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Lecturas

Che Guevara, y el intento del Jesucristo Latinoamericano

Portada de Revolución, de Juan Pablo Meneses

Juan Pablo Meneses

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Querían hacer del Che Guevara el Jesucristo latinoamericano. Ese terminó siendo el verdadero proyecto, el más interesante y del que ya nadie quiere hablar. 

No eran conscientes de lo vanguardista del plan, en el más amplio sentido de esta palabra gastada. Las comparaciones entre Cristo y el Che comenzaron desde su asesinato en Bolivia. Más precisamente, desde que aparecieron las primeras fotos de Guevara muerto, esas donde se le ve tumbado en una camilla, rodeado de militares y espías que posan a su lado igual que reyes y magnates fotografiándose con elefantes o leones que acaban de cazar. Nada en esa imagen fue casualidad: desde el instante en que lo mataron, los militares locales y los espías estadounidenses comenzaron a diseñar una puesta en escena donde Guevara muerto era el trofeo de guerra y la posición de su cuerpo debía permitir que su rostro se notara claramente. De hecho, para darle más espectacularidad al triunfo lavaron el cadáver, le pusieron ropa nueva y tuvieron que repetir las primeras fotos. 

A uno de los militares se le ocurrió, tras media docena de disparos de la cámara, que era mejor que el Che estuviera con los ojos abiertos. Sí, dijo el oficial a cargo, los ojos abiertos. Sí, los ojos abiertos, dijo Freddy Alborta, el fotógrafo de la escena. Entonces el médico forense se acercó al cuerpo de Guevara, posó su mano sobre el rostro inerte y, con un movimiento muy rápido, propio de un prestidigitador, levantó los dos párpados y lo dejó mirando. Era como si lo hubiera resucitado por unos segundos. Ahí estaba, ahora un poco vivo, provocando el efecto buscado. 

Apenas se publicó la imagen del Che muerto y toda la exhibición de su cuerpo, empezaron las reacciones. Era octubre de 1967 y a los pocos días de la foto John Berger, el escritor y crítico de arte inglés, el autor de Puerca tierra, de G. y de Mirar publicó un texto que se puede considerar el primero en asociar abiertamente a Cristo con el Che. Berger dice que la exposición triunfal del asesinado lo hizo recordar inmediatamente la Lamentación sobre Cristo muerto de Mantegna. Escribe que la posición de las manos, los dedos, la boca del Cristo en aquella pintura son idénticas a las del Che y que la semejanza va más allá de lo meramente gestual, funcional o estético. Los sentimientos que me produjo esta foto en la primera plana del diario vespertino en la tarde del miércoles, fueron muy cercanos a lo que —no sin cierta imaginación histórica— yo había asumido como la reacción que un creyente de la época tendría frente al cuadro de Mantegna. 

La foto del muerto conmovía a los convencidos. Después de Berger, quien retoma la idea de conectar al Che con lo religioso es Susan Sontag en su libro Sobre la fotografía. Y el extremo llega cuando el crítico inglés de arte David Kunzle publica Chesucristo, un trabajo que recopila todas las comparaciones y trabajos artísticos donde se mezclan las dos figuras.

En ninguno de estos trabajos internacionales se menciona que la primera vez que el Che se transformó en una figura de peregrinación, que lo muestra semicrucificado y en la cima de una gruta, fue en Chile. Por otro lado, ninguno de los que participó levantando este monumento había leído a John Berger, a Susan Sontag, a Roque Dalton, a Enrique Lihn, figuras que en ese mismo tiempo jugaban con la idea del comandante como un elegido, un mesías de ese tiempo, alguien digno de recibir plegarias. 

Todo fue sincronía. Materializaron una idea que rondaba, sin saber que estaban quedando a la vanguardia de la larga carrera por el culto a la personalidad y la figura del comandante: sin este primer monumento, este primer paso, esta primera idea, quizás hoy no estarían a la venta las camisetas, ni las banderas, ni los pósteres, ni las libretas, ni los imanes, ni las zapatillas, ni los perfumes, ni los habanos, ni las boinas, ni las carteras, ni las fotos, ni las mochilas, ni los bikinis, ni las bebidas energizantes, ni los helados, ni los desodorantes, ni las botellas de ron, ni los cigarrillos, ni las bolsas de hielo, ni tantos productos que, actualmente, se siguen ofreciendo en el mercado usando la imagen del principal guerrillero latinoamericano de la historia. 

Es posible que más de alguien piense que esto ha terminado, que la fiebre por consumirlo fue hace ya diez, quince, veinte o treinta años. Que “el Che ya pasó”, que “el Che ya no está de 30 moda”. Pero la maquinaria guevarista no se detiene. No se ha detenido. No se detendrá. 

Con respecto al inicio de todo, a su primera estatua, hay que recordar que el plan original parecía sencillo: construir una gruta para evocar solemnidad religiosa y, arriba de ella, una escultura del revolucionario con los brazos en alto, abiertos, crucificado. Claro que sus manos, en vez de estar clavadas a la viga de una cruz, estarían agarradas de un largo fusil.

Un profeta propio para América Latina. Por fin. 

En dos mil años, pensaban, la figura del Che podría estar en todos los hogares y servir de orientador y consuelo. En millones y millones de casas repartidas por el mundo; no como entonces, que había unas pocas familias con el Che en un altar en sus casas, casi todas en San Miguel. 

La obra total se pensó con más de nueve metros de alto y se podría ver desde varias cuadras de distancia. Como un faro en medio de la noche. Como una guía para el hombre nuevo. El primer monumento guevarista no se levantó en Argentina, donde nació el Che; ni en Cuba, donde combatió con más éxito; ni en Bolivia, donde lo mataron y estuvo desaparecido tantos años. Se construyó en un barrio de Santiago de Chile, en la comuna de clase media llamada San Miguel, y se inauguró en septiembre de 1970, cuatro años después de la muerte del comandante. 

Salvador Allende llevaba apenas cinco días en el gobierno cuando el Che crucificado se presentó oficialmente a la comunidad. En 1971 lo visitó Fidel Castro, quien dijo en su discurso lo extraño que le resultaba ver a Guevara convertido en estatua de bronce en días en que el cuerpo del argentino permanecía desaparecido. En 1972 y en 1973 hubo atentados con dinamita contra la estatua y el propio Pablo Neruda anunció una colecta entre intelectuales y artistas de todo el mundo para restaurar el monumento. Después del golpe de Estado chileno, Augusto Pinochet pidió, personalmente, directamente, que hicieran desaparecer la estatua. ¡Ah, y hoy día mismo saquen al Che!, gritó. 

¿Cómo una historia en la que confluyen personajes como el Che Guevara, Fidel Castro, Salvador Allende, Pablo Neruda y Augusto Pinochet puede estar completamente olvidada? ¿Cómo el primer intento real de crear un Jesucristo latinoamericano puede estar desaparecido de todos los registros oficiales y archivos particulares? ¿Cómo la estatua levantada sobre una gruta de adoquines de piedra laja ha terminado siendo una noticia curiosa en algunos portales de noticias históricas que a nadie más le ha interesado profundizar? ¿Cómo puede desaparecer un monumento instalado en la calle y en cincuenta años nadie reclamarlo? 

El Jesucristo latinoamericano se mantuvo de pie desde el 8 de noviembre de 1970 hasta la noche que llegaron a tumbarlo, el 15 de septiembre de 1973. 

Existió mil cuarenta y tres días: dos años, diez meses y ocho días. El mismo tiempo que duró el gobierno de la Unidad Popular.

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