Premios Oscar 2021
Ciudadanos del blanco y negro al streaming
Mank, ejercicio disonante y a la vez circular, es la película con más nominaciones a los premios Oscar. Arrasa como arrasa Netflix en un año en el que podremos discutir en vano si hubo cine sin la sala como experiencia. Curiosamente, el filme de David Fincher exige compromisos a un espectador habituado a los destellos del streaming, sugiere el tedio de adentrarse en un mundo pasado cuando todo es instante, transmite ritmos lentos frente a la aceleración imparable, apuesta al blanco y negro, a diálogos referenciados, a enredarnos con otras historias para entender la historia. Resignifica un clásico del que ya se dijo todo, y cambia la perspectiva para repensar la gestación de esa obra cumbre que es Citizen Kane, el filme de Orson Welles guionado por Herman Mankiewicz.
Paradoja o broma de mal gusto, esta reivindicación de un guionista suma 10 nominaciones pero no competirá por el mejor guión que si ganó como único premio Citizen Kane. Y que recibió el propio Mankiewicz, interpretado acá magistralmente por Gary Oldman. Más condimentos para esta historia que es un prisma, un juego de contrastes sobre un lector crítico de un tiempo y su maquinaria mediática, sobre un bebedor deslumbrado por las rubias de Hollywood. Confirmación: por definición benjaminiana, el cine no puede ser aurático. Confirmación y preguntas: ¿quiénes y cómo (se) escriben los guiones de nuestras historias? ¿qué importancia tiene esa escritura en un flujo continuo que todo lo fagocita?
Motivos afectivos, estéticos, políticos y culturales llevaron a Fincher a filmar una película de difícil comprensión. A reescribir la historia de uno de los hitos del cine. El director contó varias veces que su obsesión con Mank se remonta a Alien 3 -1992- que necesitó varios éxitos (diez películas y algunas series entre las que están Zodíaco- 2007- o El curioso caso de Benjamin Button -2008-) para arriesgar este diálogo con la sustancia de un filme global. Sustancia heterogénea remitida en las varias tensiones que se entrecruzan en el guíón.
Hace falta ver y comprender Citizen Kane para que las metáforas del trineo tengan anclaje, para que Rosebud reverbere en la retina. Ver es comprender decía un viejo escritor argentino que ya estaba ciego (“El salvaje no puede percibir la biblia del misionero...” There are more things) y ese, lejos de ser un prejuicio elitista, se ha vuelto un desafío irrenunciable para un mundo de relatos en tiempo real. Mank pide un espectador comprometido, de lo contrario no verá. ¿Comprometido con qué?
Durante los 30 años que Fincher craneó este relato personal y global, se sumergió en un diálogo con su historia y con la historia del cine, que de manera sugerente desembocó en Netflix. El guión de Mank fue escrito por Jack Fincher, el padre periodista de David. Un guión con historia sobre la historia de otro guión, el de Herman Mankiewicz que a los ojos de David asume la autoría de Citizen Kane. Cacofonía, metalenguaje, circularidad, cine sobre cine para honrar también a esta película que cumple 80 años de su estreno. Jack Fincher escribió varias versiones del guión hasta 2003, cuando murió por un cáncer de páncreas. Un filme filial para cualquier director, un padre involucrado, muerto, amado, hibridado con el cine. Los cuarenta y el siglo XXI. Genealogías culturales, jirones familiares. Película. Diez chances para un Oscar, pero guión no.
El de Fincher es también un filme político, como lo fue la película de Orson Welles. Pero cuánta de esa politicidad sobrevive en el placebo del streaming. Sí, remite a ese estreno boicoteado por el poder, asediado por el magnate de medios William Randolph Hearst a quién aludía la película. Hoy podría ser Zuckeberg, Bezos, Bill Gates ese magnate. Aunque la plataformización del mundo no boicotea estrenos, no le hace falta. Fincher también se ocupó de ellos. Deconstruyó y reconstruyó los orígenes de Facebook en La red social -2010-. Y deconstruye el clásico de Welles, focalizado en un guión que está en los orígenes de la maquinaria del cine, del dispositivo mediático, que se fue complejizando de mano de un sistema tecnosocial concentrado. Mank escribe un guión a contrapelo de esa maquinaria que se retroalimenta de todos nosotros, que nos vuelve funcionales y Fincher lo acompaña, lo mira, lo escucha y le presta su voz para volver a contar y decir sin ahorrarnos perplejidades e impotencias. Realismo capitalista diría Mark Fischer¿Qué es ser autor? ¿Qué poder tiene lo dicho a contramano en una cultura que todo lo apropia, lo confirma?
Con La red social, Fincher bromeaba que quería hacer el Citizen Kane de John Hughes. Genealogías. Es curioso ese paralelo. De aquél retrato del joven poderoso de los “me gusta”, cuatro años de su vida entre los 22 y los 26 años a otra estirpe de ícono veinteañero, el Orson Welles de El ciudadano que eclipsó a Mank. Genealogías, continuidad entre aquélla historia de poderes mediáticos y este presente distópico de redes creadoras de mundos a medida. ¿El germen de la ética y la moral de la sociedad de la información ya estaba en aquel viejo mundo que aprendía a manipular datos, información con fines políticos, económicos? Podemos pensar Hollywood desde Roosevelt a Trump, la maquinaria mediática desde el celuloide a la gubernamentalidad algoritmizada. Posverdades del fílmico al byte.
Hay una escena en la que Mank, casi sin querer, es quien da la idea para una campaña de desinformación que ponga freno a los “comunistas demócratas” de California. La información, los medios, el cine, la puesta en escena para manipular elecciones en los albores de la mediación absoluta. Con los “republicanos” como ejecutores, con el magnate Hearst o con Louis B. Mayer el todopoderoso hombre de la MGM a la cabeza, víctimas y engranajes de la seducción de su propio poder en el escenario de la Gran Depresión pos 29. Esos hombres intocables se ponen al frente de las campañas de fake news, intentan acallar a Mank y harán lo imposible para derrotar a Upton Sinclair en las elecciones de gobernador de 1934. Ahora parece cosa de algoritmos, pero no lo es. Nunca lo fue.
Si Fincher y su entonces guionista Aaron Sorkin (nominado a un Oscar de guión por Los siete de Chicago) mostraron varias ironías del enigma de Zuckerberg, si aquélla película desarmaba la utopía democrática que prometía Internet a manos de Facebook aquí podemos rastrear varias continuidades posibles. Hearst modelaba relaciones, formateaba subjetividades, elegía ministros del gobierno de turno y definía rumbos, andariveles para democracias. Mank veía y bebía. Deslumbrado por la bella Amanda Seyfried (candidata firme a la estatuilla) que interpreta a la diva Marion Davies. Amante de Hearst, cándida, rubia, elocuente, es la vedette que pone en evidencia las trampas republicanas y también el instinto de Mank, desinhibido, bebido, locuaz.
El alcoholismo del protagonista atraviesa la historia. Beber para escribir, para decir, para sobrellevar la realidad, para morir también. Una escena se repite. El escritor en la cama, como Proust, como Onetti, como Mark Twain. Su asistente de guión lo ayuda a meterse en la cama, su esposa Sara también. Escribir en cama, boca arriba. No hay melancolía, tampoco estridencias, el filme todo parece la historia de un hombre ilustrado que ve cómo encaja en una maquinaria que lo consume. Ese retrato es conmovedor, y forzándolo un poco aparece en otras películas de Fincher. ¿Quiénes somos, cómo somos, y quiénes decimos ser? ¿Cuál es nuestro poder de intervención en un mundo prediseñado? Una maquinaria de cinismo, tierra fértil para sociópatas, manipuladores, posverdades.
Fincher ha escarbado en esos mundos de manipulaciones. Conoce bien las puestas en escena, en redes o en un matrimonio (que a veces son lo mismo) Algo de eso ocurre en Gone Girl o en la serie MindHunter, para la cual dirigió cuatro capítulos. Perfiles psicológicos. De amantes, de escritores, de criminales en los años 70. No buscamos verdad, buscamos patrones que nos sean útiles para construir perfiles. Los perfiles están hechos de información, y la información es cuantificable, patronizable, manipulable. Un sistema de control institucionalizado incluso en la cultura, con los contrarrelatos como el de Mank destinados a la etiqueta “de culto”. ¿Alcanza la denuncia, el conocimiento, el arte para disputar la maquinaria para intervenir en la maquinaria?
Fincher empatiza con Mankiewicz, lo reivindica sin desmerecer al genio de Welles. Y lo acompaña en su autodestrucción, matizada a veces por el embelesamiento instintivo con Marion Davies, por alguna borrachera épica, por absorber golpes como en su Club de la pelea, saliendo al ring contra el poder de Hearst para rasgar las miserias de Hollywood, que siempre van más allá de Hollywood, sus cámaras y actores. Adulteraciones disfrazadas de sueños. Discursos contra el incipiente comunismo, contra los chinos, contra la venezuelización del mundo, contra las vacunas. Hay dos o tres escenas con argumentos macartistas globales que no cambiaron nada en los últimos 100 años.
Lo que sí cambió es el sistema de distribución, circulación y consumo. Mank es de Netflix, Citizen Kane ni siquiera está en Netflix. Tal vez no lo crean necesario. Netflix, como Youtube, Google o Facebook se permiten incluir los contrarrelatos, las críticas hacia ellos en sus plataformas. Incluso las difunden, las financian. The Social Dilemma dice cosas graves sobre esas plataformas que harán lo imposible para mantener al usuario enchufado. Es un loop de consumo cínico, placebos, referenciados en exabruptos incriminatorios: “Nuestro único enemigo es el sueño”, dijo uno de los timones de la mayor plataforma de streaming. Economía de la atención. Ideas subyugadas. Contradiscursos funcionales. El medio es el mensaje. ¿Y el autor, y la narración?
Mank es escritura, es cine y es ayuda para pensar la política, la cultura, la economía. Para trazar genealogías. Y cuenta una historia, que solía ser lo principal. Pero sus capas sugestivas llegan hasta las tecnologías de la información y comunicación y los poderes que operan sobre ellas. Desde Hearst a Zuckerberg, desde Citizen Kane a Facebook. Con el placebo de las redes, el del alcohol, las pantallas, la belleza de Marion Davies, la seducción de la fama y la necesidad de escribir, deconstruir para comprender, más allá de las impotencias históricas.
HB
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