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Victoria Gesualdi

19 de abril de 2024 23:59 h

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“Tacitas no es un merendero”, dice Otilia Ledesma, de 48 años. No es un error: definir el espacio como un merendero es poco. Junto a otras cinco mujeres, todas migrantes, Otilia le da de comer a cientos de personas desde el 2018 como parte de su organización La Poderosa.  “Tacitas es un refugio”, afirma. 

Su jornada se reparte entre sus roles de madre, cocinera comunitaria y trabajadora. La trama de su día se enreda con tareas que expanden las horas para que alcancen: servir la leche o cocinar parece un fragmento pequeño en el relato completo. Para que la comida esté disponible en la olla, antes hubo que buscarla ida y vuelta con el carro desde el merendero en el barrio San Blas hasta el otro lado de la Villa 21-24 en la zona sur de la ciudad de Buenos Aires, conseguir donaciones para sostener el espacio, mantener su limpieza, arreglar la humedad de la última inundación, y además, garantizar la propia subsistencia y el cuidado de la familia. Algunas organizaciones describen ese día eterno como una triple jornada laboral. 

La fotógrafa Victoria Gesualdi se enfoca en estas mujeres que sostienen el entramado social de sus propios barrios con su trabajo y su tiempo. 

“Estamos hablando de hambre”

Tacitas brinda merienda de lunes a viernes y almuerzo dos veces por semana, pero las puertas están siempre abiertas: son la posibilidad de una escucha en un contexto en el que la violencia, el abuso y el consumo desbordan las calles del barrio. “La organización salva vidas”, asegura Otilia. Ella misma es un ejemplo: durante más de 23 años fue violentada por su ex pareja y esa misma contención que hoy da, fue la que le permitió a ella denunciar y comenzar el camino para ser una referente popular. 

El merendero no está reconocido oficialmente, ni recibe recursos directos del Estado Nacional. Los primeros meses de 2024 la necesidad hizo que aumentaran alrededor de 100 raciones de almuerzo y llegaron a repartir 265 viandas. “Las familias tienen que pensar si van a comer o comprar pañales o útiles para los hijos. Hay gente que nunca vino y ahora trae su taper”, cuenta Otilia. En el país hay alrededor de 44.000 comedores comunitarios que mantienen sus cocinas abiertas con el trabajo de más de 140.000 cocineras que no cobran un salario por sus tareas. “Siempre nos sentimos abandonadas en este barrio. Los gobiernos no responden con las cloacas, el riesgo eléctrico, el agua… Pero ahora estamos hablando de hambre. Es muy grave. Sin luz podemos estar, pero sin comida…”. 

En el campo de Concepción, Paraguay, de donde migró expulsada por el hambre en 2006, lo único que tenía era una planta de guayaba llena de frutas. “Siempre inventaba comida de eso, disimuladamente, para no decir que no había para comer”, recuerda. Casi 20 años después, la historia se repite en otra coordenada y Otilia, junto con sus compañeras del merendero, inventan comida para mantener la hornalla encendida.

VG/MA

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