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Atención flotante es el correo mensual de nuestra columnista Alexandra Kohan que se propone formular preguntas donde solo había respuestas.

“Son lecturas posibles a partir de cosas, nimiedades que están dando vueltas en el aire y que en apariencia no tienen ninguna importancia. Detenerse y subrayar algo que no había advertido antes. Formular preguntas donde sólo hay respuestas. No tengo todo pensado”, advierte la autora.

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Viajes y lecturas/Becca Tapert
15 de septiembre de 2022 07:00 h

Cada viaje, por sucinto que sea, es capaz de imponerse como un ensayo de emigración.

Martín Kohan

 

I. El otro día me escuché diciendo “yo viajo como leo”. Lo dije a propósito de las distintas maneras de leer y de viajar, de cada uno y de cada época. Porque así como cada época pone en juego distintas maneras de leer, también evidencia maneras distintas de viajar. ¿Cómo se lee hoy? ¿Cómo se viaja hoy? Entonces pensé en algunos viajes que hice recientemente, en los últimos años, y advertí la manera diferente en la que viajé respecto de otras épocas de mi vida. Y es que también mi manera de leer ha cambiado muchísimo a lo largo de los años. Viajo como leo: no pretendo saber demasiado antes del viaje, no pretendo conocer lo que hay que conocer, no hago recorridos definidos previamente, no preveo los lugares que voy a visitar. Me dispongo, ahora más que antes, a encontrar lo que no busco y a estar dispuesta a perderme, sobre todo, de lo que hay que hacer, de lo que hay que visitar. Como en la lectura, desecho la información disponible para abocarme al texto, ese del que se va a desprender un saber como efecto. Y un saber no se subsume en información. El saber excede las referencias y precipita hallazgos que no se pueden leer si las referencias pretenden agotarlo todo. Cuando leo, como cuando viajo, no quiero saber demasiado antes y no porque me gusten las aventuras -nada más alejado de lo que estoy pensando- sino porque no me gusta que ese saber anticipado me oriente, me guíe, me determine. No es que quiera perderme en una ciudad que no conozco, es que quiero perderme de lo que ya-se-sabe. Sería, en rigor, perderse de lo familiar, de lo conocido, de lo que vuelve siempre al mismo lugar, ese lugar esperable y esperado, visitado y revisitado.

II. Martín Kohan dice en Zona Urbana que Walter Benjamin tuvo que aprender a perderse en Berlín, la propia ciudad. Lo cita así: “no orientarse en una ciudad no significa mucho. Pero perderse en una ciudad como uno se pierde en un bosque requiere entrenamiento”. Y, sigue Kohan, “Benjamin no está haciendo un elogio de la mera desorientación. No habla de perderse, sino de aprender a perderse, de entrenarse para perderse (...). Lo que Benjamin propone no es una práctica que consiste en perderse en las ciudades: lo que Benjamin propone es aprender a perderse en una ciudad en particular, que es la propia”. Se trata, no de enseñar sobre Berlín, sino, dice Kohan, de un modo de mirar y de leer. “Los textos de Benjamin sobre Berlín son, de alguna manera, esas guías de la desorientación, y allí es posible aprender a perderse”. Por eso este texto no se trata de un empuje a viajar, sino de muy otra cosa.

 

III. Cuando yo era chica mi mamá tenía una agencia de viajes. La novela familiar cuenta que como a ella le gustaba tanto viajar decidió trabajar de eso y de paso aprovechar los descuentos que les hacían a los agentes de viaje. Pero lo cierto es que la realidad económica de mis padres en esa época lo permitía. A ella le encantaba viajar pero no había un moralismo del viajar. No se hablaba de fuga, ni de experimentación, ni de abrirse a lo nuevo, nada parecido a eso. Simplemente se viajaba. Viajamos muchísimo, sobre todo en las vacaciones de invierno, casi siempre a los mismos lugares. Viajábamos mis tres hermanos y yo con mi mamá -mi papá se quedaba trabajando o quizás aprovechando la soledad, no sé-. Ella decía “la gallina con los pollitos” -me acabo de acordar-. A medida que mis hermanos crecían y empezaban sus compromisos con el colegio secundario o con la facultad, no podían venir tanto tiempo y entonces ya no todos viajaban. Y como soy la más chica, uno de los últimos viajes de esa saga lo hicimos sólo ella y yo. Ahora pienso que a ella le gustaba eso: viajar con sus hijos. Siempre, siempre, alguno de nosotros iba con ella. La mejor versión de su maternidad fue la maternidad itinerante, en tránsito.

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IV. Me fastidian los moralismos. Y hay moralismos para todo. Sobre viajar se dice que sirve para experimentar, para abrir la cabeza y para no sé cuántas paparruchadas más. La experiencia no está garantizada en los viajes. Se puede viajar y no experimentar nada y al revés: puede haber experiencia sin moverse del lugar geográfico.

Parece que Immanuel Kant nunca en su vida salió de de la ciudad de Königsberg.

No a todos les pasa lo que a Pipo Pescador: que el viajar es un placer. Hay personas a las que no les gusta viajar. Y son señaladas como raras por aquellos a los que les incomoda demasiado la otredad, por aquellos que creen que su mundo es el mundo.

 

V. Cuando fui a Roma la primera vez -y única hasta ahora- ya había leído El Moisés de Miguel Ángel, de Freud. Sin embargo, no lo tuve presente al momento de visitar la ciudad. Un día, alguien nos llevó a recorrer la zona en la que se encuentra la Basílica de San Pietro in Vincoli, en donde se halla El Moisés. Entramos y me lo encontré de golpe, sin saberlo. Fue en ese instante en el que recordé el texto freudiano y lo que a Freud le pasó con ese Moisés. James Strachey dice: “El interés de Freud por la estatua de Miguel Angel era de antigua data. Fue a verla el cuarto día de su primera visita a Roma, en setiembre de 1901, así como en muchas oportunidades posteriores. Ya en 1912 proyectaba el presente trabajo, y el 25 de septiembre le confesó desde Roma a su esposa: «Visito todos los días al Moisés de San Pietro in Vincoli, sobre el cual quizás escriba algunas palabras». Pero no lo hizo hasta el otoño de 1913. Muchos años más tarde, refiriéndose a este trabajo en una carta que envió el 12 de abril de 1933 a Edoardo Weiss, le decía: «Día tras día, durante tres solitarias semanas de setiembre de 1913 [un desliz por 1912], permanecí en la iglesia frente a la estatua, estudiándola, midiéndola y dibujándola, hasta que me alumbró esa comprensión que expresé en mi ensayo, aunque sólo osé hacerlo en forma anónima. Pasó mucho tiempo antes de que legitimara a este hijo no analítico»”. 

Me acordé de que cuando salimos de la Basílica me tropecé en las escaleras y me caí. Ahora creo que esa caída pudo haber sido efecto de estar reprochándome haberme olvidado de visitar El Moisés. Algo así como no haber sabido antes lo que tenía que hacer. La caída es, por fin, la caída de un deber ser.

 

VI. Freud extrajo no pocas consecuencias de las experiencias que atravesó durante los viajes: se fue a formar a París con Charcot y dejó para siempre la neuropatología; Signorelli, el caso de su olvido con el que comienza Psicopatología de la vida cotidiana, ocurrió en un tren; en la Acrópolis experimenta lo que da en llamar un trastorno en la memoria -que no es exactamente un olvido simple y puro-, Freud se angustia. En Das Unheimliche -recomiendo la edición de Lionel Klimkiewicz, Mármol izquierdo editores-, pone de ejemplo una experiencia de extrañeza cuando en un tren ve a un viejo decrépito y de golpe advierte que el “intruso” era él mismo reflejado en un espejo. En el mismo texto pone otro ejemplo de extrañeza -según recordó Mariela Parada-: Freud está en una pequeña ciudad italiana y quiere irse de una calle pero advierte que “retorna otra vez” involuntariamente, al mismo punto del que partió, varias veces. Esa zona, agrega Juan Ritvo, de la que quiere huir pero no puede, es un barrio de prostitutas.

Cuando habla de la asociación libre usa la metáfora siguiente: “Compórtese como lo haría, por ejemplo, un viajero sentado en el tren del lado de la ventanilla que describiera para su vecino del pasillo cómo cambia el paisaje ante su vista”. Y es que no caben dudas de que un análisis también es un viaje: desde un lugar, siempre el mismo, marcado en el cuerpo, hacia un destino incierto, un destino por escribirse.

VII. Juan Ritvo dijo que escribió sobre París antes de conocerla. Martín Kohan dice de la estadia de Benjamín en París: “Benjamin «lee» París fundamentalmente porque lee a Baudelaire. Si hay lectura, en sentido metafórico, de los espacios y los fenómenos urbanos, es porque hay una lectura, en sentido literal, de la literatura que ha captado y ha plasmado lo que la modernidad hizo de esos espacios y esos fenómenos (...). Es decir que Benjamin lee la ciudad en los textos literarios de Baudelaire, porque lee esos textos como si fueran una ciudad (...). Benjamin es aquí un lector, y no un flâneur: la lectura de Nadja de André Breton y de El paisano de París de Louis Aragon está en la base del impulso para la Obra de los pasajes (...). La intensa agitación física que experimenta Benjamin, de acuerdo a lo que le escribe a Adorno en una carta, no se debe al traqueteo del tráfico de la gran ciudad: se debe a la lectura de Aragon”.

Osvaldo Umérez me dijo alguna vez, hablando de la práctica del psicoanálisis, que la experiencia está en la lectura.

Juan Ritvo dijo también que hoy en día el turismo anula la posibilidad de la extranjería y de la extrañeza. También escribió un libro llamado Venezia, que es sobre Venecia y también sobre muchos otros asuntos.

VIII. Charly Galicia recordó un fragmento de la novela Formas de volver a casa, de Alejandro Zambra: “Caminé anoche durante horas. Era como si quisiera perderme por alguna calle nueva. Perderme absoluta y alegremente. Pero hay momentos en que no podemos, no sabemos perdernos. Aunque tomemos siempre las direcciones equivocadas. Aunque perdamos todos los puntos de referencia. Aunque se haga tarde y sintamos el peso del amanecer mientras avanzamos. Hay temporadas en que por más que lo intentemos descubrimos que no sabemos, que no podemos perdernos. Y tal vez añoramos el tiempo en que podíamos perdernos. El tiempo en que todas las calles eran nuevas”.

 

IX. Convivo con quien alguna vez escribió: “Se parte con pena y se retorna con urgencia, siempre”. A él no le gusta viajar. Y entonces cuando viaja por trabajo -siempre viaja por trabajo- sé que su felicidad se precipita incontenible al regresar. Su felicidad, pero también la mía. No sólo porque vuelve, sino porque soy testigo de esa felicidad suya, la de volver a la ciudad, porque lo que le gusta no es volver al país, sino a la ciudad, a la ciudad de Buenos Aires -a la que considera la más linda del mundo-. Dice: “los viajes me ponen, no solamente más porteño, sino también, más judío”. Y entonces, cuando puedo ir a buscarlo al aeropuerto, mi dicha es más grande. Y entonces voy escuchando Baby´s coming back to me, de Jarvis Cocker. Acá la dejo: https://open.spotify.com/track/1Cf4dRR2VtxMiIdx7UfHqs?si=6769a89aa7b94e68

AK

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