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QUÉ LEER
En el centro de todo, una mujer

El Ángelus, de Jean-François Millet

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Ana escribe.

Ana pinta. 

En la foto de perfil de whatsapp, Ana, en lugar de su cara, tiene el retrato de una niña con un gesto serio, indescifrable. Hace años que me mando mensajes con Ana, que hasta donde recuerdo, siempre tuvo esa cara en grises en su perfil, y nunca se me ocurrió preguntarme o preguntarle de qué se trataba la imagen. Al menos saber si la pintura era obra de ella, o no.

Tuve que leer Meditación madre para enterarme de que se trata del recorte de una pintura, El pocillo de café, de la pintora argentina Emilia Gutiérrez, a quien Ana le dedica un cuento, La flamenca. En el cuento la narradora, que no tiene por qué ser Ana, ve en el cuadro a una mujer, de sombrero con flores, miro el cuadro una vez más: veo a una niña donde ella ve a una mujer. ¿Es una niña jugando a tomar el té? ¿Es una mujer que lo toma?

Le pido a Ana que me mande fotos de sus cuadros, los que pinta ella, que no vi. Me manda varios. Confirmo la relación entre su pintura y la fascinación por la de Emilia Gutiérrez. Ambas pintoras pintan mayormente mujeres solas en interiores, con perspectivas personales. Perspectiva en sentido literal, el de la pintura, no metafórico, el de la mirada/mente. Los cuadros de Ana son más coloridos, Ana usa una paleta en colores más vivos, casi siempre. Pero en ambas los personajes parecen estar presos de algo, ¿esa habitación? ¿Esa espera? ¿Estar siendo retratadas? ¿Estar, ser, en la ciudad? En los cuadros de Ana predominan los celulares, los gatos y los sillones. No hay ni una de las figuras de Ana que sea un hombre, niño o adulto. Siempre está en el centro de todo, una mujer. Una mujer que se quedó dormida, una mujer que pare un gato. Una o dos mujeres que sostienen gatos. Una que grita, una o varias que se aburren, por más celular que tengan en la mano. Una que duerme pero con el celular en la mano conectado por cable a una fuente, un cable que se parece a ese cordón umbilical que otras manos cortan en la pintura de la que pare al gato en un charco de sangre.

Sin embargo Ana no elige ni uno de sus cuadros ni uno de Emilia para la portada de su libro. Ana elige una pintura de otra pintora argentina contemporánea que se llama Lucía Gasconi. Podemos darnos cuenta de que no es una pintura de ella porque, por ejemplo, retrata un exterior. Es una mujer a la orilla de un mar, una escena apacible si no fuera por el rostro de la mujer, que no lo es, y su mirada, que tampoco lo es, y mira con miedo a un horizonte, dirección que no le permite ver/notar que el verdadero peligro está ahí tan cerca, en forma de aleta de tiburón, cerca y fuera de su campo visual, en ese terrible punto ciego que todxs tenemos, que hace que la tragedia aceche justo desde el ángulo que no podemos ver.

Las pinturas de Ana tienen bastante de eso, los cuentos de Ana tienen mucho de eso. 

En el cuento Tierra salvaje, que para mi funciona como puesta en abismo de los temas de todos, la narradora describe un cuadro, del siguiente modo:

Como en ese cuadro, El Ángelus de Millet. La pintura es de dos campesinos mirando pronunciadamente al pasto donde se apoya una canasta de frutas. Me acuerdo de haber pasado varios minutos mirando la imagen sin entenderla, nadie fuerza su cuello así solo para mirar unas frutas. Años después leí que en un principio esa pintura representaba a una familia campestre mirando a su bebé muerto en una canasta. Sus padres permanecían de pie, contemplándolo sin consuelo. La imagen perturbó tanto a los espectadores que el pintor decidió retocarla para que quedara como la vemos hoy. Como la ridícula imagen de unos padres destrozados contorsionando su cuerpo para llorarle a una canasta de frutas.

En esa observación del cuadro de Millet hay mucho de la tesis del libro: la dirección de miradas, la maternidad, con más de trunco que de maternidad, con más de trágico que de cándido o feliz, con más de ausencia que de cualquier otra cosa. El gesto social que oculta, que necesita ocultar: convirtamos al bebé muerto en frutas que sino nadie lo puede soportar. Pero en el gesto de querer ocultar, al poner otra capa de pintura sobre el bebé y convertir la muerte en fruto, el dolor en los rostros genera aún más inquietud, como el de la nena señora frente al pocillo y la porción de torta que se abisma de la mesa y que a ella los brazos no le den nunca para evitar esa caída, de lo inermes que están.

Googleo esta historia del cuadro original de Millet que Ana menciona en su relato y una de las citas dice que  El autor buscará retratar a la gente humilde y campesina en un gesto de admiración por la gente pobre del mundo rural, seduciendo a los republicanos y exasperando a la burguesía por tratar esto como tema central en su obra.

El pintor retrata la vida en el campo con belleza, parsimonia y muerte. Pero para hacerlo tolerable para los burgueses que consumirán esa obra, reemplaza la muerte por cosecha.

Porque vivir en la ciudad es horrible, y si el burgués no puede proyectar ese idilio en ese otro lugar, ¿qué le queda?

Vivir en la ciudad no es fácil. Tampoco es que sea difícil, es lo que es, con su carga de encierro y alienación. Esto es algo que Ana sabe, y entonces las mujeres de sus relatos, como las de sus pinturas, viven atrapadas en interiores, o en interiores de interiores, o falsos exteriores, a través de sus pantallas. En cajas de zapatos encimadas que en su cuadratura operan como marco, el marco que contiene una angustia, la de alguien encerrado en sí mismo, en su propio cuerpo, sin ir más lejos. Porque incluso cuando las mujeres en los relatos de Ana están en un exterior: en el mar en Agua salada, en el campo en Un cuerpo más grande, en la sierra en Justo después, en una terraza en María Luz o en la sierra junto a un río en el mencionado Tierra salvaje, no hay nada de bucólico en ese exterior y todo se parece más al mar de tiburones de la ilustración que a una naturaleza amena. En la playa se le revientan los cráneos a chicos en moto y las niñas se abandonan al mar; en el campo los cachorros se ahogan en piletas, y las terrazas de ciudad están demasiado cerca de antenas venenosas que irradian cáncer.

Los personajes de Ana no están a salvo nunca, ni adentro ni afuera. Ni siendo madre ni no pudiendo serlo. Ni con novios comprensivos ni sin ellos. Ni con madres protectoras ni de las otras, ni con amigas en fiestas. Los personajes de Ana sienten dolor, que es una de las palabras que más aparece en sus relatos, googlean tragedias cuando no las viven pero nunca dejan de actuar. Actuar en el sentido de hacer, de accionar. Las mujeres de Ana piensan, evalúan, contemplan pero también: hacen. Si en sus pinturas Ana las retrata en quietud, en sus relatos sus mujeres tienen hijos para sí o para otras, son madres presentes o deficientes, viajan, escriben, pintan, siembran, cosechan, envenenan, alientan, sufren, desean. Dice otra narradora en el relato Truco de magia:

Siempre miré a las mujeres compulsivamente. En subtes, en fiestas, en escaleras, en internet. Aprendí a escanearlas de arriba a abajo. A prestar atención a sus detalles. El grosor de sus tobillos, la calidad de su pelo, la terminación de la comisura de sus labios, la cantidad de pliegues de sus axilas, las capas de ropa que decidió apilar. Leí en un libro, y me sentí menos rara al ver mi manía impresa en papel, que esa mirada experta entre nosotras viene de los juegos de infancia. Las niñas se miran entre sí y fantasean con eso, con volverse otra.

Si en su primera novela Poco frecuente Ana se encarga de reconstruir la historia de su enfermedad y hace un retrato de una niña adolescente y joven aprendiendo a vivir con esa condición, en Meditación madre las voces se astillan, se multiplican, como en un algoritmo donde el dolor de una es el de todas, el sufrimiento el de todas, el anhelo el de todas, el miedo a no poder con todo en el mundo también, como le hace decir Ana a su personaje en Tierra salvaje, cuando dice

“Y entonces siento un dolor que me atraviesa las entrañas. Un dolor que más que dolor es un vacío viejo, ilocalizable, porque pasa a través de mí como un viento, como un temporal. Ese mismo dolor que sentí cuando pasó lo que pasó. Me acuerdo que la enfermera, mientras me cambiaba las vendas, me dijo: no es todo tuyo ese dolor, estás canalizando el dolor de otros, son dolores ancestrales que se están alojando en vos. Tenés que dejarlos pasar.”

RP

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