Eduardo Halfon: “El término autoficción me molesta, me parece nefasto”
“Siempre, sin falta, hallaba un papel doblado en tres. Un solo papel con el membrete de su empresa. Mal doblado, por prisa, supongo. Buscando sus palabras, padre, necesitándolas, lo desdoblaba con ansia. Y como una hoja seca hamaqueándose en la brisa, lento, el cheque caía hacia el suelo. Yo lo dejaba allí, casi olvidado a la par de mis pies, pues lo que realmente me interesaba no era su dinero, padre, sino sus palabras”, apunta el narrador de Saturno, el primer libro del escritor Eduardo Halfon, que salió en 2003 y ahora tiene por primera vez una edición argentina a través del sello Gog y Magog. Coincide esta salida con el nuevo trabajo del autor, que se llama Un hijo cualquiera (Libros del Asteroide) y contiene varios relatos breves que rodean la cuestión de la paternidad. Pero, en este caso, la propia: un niño llega a la vida de un escritor y la trastoca. Dos gestaciones, entonces: la del hijo y la del escritor que se va formando en el camino de la palabra, lejos del silencio paterno que lo atormentaba y de cualquier mandato. Entonces, con eso que tiene a mano, intenta construir un mundo de pequeñas historias propias, de relatos breves y cautivantes, de lecturas compartidas con y para la nueva persona que vio nacer.
“Fue una casualidad muy hermosa que en Argentina los dos libros salgan juntos ahora ¿no? Porque es una vuelta al origen de alguna manera. Saturno es mi primer libro y tiene casi 20 años. Fue un primer grito más que un primer libro. Fue un berrinche terrible de un hijo obligado, de un hijo maltratado, de un hijo que le reclama a un padre su ausencia. Y ahora vuelvo a eso mismo, pero desde otro punto de vista o con otra mirada”, comenta. La deriva de este autor, que comenzó en su Guatemala natal, lo llevó a estudiar Ingeniería y a instalarse un tiempo en los Estados Unidos, para luego publicar numerosos libros y circular por diferentes países, lo llevó ahora –y por un tiempo, en él todo es de algún modo una diáspora constante– a Berlín, desde donde habla por videollamada con elDiarioAR.
“Llevo cinco años caminando y escribiendo mientras sostengo en mi mano la mano de un hijo que entra y sale de esas historias, y que corre a esconderse en algunas de ellas, y que a veces hasta me susurra las suyas. Un hijo que, de pronto, me obligó a escribir como padre”, decís en la contratapa del libro. ¿En qué sentís que cambió tu escritura a partir de la experiencia de la paternidad?
Sabes, yo no siento que haya cambiado mi escritura en sí, pero he cambiado yo. Yo siento que en mí hubo un cambio. Un cambio dramático. Yo no quería tener hijos. De hecho hay un texto en Biblioteca bizarra (N. de la R: un libro que salió en la Argentina por Ediciones Godot) que se llama Halfon boy, que es una carta a mi hijo durante el embarazo. Allí empiezo diciendo “yo no quería ser tu padre”. Yo ya tenía 45 años, una rutina muy asentada y una vida laboral muy inestable, como es la de todos nosotros que estamos en esta locura de la escritura. Entonces no, no era una decisión sensata el tener un hijo. Y sabía el cambio que eso iba a representar, un cambio a todo nivel. También en mi vida cotidiana. “Ya no voy a dormir bien”, pensaba, o “ahora los fines de semana seré padre, ya no escritor, porque ya no se puede escribir los fines de semana ni en vacaciones”. Sabía que iba a ser un cambio dramático y a la vez no podría haber anticipado el cambio que se iba a gestar adentro mío. Especialmente la mirada sobre cómo veo a otros padres, a mi propio padre, a mis abuelos como padres. Por falta de una mejor palabra, con la llegada de un hijo aparece una empatía, una nueva manera de pensar. Una comprensión externa hacia los hombres que han sido padres en tu vida. Entonces, incluso aunque escriba de lo mismo que antes, del desarraigo, de la identidad o del judaísmo, la escritura ya no puede ser la misma. Mi tono no puede ser el mismo. Mi paciencia. Mi comprensión. Todo tiene un cambio con la paternidad.
Por aquí hace poco fue el Día de la Madre y fue notable ver la cantidad de libros que hablan de la maternidad o la rodean de alguna manera. De paternidad, en cambio, no pareciera haber tantos. Al menos no en este tono.
Bueno, para empezar todos los días son el Día de la madre o deberían serlo (risas). Yo he visto de cerca a mi pareja ser madre, y a mi hermana, a amigas, y todos los días tendríamos que celebrar la maternidad. La paternidad, en cambio, creo que no es tan necesaria ¿no? Durante esos primeros meses, esos primeros años de la vida de un niño siempre es la mamá la que está ahí. Bueno, desde mucho antes, desde el embarazo. Yo no me había percatado hasta que en entrevistas me empezaron a señalar que había un vacío, digamos, en la literatura de la paternidad. No tanto la paternidad autoritaria, o la del padre como es el que aparece en Saturno, ese padre del Viejo Testamento, el padre que regaña, que grita, que castiga. Quizás hacía falta ahora el otro padre, el padre del Nuevo Testamento, el padre que tiene más paciencia, el padre que acaricia, el padre que perdona. El padre que acompaña, también. Ahora han aparecido algunos libros, uno de tu compatriota Andrés Neuman (N. de la R: se refiere a Umbilical, que salió a comienzos de 2022). Pero entiendo que hay un vacío.
¿Por qué creés que ocurre?
Creo que seguimos metidos en una cultura hispana y latinoamericana que es exageradamente machista. Entonces no es bien visto, casi no es permitido, mostrar afecto hacia tu hijo. Cuando mi hijo tenía pocos meses fuimos de visita a Guatemala y yo lo tenía sentado en mis piernas y le estaba acariciando el brazo. Entonces vino un tío de mi hijo, un señor al que quiero muchísimo, y me dijo medio en broma “si sigues acariciándolo no lo vas a sacar niño”. Como si se dijera que esto demostrar afecto en público no es aceptado. Y a mí me sorprendió y a la vez no me sorprendió porque estamos en esa cultura. Estamos en ese medio donde está mal visto mostrar vulnerabilidad, mostrar cariño. Mucho menos de un padre hacia un hijo varón. Porque creo que si hubiese sido mi hija tal vez no hubiera recibido ese comentario. Entonces, adentro de ese mundo, es perfectamente entendible cómo hay una carencia de literatura sobre esta paternidad vulnerable. O sobre la paternidad emocional, que viene a ser el caso de Un hijo cualquiera.
De todos los padres posibles, el de este libro es un padre que escribe. El epígrafe del libro es una cita de Zama, de Antonio Di Benedetto, que dice “Haz hijos, Manuel; no libros”. ¿Existe esta dualidad? ¿De verdad hay que elegir entre una cosa o la otra?
Yo no sé si hay que elegir, pero digamos que mi vida hasta hace seis años, hasta el nacimiento de mi hijo, había sido una vida de hacer libros. Soy un escritor de relato corto, de novela corta, publiqué mucho y mi prioridad era esa. Hasta que un hijo, de pronto, puso eso en contexto. Llegó mi hijo y de pronto yo hacía libros, pero entendía podía haber hecho pantalones o gafas. O sea, mi oficio era hacer libros. Hacer un hijo, y no me refiero al acto sexual o a lo biológico, sino a formarlo o educarlo, puso en contexto mi oficio. Me reveló de algún modo que esto no es nada más que un oficio, no es nada más que un trabajo. Lo otro es importante. Ese otro trabajo que ahora me toca hacer y que es formar a un ser humano. Con todo el miedo que ese trabajo conlleva, con toda la inseguridad, con esa incertidumbre. Pero eso es lo que realmente vale. Los libros son los libros y seguirán siendo nada más ni nada menos que libros. Lo otro, en cambio, es fundamental.
Creo que seguimos metidos en una cultura hispana y latinoamericana que es exageradamente machista. Entonces no es bien visto, casi no es permitido, mostrar afecto hacia tu hijo
En este sentido hay textos breves dedicados a ver qué se le deja como legado a un hijo, algo que siempre viene rondando lo que escribís y que tiene que ver con la identidad. Uno, por ejemplo, con el judaísmo y la circuncisión. ¿Cómo surgió esto a la hora no solo de criar a un hijo sino de escribirlo?
Sí. Hay una serie de textos breves en el libro y los fui escribiendo a lo largo de sus primeros seis años. Son textos como viñetas o snapchats (risas). Son postales, para usar una palabra más nuestra.
Más del siglo XX.
Más del siglo XX, sí. Bueno, claro, sí, un poco anacrónica la postal. ¿Qué serían ahora? Serían TikToks (risas). En definitiva, aunque no estoy ahí y no entiendo muy bien, se trata de una serie de relatos breves donde uso a mi hijo casi como punto de partida, como pretexto, para ensayar sobre algo más. El primero, el del nacimiento de un hijo varón cuyo padre es judío, evidentemente tuvo que ver con esa primera gran decisión que hay que tomar: ¿lo circuncidamos o no? Obviamente un padre judío normal no se plantea eso, pero para un padre judío anormal, como yo, era una decisión muy grande. Y lo era para mí, para su mamá, que no es judía, no tenía ese peso. Si se le circuncidaba le estaba entonces heredando mi religión, pensé. Perdón, más que eso, yo se la estaba imponiendo. Le estaba imponiendo una decisión mía, una cosmovisión mía, una manera de ver el mundo mía. Eso representó mucho desasosiego. Finalmente me fui suavizando porque su madre me hacía ver que para ella no era una decisión religiosa, era una decisión de higiene o qué sé yo, algo pensado en términos médicos. Ese fue el primer momento donde sentí el peso de ser padre. Un peso que no había sentido durante todo el embarazo.
Se trata de algo muy corporal porque, como señales en tu texto, se meten en el cuerpo del hijo de esta manera.
Claro. Y es una decisión definitiva. Es su pene y al mismo tiempo deja de serlo en ese acto. Ya el prepucio no se recupera, esa decisión es irreversible. Entonces el peso lo sentí ahí, ese peso de ser padre. Pero, de nuevo, estas postales las fui viendo poco a poco a lo largo de estos años como fotografías, como imágenes que yo quería dejar plasmadas. Me di cuenta hace poco de que yo le tomo muy pocas fotos a mi hijo. En cambio su madre le toma muchísimas. Se me ocurre, quizás un poco literariamente, que estas viñetas son una especie de fotografía. Le estoy dejando un álbum a mi manera. Y mi manera de hacer ese álbum es escribiéndolo.
¿Estas postales salieron en algún orden determinado? ¿Los fuiste ordenando con el tiempo?
No, las fui escribiendo poco a poco sin saber que eran parte de un libro. Casi todas han sido publicadas en revistas. Yo no tenía ningún proyecto en mente, simplemente fueron surgiendo mientras también iba escribiendo otros relatos que tienen más la forma de un cuento. De hecho pensaba que eran dos proyectos, las viñetas de un hijo creciendo, porque va creciendo, y estos otros relatos más tradicionales. Hasta que me di cuenta de que era un solo libro. Que los relatos podían combinarse porque trataban los mismos temas. Era un bebé convirtiéndose en niño y un padre convirtiéndose en escritor. El proceso de combinarlas ya es a posteriori, cuando tengo todos estos textos sobre la mesa. Es un trabajo de ingeniería: ver cómo los ordeno, cómo los presento, qué hace falta.
¡Al final la ingeniería tenía algún sentido!
Sí, digo lo del ingeniero en por lo menos dos sentidos. Uno, mientras escribo, porque siempre hay una destilación. Hay una llegada a la esencia del relato, una frase, el hecho de quitar y podar lo más posible para no incomodar al lector. No quiero darle más de la cuenta. Hay una ingeniería ahí. Pero también, al final del proceso de escritura, me pongo a ordenar los diferentes textos. Ahí el movimiento es casi de construcción, de ingeniería civil, de ver cómo armo este edificio.
Leyendo Saturno ahora, casi en paralelo a tu último libro, se produce un efecto de espejo: Saturno es la carta al padre, la nueva novela es una carta al hijo. Pero incluso aunque pasaron muchos años entre las dos publicaciones, además de la cuestión de la paternidad y las palabras que faltan o que es necesario decir, hay otros asuntos que vuelven. Uno muy marcado es el de la muerte: en el primero hay muchísimos casos, sobre todo de suicidios de escritores, en el otro el padre acompaña al niño al funeral de su abuelo, también aparece el suicidio de un amigo del narrador. ¿Pensaste en estas insistencias? ¿Qué ves vos ahí?
Bueno, lo de Saturno es una carta a un padre muerto. Entonces son palabras a un destinatario que ya no está. Las palabras que nunca dijo el padre quedaron en el vacío y estas palabras que grita el narrador también van a quedar en una especie de agujero. En Un hijo cualquiera aparecen estas postales que son palabras para mi hijo. Para un escritor no hay mayor regalo a un hijo que historias, que literatura, que relatos. Entonces aparece la importancia de las palabras en ambos casos aunque en espejo, ¿no? Porque donde en un lado al inicio de mi carrera literaria había una carencia de lenguaje, una carencia de palabras, ahora hay una valorización de ellas. Y, sí, está la muerte. Empecé tratando el tema de la muerte de una manera directa en el caso del suicidio, en Saturno, pero también metafórica porque era mi propio suicidio el que me interesaba. O sea, mi muerte como ingeniero, como hijo primogénito, como hijo obediente. Todo eso que yo había sido durante 30 años sabía que tenía que morir. Ese Eduardo Halfon tenía que morir para que el Eduardo Halfon escritor naciera. Esa era mi atracción hacia el suicidio, pero un suicidio metafórico, no literal. Aunque se leía como literal.
Para un escritor no hay mayor regalo a un hijo que historias, que literatura, que relatos.
¿Decís que se asustó mucha gente cuando publicaste Saturno?
Muchísima, sí. La primera reseña se tituló: “Tenemos que salvar a Halfon” (risas). Y eso me encantó, ¡me encantó que los engañé! Creyeron en este truco. En Un hijo cualquiera la muerte está muy presente. Pero es como un fantasma que va a entrar y a salir del libro sin habérmelo propuesto. No fue sino hasta mucho después que yo me di cuenta de que a lo largo de estos años de paternidad el tema de la mortalidad me atraía constantemente. Hay varias muertes en este libro: de mi mejor amigo, del abuelo de mi hijo, entre otras. Ahora me hace sentido. Me hace sentido porque desde que él nació tengo más presente el tema de mi propia mortalidad. Él sabe que tiene un papá de 51 años y no le gusta pensarlo, no le gusta que se lo digan. Su papá es más viejo que todos los papás de sus amigos. El cuerpo de su papá se está descomponiendo más rápido. A la vez veo más el paso del tiempo acelerado. Es como si estuviera viviendo con un reloj de arena en él como nunca antes había visto: el paso del tiempo no es más que nuestra propia mortalidad. Esa muerte que nos espera a todos. Entonces no me parece casual que el tema de la muerte me haya atraído en estos últimos seis años.
Una de las zonas que siempre vuelve en tus relatos es la de la identidad referida al lugar donde vivimos, nacemos y circulamos. ¿Qué pensaste sobre esto en el terreno de la paternidad?
Recuerdo una conversación que tuvimos con mi pareja durante el embarazo. Estábamos caminando y yo saqué el tema de dónde íbamos a criar a nuestro hijo. Porque, una vez más, estábamos ahí de paso. Yo sabía que no había una ciudad en el mundo donde yo pudiera vivir mucho tiempo y era algo que ya me preocupaba desde antes de que mi hijo naciera. Ahora me preocupa aún más. Que yo haya vivido toda mi vida en una especie de diáspora o de nomadismo me tenía sin cuidado. Pero ahora ya estoy heredándole a él este estilo de vida, lo estoy educando a él como un nómada. Mi hijo ha vivido, en estos seis años, en cinco países. Tiene tres pasaportes, habla cuatro idiomas. Cada año de su vida ha cambiado de país. Sin que él lo pida le estoy heredando mi nomadismo y eso ya me pesa.
Una de tus grandes cuestiones es Guatemala. ¿Qué le decís a él o qué le contás sobre el país en el que naciste? ¿Él hace preguntas sobre esto?
No pregunta mucho aunque una relación muy buena con Guatemala porque están sus abuelos y vamos una vez al año. Además tenemos una casa allá a la que vamos todos los veranos. Y es muy curioso pero él la ve como su casa. Hace un año, de hecho, me preguntó si esa era de verdad su casa, porque él está acostumbrado a que siempre alquilamos o una beca nos da un piso por un tiempo. En cambio en Guatemala el percibe algo como suyo. Ese es su cuarto. Esa es su cama, sus juguetes. Aunque la usemos poco y aunque vayamos poco noto que le da cierta seguridad saber que en alguna parte del mundo una casa que es suya, que no es prestada ni alquilada. Entonces él lleva esa relación mucho mejor, con más ligereza que yo. Mi relación con Guatemala es complicada.
En Canción, tu libro anterior, el abuelo del protagonista dice que Guatemala es un país surrealista.
Sí. Y tiene razón. Es difícil entender la realidad de Guatemala o verla como realidad. Se siente por momentos muy surreal. Es un país fracasado, con toda su infraestructura fracasada: la educación, la salud, las carreteras. Además, con un gobierno muy corrupto, un país muy pobre, sin una esperanza: no logras ver que haya una luz en algún lado entre tanta oscuridad. Un país además muy violento. Todos estos factores hacen que la gente se comporte de una forma muy surreal. Porque para poder llevar o conllevar este caos, para poder vivir en este caos tienes que adoptar una mentalidad casi psicótica para soportarlo. Hay una realidad casi de pesadilla, de un peligro que acecha todo el tiempo.
Antes hablabas de una especie de muerte de Eduardo Halfon para que naciera Eduardo Halfon. Una vez que este Halfon se larga a escribir adopta un registro que combina biografía, ficción, novela familiar, historias que ocurrieron, digamos, en la vida real. Se habla muchas veces de la llamada autoficción, pero pareciera que vos nunca tuviste un conflicto con eso.
Bueno, de hecho cuando publiqué Saturno yo creo que no existía el término todavía. Es más, no sé quién fue el primero o cuándo empezó a surgir el término autoficción. Cuando yo publiqué en 2003 por primera vez, lo recuerdo, a mí me tildaban de “meta literario”. Eso era lo que estaba de moda decir entonces, que era literatura sobre la literatura. Luego empiezo a escuchar esto de la autoficción ya mucho después. Pero no es un tema que yo me planteé cuando empecé a escribir. No es una cosa que yo sabía que existía o no existía. Ahora, después de tantos libros y tantos años trabajando en esa línea, sigo sin cuidado. No me interesa en lo más mínimo. Es más, el término autoficción me molesta, me parece nefasto. O, como mínimo, redundante. Toda literatura es autobiográfica. Toda. Emilio Renzi de Ricardo Piglia lo es de alguna manera. Y toda escritura es ficción. Toda. La no-ficción es ficción también. Porque siempre hay un elemento de ficción en la supuesta no-ficción. Entonces toda literatura es autoficción o toda literatura tiene ambos elementos. En mi caso, mi único truco realmente es darle mi nombre a mi narrador, prestarle el nombre y quitar ese velo, ese último velo, si se quiere, entre personaje y autor. Pero es un truco. No es más que un truco para continuar con el engaño de la ficción. Yo empecé a escribir de esta manera con Saturno sin saber por qué. Cuando vi la reacción de la gente con ese libro, vi que se lo tragaron entero, que reaccionaron con las vísceras. Que no era ni siquiera una reacción emocional, era visceral, y me gustó. Entonces decidí seguir y subí el volumen. En los siguientes ya les di mi nombre.
Es difícil entender la realidad de Guatemala o verla como realidad. Se siente por momentos muy surreal. Es un país fracasado, con toda su infraestructura fracasada: la educación, la salud, las carreteras.
¿Es un juego lo de poner tu nombre propio en los relatos entonces?
Es que hay un contrato que firmamos lector y autor, ¿no? En el momento en que un lector comprende esto: “yo prometo escribir ficción y tú prometes comprar ficción”. Pero mis lectores y lectoras entienden en el momento que empiezan a leer hasta que se lo olvidan en la página 5, no sé por qué. Porque yo vivo diciendo mi truco y cómo funciona mi truco hasta que la reacción de los lectores y las lectoras hacia mis cuentos e historias es mucho más emocional. La mayoría lee como si fueran absolutamente reales y no lo son.
De hecho una de las imágenes que usás en tus relatos tiene que ver con el disfraz.
Claro, es que el disfraz es un tema que hasta llevo a la broma como en el inicio de Canción con mi disfraz de escritor libanés, por ejemplo. Está siempre el disfraz de escritor, que no deja de ser un disfraz, porque no deja de ser una pose esto. Este que te está contestando ahora es un yo disfrazado de escritor. Algo que no tiene nada que ver con escribir, escribir es otra cosa. Escribir es lo hice hoy a la mañana y a veces va bien, y a veces no va tan bien, pero uno sigue adelante. Luego, cuando te lanzas al mundo, te conviertes en escritor y entonces ya te pones la bata de seda, sacas la pipa y te transformas. Pero todos no son más que disfraces. Lo que ahora me interesa es pensar si de tanto usar un disfraz no te conviertes también en parte en ese disfraz. Si yo me sigo disfrazando de escritor libanés, ¿poco a poco no me estoy también convirtiendo en eso? Lo que Chaplin decía que le sucedía cuando se disfrazaba de su personaje, esto de que conforme se iba desvistiendo, se iba convirtiendo en el personaje. Es una relación que se ve muy clara en el teatro donde el actor encarna poco a poco al personaje que interpreta. Yo creo que lo mismo nos sucede a nosotros.
En tu caso, con esta diáspora medio permanente que vivís, ¿te vas cambiando muchas veces de disfraz?
Sí. De alguna manera me pongo el que me pida la situación. El que sea necesario. Es como Zelig de Woody Allen: vestirte como lo que pida la circunstancia para pasar desapercibido y sobrevivir. Es algo muy judío, además, y por eso Woody Allen hace esa broma maravillosa de este asunto.
AL
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