Posverdad, fragmentación de agendas y comunidades de sentido
Hubo un tiempo, no hace tanto, en el que teníamos más tiempo disponible que información para procesar. La proliferación y posterior abaratamiento de la tecnología, sumada a la aparición de las redes sociales, modificó la relación entre esos dos términos. Ya nadie puede “enterarse de todo”. El contenido mezcla información, entretenimiento y fake news, en un flujo constante de notificaciones que no descansa ni cuando dormimos. El mar nos tapó. No resistimos vivir en el mar. Nos genera sensaciones de temor, angustia, pérdida, disolución. En consecuencia, recortamos de ese mar, una pequeña pecera. Esa pecera será nuestro hogar. La pecera se constituye a partir de un recorte, generalmente emocional, inconsciente o intuitivo, de elementos que confirman nuestras creencias, valores y posiciones previas. Es decir, de aquello que no amenaza ni jaquea nuestra identidad.
La fragmentación de agendas no tiene que ver sólo con la multiplicidad de pantallas que utilizamos, sino, como consecuencia de este y otros fenómenos, de la casi imposibilidad de que un acontecimiento atraviese todas las peceras. Es probable que, si la llegada del hombre a la luna o el gol de Diego a los ingleses ocurrieran hoy, alguna porción de la humanidad no se enterase. Bajo la apariencia de la convivencia habitual, vivimos en universos informativos, conceptuales e ideológicos paralelos, que no se tocan… hasta que chocan.
A principios de enero de 2021, un grupo de fanáticos del presidente saliente de los EEUU, Donald Trump, intentó asaltar el Capitolio para impedir que el legislativo reconociera el triunfo del demócrata Joe Biden, acusándolo de un fraude del que nunca se aportó prueba alguna. Las escenas, impensables hace apenas unos años, confirman que las nuevas tecnologías seleccionan para nosotros información acorde a nuestros deseos y expectativas, que la construcción de esos mundos a medida es cada vez más extensa y sofisticada y que, en última instancia, constituye una severa amenaza para los pactos de convivencia democrática que nos rigen como sociedad.
Framing, narrativas y relato. Las narrativas, recordemos, se producen regularmente, de acuerdo a necesidades tácticas y de coyuntura, pero deben ordenarse con coherencia alrededor de ciertos valores y tópicos recurrentes. El encadenamiento sucesivo de narrativas con elementos comunes constituye un relato.La teoría del framing, desarrollada a mediados de los años setenta por el sociólogo estadounidense Erving Goffman, sostiene que la legitimidad de una determinada medida depende en buena medida de cómo se anuncia, recurriendo a qué palabras, tópicos y temáticas, ya que solemos etiquetar y clasificar los elementos nuevos por su relación de cercanía o similitud con los ya conocidos.
Se suele señalar el caso Vicentín -la fallida estatización de un gran grupo de empresas de alimentos que habían estafado a los bancos públicos-, como el punto crítico o la derrota política más dura del gobierno de Alberto Fernández, a partir de la cual se instalaría un estilo dubitativo y temeroso de nuevos reveses. ¿Hubiera sido igual la reacción popular si en vez de decretar la estatización de Vicentín, se hubiera anunciado la creación de una empresa pública de alimentos, con el objetivo de prevenir y corregir abusos en ese sector, facilitar el acceso de los argentinos a alimentos de calidad y fortalecer la soberanía alimentaria? Suponemos que no.
“Crear una empresa” está asociado a emprender, emprendimiento, actividad, proactividad, dinamismo, eficacia, mientras que “estatizar” está asociado a intervención, intervencionismo, autoritarismo, arbitrariedad, abuso y todo aquello que la derecha mediática asocia peyorativamente a populismo, chavismo, etc. Por supuesto, este giro sólo es posible si se asume que el marco interpretativo propio, en este caso el del gobierno nacional, no sólo no es el único existente en la sociedad sino que no es siquiera el dominante. Existe un marco interpretativo -compuesto de valores, vivencias, lecturas, recuerdos, creencias y mitos, entre otras cosas-, por cada comunidad de sentido.
Siempre es hoy. ¿Hay ahora una noción del tiempo poscapitalista o posindustrial? La inmediatez de las redes, la velocidad de respuesta, la multiplicación de pantallas, todo ello contribuye a un efecto narcotizante. Uno de los aspectos de este estado, es la sensación de estar en un presente permanente, con el consecuente desdibujamiento de las categorías de pasado y futuro. Recibimos tanta información por segundo que nos empachamos y cada vez nos cuesta más concentrarnos en lo que nos resulta relevante sin caer en distracciones. Este empacho afecta nuestra memoria, en especial la de largo plazo.
Cuanto más hiperconectado está un sujeto, mayor esfuerzo necesitará para recordar hechos —públicos, notorios—, de hace algunos años y aún menor será la chance de que logre establecer relaciones de causa-consecuencia entre pasado y presente. Otro tanto ocurre con la capacidad de planificar a futuro. No solo la inestabilidad general ha hecho más remota la posibilidad de que concretemos nuestros anhelos. También nuestra psiquis requiere satisfacción inmediata o nada. Nuestra vida discurre, cada vez más, como en el timeline de una red social, en una especie de continuidad que no admite demoras ni flashbacks.
¿Qué relación tiene este sujeto con la política? Una de mayor vulnerabilidad, sin duda. Si no puede conceptualizar mínimamente y retener bloques históricos, procesos de sentido, ¿cómo puede comprender hacia dónde se dirige o en manos de qué fuerzas deposita su destino? Es muy probable que el sujeto olvide las promesas incumplidas, si no hay un dispositivo encargado de recordárselas machaconamente. O que pierda la noción de haber experimentado un bienestar pasado. Terreno propicio para que repita “son todos iguales”. La amnesia colectiva atenta contra lo que los politólogos llaman accountability.
Todos los días empieza y termina una disputa por el sentido. Pero no empieza cero a cero. Al final del día, cada sujeto despolitizado habrá reforzado mínimamente sus creencias previas. O no, o habrá coqueteado un poco con cierta duda. Por esto sostenemos que las campañas son permanentes y que cobran especial importancia las últimas dos semanas anteriores a una elección.
El sentido de la vida, la pregunta de fondo. No basta con atacar aquello que, en cierta medida, funciona (en este caso, el neoliberalismo como ideología o “sentido de la vida”). Hace falta ofrecer o proponer un sentido de la vida alternativo, uno que llene el vacío como lo hace el neoliberalismo, pero a la vez fortalezca los lazos societarios en vez de detonarlos. Debemos presentar y ofrecer la comunidad organizada como una forma de vida presente —es ahora, empieza ya mismo— y un camino de construcción a futuro —también mañana y pasado, todos los días un ladrillo—.
La comunidad organizada no es un concepto ajeno a nuestras clases populares y medias. Al contrario, muchas de nuestras prácticas cotidianas están ancladas en principios de solidaridad y cooperación, desde juntarse entre vecinos para rellenar una loza —y compartir de paso una choriceada—, ayudar a un amigo en la mudanza o retirar de la escuela a un compañero de nuestro hijo cuyo papá se demoró por motivos laborales.
Existe un núcleo de conductas gregarias en las clases populares de América latina, que el neoliberalismo no logró desterrar por completo. Hay muchas veces una contradicción no consciente entre ese sustrato —en la parte sumergida del iceberg— y el discurso político o la conducta electoral. Se trata de retomar ese sustrato y “activarlo” políticamente con las narrativas cotidianas adecuadas. Cuando las clases populares votan expresiones neoliberales, opera en ellas una suerte de divorcio interno, entre el discurso que asumen y sus prácticas organizativas cotidianas: entre su ser en el mundo, su ser con otros y lo que superficial y transitoriamente asumen como propio.
AR
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