dando vueltas en el aire y que en apariencia no tienen ninguna importancia. Detenerse y subrayar algo que no había advertido antes. Formular preguntas donde sólo hay respuestas. No tengo todo pensado”, advierte la autora.

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Notas sobre la interpretación

Notas sobre la interpretación

Alexandra Kohan

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El analista interpreta (...) para hacer hablar a los equívocos y no para descifrarlos

Alberto Giordano

I. Me gustó especialmente Sobre la interpretación, la clase-ensayo de Alberto Giordano publicada por Queja ediciones. En principio porque aborda un asunto enorme, objeto de psicologismos y doxas, y lo va desplegando sutilmente, lo va trabajando -como quien trabaja una masa- de un modo tal que da cuenta de la fragilidad del asunto a la vez que de la necesidad de despejar de qué se trata. Pero además me gustó especialmente porque es una clase-ensayo dirigida a estudiantes de una materia psicoanalítica, y si bien el auditorio nunca está dado y hay que construirlo, la pequeña extranjería del crítico literario posibilita el desasimiento de los sobreentendidos y los “entre nos”. La transmisión siempre me resulta mucho más viva, mucho más vivaz y sorpresiva cuando se produce por fuera de lo familiar. Pero eso no está garantizado en la extranjería de una disciplina, sino en la extranjería que se pone en juego en la enunciación. Alberto Giordano no da una clase, no es un profesor -en el sentido de quien tiene las respuestas a preguntas que no se han formulado-, es un lector que habla y dice. Se trata quizás de eso que Lacan señaló del “enseñante”, que sería algo así como un profesor que va construyendo, al modo de un collage, las piezas de la enseñanza sin preocuparse por que todo encaje. Hay profesor en la medida en que la cuestión de la enseñanza no se problematiza. Y si algo hace Giordano acá, es sostener lo problemático, sostener el problema en tanto tal, el de la interpretación y el de la enseñanza. Dice: “La relación con un problema que se busca formular y resolver es siempre más activa que con un tema ofrecido a la comprensión, es más divertida y riesgosa, apasionada, por decirlo enfáticamente. Si yo afirmo que el de la interpretación es un problema que inquieta al pensamiento occidental desde Aristóteles, que todavía inquieta nuestra época, porque con Nietzsche y Freud aprendimos que no hay, ni podría haber, una teoría general de las interpretaciones, afirmo verdades, pero no es seguro que, al escucharlas, aparezcan ante ustedes bajo la forma inestable y movilizadora de una interrogación. Los problemas que estimulan las búsquedas de saber nunca están dados, hay que formularlos como tales, activando lo que ciertos temas tienen de misterioso a través de la conceptualización exploratoria (eso que Freud llamaba ”especulación“). Tal vez no sea conveniente explicitarlo, pero tengo una fantasía: que esta clase, además de instruirlos, sirva, a quienes tengan deseos de aprender, para que puedan formularse algunos de los problemas que rodean al acto de interpretar”. Y entonces, el texto de Giordano hace lo que dice: nos pone frente a un asunto que “envuelve algo inquietante, que nos interroga y nos sacude, que nos problematiza”.

II. La interpretación no es algo exclusivo ni fundamental del psicoanálisis, sino del humano: “el humano es un animal hermenéutico, que vive interpretando (...) ”hermenéutica“ deriva del griego hermeneutiké tekhne, que significa ”arte de la interpretación“. En tanto ser hablante, es decir, ser-en-conversación, el humano está siempre interpretando”, sigue Giordano. Justamente por eso se trata de precisar de qué está hecha la interpretación en un análisis. Dice Lacan: “En la práctica analítica no se trata simplemente de hacer cosquillas. Uno se da cuenta de que hay palabras que incitan y otras que no. Es lo que se llama interpretación”. Por eso para que queden subrayadas esas palabras que incitan o, en términos de Juan Ritvo, “esa palabra que impacta, que uno no entiende un carajo, pero que sin embargo le concierne y lo atraviesa”, se trata entonces no de interpretar, sino de leer. Se trata de la función de la lectura.

III. “La experiencia de leer no es otra cosa que la experiencia de esperar”, dice Juan José Becerra. Y la interpretación es lo contrario de la espera. Es anticipación de sentido, es un saber anticipado. La interpretación es siempre, por eso mismo, un poco delirante -como si dijéramos: toda interpretación es sobreinterpretación-. Porque es un saber que viene a encajarse desde antes, independientemente de la experiencia de la lectura. Mientras que la lectura es el sentido en espera, el sentido llega incluso un poco tarde, demorado, desfasado.

IV. Interpretar es, a veces, lo opuesto a leer. La lectura no es en espejo. Cierta hermenéutica, en cambio, rechaza la diferencia y “en lugar de leer el texto no hace más que imaginarizarlo”, tal y como sostiene Juan Ritvo. Por eso muchas veces la interpretación suscita tensión y violencia y hasta un poco de persecución. En esa clase de hermenéutica se busca un sentido que se va a encontrar, es una lectura sostenida en una economía sin pérdida. Sentido y sujeto hermeneuta están, por otra parte, previamente dados y se garantizan mutuamente. El encuentro entre sujeto, sentido y saber se produce, gracias al acto hermenéutico, en un ajuste, en un acople sin obstáculos. No hay discordancia, no hay fracaso del sentido, no hay pérdida de ningún tipo: hay garantía de saber y de sujeto. Leer, en cambio, hace de la equivocidad un juego, una resonancia; produce una especie de disposición que alivia lo tenso de la suposición de un sentido autorizado. Mientras que la interpretación hace de lo equívoco un signo descifrable, la lectura soporta la inquietud del equívoco.

V. La incertidumbre de los signos en el amor es otra de las figuras de las que se ocupó Roland Barthes al hablar del enamorado: “Ya sea que quiere probar su amor o que se enfurece por descifrar si el otro lo ama, el sujeto amoroso no tiene a su disposición ningún sistema de signos seguros. Busco signos, pero ¿de qué? [...] ¿Es mi futuro lo que intento leer, descifrando en lo que está inscrito el anuncio de lo que me va a ocurrir, según un procedimiento que tendería a la vez a la paleografía y a la adivinación? ¿No es más bien, en resumidas cuentas, que quedo suspendido en esta pregunta, de la que pido al rostro del otro, incansablemente, la respuesta: cuánto valgo?”. En la demanda el sujeto pide, cuando intenta leer signos, pruebas del amor, pero ninguna alcanza. ¿No es acaso una especie de oxímoron “prueba de amor”? Los signos no pueden ser pruebas “porque cualquiera puede producirlos falsos o ambiguos. De ahí ese volverse, paradójicamente, sobre la omnipotencia del lenguaje: puesto que nada asegura el lenguaje, tendré al lenguaje por la única y última seguridad: no creeré ya en la interpretación”, dice Barthes que se dice a sí mismo el sujeto enamorado. Amor y lectura: experiencia de espera.

VI. “En lugar de una hermenéutica necesitamos una erótica del arte”, dice Susan Sontag en Contra la interpretación. Y pienso que la interpretación suele ser tediosa, agobiante, aplastante. Mientras que la lectura, como dice Eduardo Berti en Método fácil y rápido para ser lector -FCE-, es una fiesta: “Si leer es una fiesta, ¿por qué limitarse a una serie de reglas idénticas o de protocolos previsibles?”. Pienso entonces que esas reglas idénticas o de protocolos previsibles se oponen a la erótica de la lectura. Leer es un acto erótico, porque implica el cuerpo y el tembladeral del deseo. Interpretar, en cambio, es confirmar, ratificar, solidificar, anular lo inquietante para quedarse con lo sabido. No hay ningún riesgo: es saber aplicado y aplacado.

VII. Leer no es interpretar. Leer es perderse, desorientarse y arriesgarse. Interpretar un libro, por ejemplo, puede implicar la atribución al autor de una intención, una biografía y, por supuesto, una autoridad. Dice Giordano: “cuando al leer presupongo que una obra es una manifestación de una voluntad expresiva del autor, y a este le atribuyo una función de causa o fundamento, entonces intento someter a la lectura a una disciplinada voluntad de reconocimiento, de reproducción. ¿Qué reproduzco? Lo que ya sé sobre lo que ese autor piensa y dice, de acuerdo con la caracterización propuesta por interpretaciones que juzgo autorizadas”. Leer así sería, en rigor, no leer. No dejarse tomar por un texto y, en cambio, violentar una atribución al autor. Me apena que hoy en día haya más interpretaciones de libros que lecturas. Lo pienso cuando leo algunas reseñas que notablemente evidencian prejuicios que el reseñista tiene sobre el autor; o cuando los libros son interpretados según un tema poniendo al autor en el lugar de autoridad respecto del tema abordado. Leer, en cambio, daría cuenta de los procedimientos de un texto, de las voces enunciativas de un narrador y del olvido del autor.

VIII. Menos hermenéutica y más erótica, dice Sontag. Y pienso en las maquinitas reproductoras de prejuicios que impiden leer. Y entonces pienso en esto que dice Inés Bortagaray en el prólogo de Cuántas aventuras nos aguardan -editado por Criatura Editora-: “no recuerdo ninguna mala reseña con firma, pero sí alguna publicada en algún blog, firmada con seudónimo, que criticaba los libros breves escritos en primerísima persona, nacidos del taller de Lucifer, crecidos en el amparo del berretín de la autorreferencialidad y de la construcción de una voz arácnida, que teje una red de solipsismo y de intimidad (bochornosa, por cierto), una atención casi obsesiva por la infancia y (oprobio de los oprobios) una búsqueda presuntuosamente terapéutica en todo el movimiento. Lo de la búsqueda terapéutica me horrorizó de veras (...)”. ¡A mí también! El psicologismo berreta -casi una redundancia- de suponer y atribuir una escritura terapéutica me desmorona. La autora se refiere a lo que se escribió acerca de su segunda y encantadora novela. El bloguero -que no arriesgó ni su nombre- no leyó la novela, interpretó a la autora, a lo que él le atribuyó, a lo que él supuso de ella. Si la hubiera leído, habría advertido que la primera persona no coincide con la autora, ya que la narradora es una niña. Del procedimiento literario, de la narración de ese viaje que es la infancia, de lo difícil que es lograr una voz infantil preservando la oscuridad y el erotismo que también tienen los niños -es decir, una voz infantil pero no pueril-, del humor de la novela, el seudónimo no pudo decir nada. Se limitó -porque esta clase de interpretaciones son limitantes y provienen de personas limitadas en su capacidad de asombro- a aplicar prejuicios, códigos y protocolos: los de su férreo Yo. Y, siguiendo a Berti, se quedó afuera de la fiesta de la lectura de la novela de Inés Bortagaray -editada también por Criatura Editora- Prontos, listos, ya. Interpretar por miedo a perder lo que se cree que se tiene es, sin dudas, quedarse afuera de una fiesta.

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AK

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