Emilse Pizarro: “La simpatía por la chantada argentina trasciende cualquier grieta”
Incluso habiendo sido por mucho tiempo un bicho de redacción, Emilse Pizarro tuvo el raro privilegio de poder dedicarse a hacer, durante muchos años, un periodismo gráfico alejado de la demanda de novedad. Mientras trabajaba en la revista de La Nación, el primer medio para el que escribió, se dio cuenta de que una de las cosas que más le gustaban de su oficio tenía que ver con el trabajo de archivo: salía de conversar con deportistas, escritores y otros personajes públicos y se metía a investigar en diarios viejos sobre los sucesos que sus entrevistados le habían contado, para poder narrarlos de manera precisa y con lujo de detalles.
Buceando en esos diarios descubrió sucesos que habían sido noticia décadas atrás: la banda delictiva de los niños cantores de la Lotería Nacional que en los años 40 estuvo a punto de hacerse de un botín cuantioso con una estafa planificada (casi) a la perfección, el diputrucho que votó durante la discusión por la privatización de Gas del Estado durante el menemismo, el decreto que un ministro de Educación cordobés firmó para que el hijo de un amigo pase de año pese a haberse llevado tres materias, el jamaiquino que convenció a San Pedro de que iba a crear un Disney World argentino en la ciudad. Emilse se fascinó con esas noticias increíbles de engañadores y engañados. Durante mucho tiempo recopiló esos casos. Algunos se convirtieron en notas que publicó en La Nación y en Infobae. Otros quedaron en su cabeza y durante un tiempo le sirvieron como anécdotas de sobremesa.
Hasta que Juan José Becerra la convocó a escribir su primer libro y Emilse se dio cuenta de que lo que más le interesaba era contar esas historias, para intentar describir a través de ellas de qué materia está compuesta la argentinidad. “Hay dos cosas que siempre me resultan difíciles de explicar a un extranjero. La primera, obvio, es qué es el peronismo. Y la segunda, cómo son los argentinos. Y cada vez que lo intento, tiendo a decir lo mismo: que hay un gen muy solidario acá, y también hablo de la creatividad y la chantada, que siempre me causó un poco de gracia. Así se me dio por juntar esas historias que cuentan un poco cómo somos”. De esas historias ya escritas y muchas nuevas se armó La Argentina increíble. Historias de viveza criolla en un país de novela (Planeta), que recogen el ADN nacional y podrían rematarse con la famosa muletilla de Twitter Only in Argentina.
-¿Cómo te decantaste por estas diecisiete historias? Imagino que diste con muchas más de las que entraban en un libro.
-Muchas ya estaban escritas y me pareció que seguían siendo imbatibles. Otras las investigué y escribí para el libro, porque las tenía pendientes. Pero sí: hay muchísimas que quedaron afuera y hay que seguir investigando. De hecho, no descartamos que esto pueda ser el comienzo de una saga (risas). Todas tienen un factor común, y es que sucedieron en el pasado: ninguna tiene un final abierto, aunque en algunos casos no se haya esclarecido bien qué fue lo que pasó (por ejemplo, la del capítulo de la Reforma de la Constitución del ‘94 que se perdió: nunca sabremos si fue un error humano o una avivada que le convenía al peronismo).
-Esa sana distancia con el pasado es la que permite que el libro tenga un tono liviano.
-Exacto. Todo lo que estamos viviendo hoy en términos políticos daría muchísima tela para cortar, pero es imposible escribirlo desde el presente, porque lo que te surge primero es la indignación. Y la idea del libro es que, una vez que lo cierres, te puedas quedar con una sonrisa y pienses “qué país increíble”. Las historias están hiladas de tal forma que un capítulo te haga reír, el otro te enoje un poco y te haga pensar “no se puede vivir así, no salimos más”, el próximo te vuelva a hacer reír, y así sucesivamente.
-El libro está dedicado a “los habitantes del mejor país del mundo”. Más allá del chiste, ¿afirmarías que este es un gran país?
-Sí, yo estoy segura de que vivo en un gran país. Horrendo por momentos, pero también genial. El último capítulo del libro narra los festejos del Mundial: fuimos cinco millones en la calle, ¡y estuvo todo bien! Hay una inundación gigante en algún lado y un montón de gente sin un mango va y dona hasta lo que no tiene. Eso es conmovedor. Y ese que donó, si puede se cuelga del cable o pasa el peaje sin pagar, pegándose al auto de adelante. Estamos hechos de todo eso. Incluso los más honestos alguna vez festejamos avivadas de otros. Andá a cualquier asado y mencioná el robo al Banco Río: salvo que encuentres a alguno que haya tenido cajas de seguridad ahí, difícil que alguien no lo festeje un poquito, porque lo que prima, sobre todo, es la sensación de venganza, la ilusión de sacarle una tajada al que tiene un poco más.
-¿Dónde dirías que se origina esa idiosincrasia tan nuestra?
-Creo que tiene que ver mucho con la inmigración y con las condiciones en las que esos migrantes llegaron al país. Yo no puedo asegurar que mi abuelo colchonero, que llegó a Argentina con una mano atrás y otra adelante, haya hecho todo legal. Y ese si pasa, pasa, esa picardía, fue quedando en el ADN, incluso una vez que ya no hubo necesidad. También nos quedó la osadía. El diputrucho es un caso icónico en ese sentido. ¿Cómo puede ser que un tipo haya tenido las agallas de sentarse en una Cámara de Diputados a levantar la mano y votar la privatización de Gas del Estado? Esa avivada tuvo una repercusión muy negativa para los periodistas parlamentarios, que a partir de entonces nunca más pudieron estar entre las bancas. A partir de entonces cambió el reglamento. Y ellos habían sido los que lo descubrieron, porque conocían las caras de todos, y se dieron cuenta de que esa no la conocían. Cuando le fueron a preguntar qué hacía ahí, el tipo dijo “es que me sentía mal y alguien me dijo que me sentara acá”. Si lo querés inventar no te sale.
-Esa picardía y esa aprobación que generan ciertas chantadas parecería trascender toda grieta: tengo la sensación de que es algo que nos hermana, más allá de las preferencias políticas. ¿Coincidís?
-Sí, sin dudas: para mí no hay grieta ahí. Quizá las vimos más en algunos partidos políticos, solo porque estuvieron más tiempo en el poder. Es solo eso, una cuestión de tiempo. Si llega a haber próximas ediciones con nuevas historias, no tengo dudas de que habrá un capítulo dedicado al momento en que los senadores se suben el sueldo. Pero, lo dicho hace un rato: para escribir sobre eso tengo que dejar pasar un poco más de tiempo. Si me pongo a escribir hoy, lo voy a hacer desde el enojo.
-Sin embargo, seguís cubriendo actualidad, ahora desde la radio. Y es un momento cada vez más difícil para ejercer el oficio: además de lo económico (según la última encuesta de SiPreBa, el 76% de quienes trabajan en prensa en el AMBA cobra por debajo de la línea de pobreza) hay un discurso de desprestigio al sector cada vez más instalado. ¿Qué te hace seguir eligiendo este trabajo?
-Por un lado, que no sé hacer otra cosa, lo cual está buenísimo y a la vez es un enorme problema. A mí me genera una bronca irracional cuando veo en redes sociales que la gente habla del periodismo como un colectivo de chorros y ensobrados: siento que hay una bronca muy instalada hacia tres o cuatro nombres, hacia periodistas que son millonarios, cuando la mayor parte de los colegas que conocemos son gente que hace su trabajo con un amor y una dedicación que no se condice con sus sueldos, trabajando de otras cosas para llegar a fin de mes. No sé cómo se hace, pero creo que es necesario mostrar más nuestro trabajo y levantar la bandera de que el periodismo no es solo Majul, Feinmann y el Gato Sylvestre. Me encantaría llevar a la gente a las redacciones para que vean el trabajo que se hace ahí. Así y todo, creo que es un gran momento para hacer periodismo, porque esta realidad por momentos confunde y se pone muy difícil de entender. Pero tenés que tener todas las luces del estadio encendidas, porque hay que esquivar muchas fake news, y lleva mucho tiempo desarmar una opereta. Inteligencia artificial mediante, son cada vez más y más fáciles de hacer. Y encima, por momentos parece que estamos ante la muerte del dato: vale más la emoción o el prejuicio que se quiere constatar que lo que diga una estadística. Y aún así, en un momento de crisis de los medios que es mundial, sumada a una pauperización local, yo veo que sigue habiendo una pasión y un amor por este oficio que, te juro, me infla el pecho. Pero, ¿no habíamos dicho ya que este es el mejor país del mundo?
NL/MF
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