En torno a No bombardeen Buenos Aires de Charly García: Los gurkas siguen avanzando
I
El 26 de diciembre de 1982, un recital de Charly García reunió veinticinco mil almas en el estadio de Ferrocarril Oeste de la ciudad de Buenos Aires. Exceptuando el regreso de Almendra en diciembre de 1979, no se recordaba algo así. Charly era el único músico argentino de rock capaz de motorizar él sólo un recital de esas dimensiones, cuando la dictadura militar, declinante tras la derrota en la guerra de Malvinas, aun gobernaba el país.
Charly tenía treintaiún años y toda una vida musical detrás. Con Sui Generis, había llenado dos veces el Luna Park en los recitales de despedida del dúo. Entre La Máquina de Hacer Pájaros y Serú Girán, su constante búsqueda musical había sido la expresión sonora de un ánimo rebelde respeto al orden social impuesto. Tras la disolución de Serú Girán, el concierto en Ferro fue concebido como el acto fundacional de una carrera solista. Esto significaba, en una Argentina de posguerra, la edificación de un estrellato basado tanto en un innegable talento para fabricar e interpretar canciones como en una performance mediática poco antes reñida con la ideología contracultural del rock nacional. Pero más allá de algunos equívocos generados por una lectura ligera de los signos de aquel estrellato en ciernes, a lo largo de la década del ochenta el público de Charly sellaría con él un pacto de lectura duradero, basado en la idea de que en el corpus de sus canciones pueden escucharse indicios de una autobiografía fragmentaria inserta en la realidad nacional.
Precedido por las actuaciones de Los Abuelos de la Nada y Suéter –este último grupo fue víctima de cierto destrato, en una tarde algo lluviosa que no permitió otro protagonismo que el de García–, el set principal de Ferro fue anunciado por el actor y mimo francés Jean-François Casanovas: “Bonsoir mesdames, bonsoir messieurs. Pour vous ce soir, Charly García”. El fraseo del actor anunciando a un músico de rock como si fuera una figura de la nobleza o, mejor aún, una estrella internacional, vertió en la noche un aroma de ironía, acaso en sintonía con el sentido general que García buscaba imprimirle a su primera gran presentación solista.
Jugando al glamour, Charly arribó a las 9 de la noche al estadio en un Cadillac rosa (él mismo vestía un saco rosa), para sumarse a Gustavo Bazterrica (guitarra), Cachorro López (bajo), Andrés Calamaro (teclados) y Willy Iturri (batería), mientras los logos de pantalones Fiorucci y su fabricante argentino Lycra ocupaban un lugar destacado, a la vista de un público acostumbrado a que “el rock no se vende”. Aún con sus contradicciones de origen –una música que se autonomizó del lote juvenil no sin librar disputas por el sentido del ser joven–, el rock había sabido sortear las tentaciones mercantilistas. Pero algo en la relación entre capitalismo, transgresión y emancipación empezaba a cambiar a fines de 1982. ¿Acaso la transgresión no era también un artículo de consumo? El arte pop lo venia sosteniendo desde hacía varios años, pero el rock argentino era un territorio un tanto impermeable a estos sutiles juegos de la ironía. Al año siguiente, con su habitual lucidez, en la canción Dos, cero, uno (transas) Charly parodiaría esa supuesta rendición ante el mercado: “Él se cansó de hacer canciones de protesta / y se vendió a Fiorucci”.
Exultante mensajero de un nuevo tiempo, Charly arrancó el concierto con Pubis angelical, tema de la banda sonora del filme homónimo que acababa de componer y grabar para el film de Raúl de la Torre basado en la novela de Manuel Puig. Tras No llores por mí, Argentina, sonó la esperada –por nueva– Yendo de la cama al living: “Podés pasear en limousine / Cortar las flores del jardín / Podés cambiar el sol/ Y esconderte si no quieres verme…”. A lo largo de más de dos horas, el recital combinó la lógica del racconto –canciones de Sui Generis, La Máquina de Hacer Pájaros y Serú Girán– con la presentación de los temas del disco doble Pubis angelical/Yendo de la cama al living, pero buscando en todo momento remarcar la excepcionalidad del evento, su escala inédita. En ese sentido, hubo algunos momentos especiales, como las participaciones de Nito Mestre, León Gieco y Mercedes Sosa, y un set de Charly (piano) con Pedro Aznar (Oberheim) interpretando, a manera de medley, No te dejes desanimar, Desarma y sangra y Cinema verité.
Pero aún faltaba la sorpresa mayor de la noche: el simulacro de bombardeo al estadio, lo que era decir al barrio de Caballito, a la ciudad de Buenos Aires. Para ello, la puesta en escena dirigida por la artista visual Renata Schussheim contó con un set de cohetes artificiales ubicados en cada torre de iluminación del estadio apuntando hacia una serie de rascacielos de utilería de veinticuatro metros de altura. Los cohetes no eran sobrantes de la desencantada Nochebuena recién pasada; no eran explosivos de celebración –nada había para festejar en la Argentina de 1982– sino de aprensión. Arte fatalmente efímero, la escenografía diseñada por Schussheim podía resultar un tanto naíf, pero no cabían dudas de que ostentaba el valor de su excepcionalidad: aquello no sobreviviría a la música en vivo; aquello ardería en su propio fuego, como la guitarra de Pete Townshend estrellada contra un parlante. Justamente, del incendiario líder de The Who era la frase que Charly había escogido como epígrafe para su nuevo álbum: “Si grita pidiendo verdad en lugar de auxilio, si se compromete con un coraje que no está seguro de poseer, si se pone de pie para señalar algo que está mal, pero no pide sangre para redimirlo, entonces es rock and roll.” A cuatro meses de concluida la guerra, Charly elegía para su primer disco solista la palabra de un músico inglés como cita de autoridad: ¿un gesto para épater le bourgeois argentino o el pronunciamiento del algo más profundo? En cualquier caso, la elección de Townshend respondía a un reconocimiento de influencia y, al mismo tiempo, a la necesidad de unir las fuentes de la cultura rock a su derivación post-punk: los años sesenta a los ochenta.
Sobre el final del tema, mientras se extinguían los aullidos de Charly pidiendo que no bombardearan Buenos Aires, los músicos fueron retirados de allí por el personal de seguridad –en la crónica del recital, Pelo los definió como “personajes tristemente célebres”, sugiriendo que eran agentes de inteligencia de la dictadura–, el escenario se llenó de humo y entonces una virtual artillería acompañada de ruidos de bombas y metrallas lo destruyó todo en pocos minutos. Era el fade out de la canción por otros medios. Era el acto final de un gran recital –en realidad, hubo un bis, Inconsciente colectivo, seguramente para dejar en el público un mensaje un poco más esperanzador–, y quizá también de un tiempo ominoso. “Recuerdo ver desde el balcón ventanitas a las cinco de la mañana que se prendían”, rememoró Charly algunos años más tarde. “Como que toda la ciudad estaba desierta, pero pasaban cosas adentro, como claustrofobia. Por ahí, se veía una casa, tipo cubito, y todo de canuto. Yo no salí a la calle hasta ese recital en Ferro. Entonces rompí todo y explotó la ciudad. Era como una ironía total”.
Si en los shows solistas de Paul McCartney la espectacularidad suele alcanzar su punto más alto con la pirotecnia ad hoc de Live And Let Die, en la interpretación de Charly en Ferro las explosiones de cotillón fueron mucho más lejos en términos de dramática, incluso generaron una sensación de riesgo, como si finalmente aquello por lo que Charly había alzado su frenética oración pudiera hacerse realidad. En los recitales de Paul, las explosiones remitían a la saga cinematográfica de James Bond; en la Argentina de 1982, a la Guerra de Malvinas. En ambas simulaciones, Inglaterra esparcía su dominio cultural y militar de posguerra sobre una juventud desarmada, que apenas unos meses antes había sido puesta a prueba duramente y que ahora, entre perpleja y confusa, estaba siendo sometida a un símil de guerra, casi un experimento de memoria reciente.
“Lo que no habíamos tenido en cuenta era que íbamos a explotar cosas por todos lados, bombas a un metro de distancia”, recordó Gustavo Bazterrica de la performance situacionista en Ferro. “A mí cada bomba que explotaba me hacía pegar unos saltos que tiraban la guitarra a la mierda”. El hiperrealismo de la escena, ya lejos de las alegorías con las que Charly solía elaborar su lírica, condujo así a un reality shock. Un dispositivo tecnológico relativamente nuevo para la época –o al menos poco conocido en el país, hecho que agregaba incertidumbre a la escena– convirtió la escucha corporal del vivo en una experiencia sensorialmente más compleja e inquietante. ¿Así se oía un bombardeo verdadero? Los efectos empleados buscaban reproducir a escala de recital todo aquello –menos la muerte– que supuestamente habían experimentado los soldados en Malvinas. El problema era que la guerra había sucedido en el otoño pasado, muy cerca en el tiempo: sus esquirlas seguían presentes; la lista de muertos en combate era una herida abierta; los relatos llenos de falsedad y megalomanía nacional, una indignación colectiva. Aún así, Buenos Aires no había sido bombardeada. ¿Debían aquellos jóvenes en Ferro sentir alguna culpa de sobrevivientes?
El hecho de que el ensordecedor reality shock a la intemperie terminara sorprendiendo a los propios músicos adicionó al evento un condimento interesante. Después de todo, los músicos, en tanto habitantes de Buenos Aires, tampoco habían estado a salvo de que los ingleses los bombardearan. ¿Cuánto habían calado en ellos las informaciones sobre la guerra? ¿Habían pensado, por un momento, que la distancia geográfica entre el Atlántico Sur y la ciudad que albergaba a los dictadores podía haber sido salvajemente acortada por los Sea Harrier de la Real Marina Británica, y entonces un misil impactar finalmente sobre los porteños? Por otra parte, ¿hasta dónde llegaba la farsa de la guerra en Ferro? ¿Era moralmente aceptable –aún no se hablaba de corrección política– mezclar tragedia con espectáculo? “No había dinero como para hacer una prueba de todo eso”, reconoció Bazterrica. “Por lo tanto, ni nos enteramos de qué cosa iba a ocurrir. Solo hicimos una previa en la quinta con pileta donde estábamos los más allegados y los asistentes. No durmió nadie. No descansó nadie. El rock and roll no dormía en esa época”.
Del mismo modo que no había antecedentes de un recital de esas características –el Festival de la Solidaridad Latinoamericana del 16 de mayo en Obras Sanitarias había reunido sesenta mil jóvenes, pero allí la austeridad y el decoro habían primado por sobre cualquier exceso performático–, no hubiera sido sencillo encontrar casos similares de una representación bélica tan próxima en el tiempo a los hechos reales (en rigor no fueron exactamente reales: la Buenos Aires de 1982 no fue bombardeada por los ingleses, como sí la bombardearon los golpistas contra Perón el 16 de junio de 1955, dejando un saldo de trescientos muertos, la mitad de los caídos en Malvinas). En cualquier caso, el cierre del recital de Ferro introdujo a su público en un verosímil sonoro de la guerra, pero sin las derivaciones violentas o destructivas que ese tipo de trauma acústico habían tenido en los bombardeos reales, ya fueran los de la Segunda Guerra Mundial, Vietnam o la Guerra del Golfo.
Las autoridades interventoras de Canal 9, nada menos que el Ejército, grabaron el recital para ponerlo al aire en una versión levemente expurgada, con conducción de Juan Alberto Badía y la presencia en el piso del canal de Charly García, Daniel Grinbank (productor del espectáculo) y Renata Schussheim. El material presentado dejó fuera la participación de Mercedes Sosa y las interpretaciones de Los dinosaurios –el tema formaría parte del álbum siguiente de Charly, Clics modernos– y Viernes 3 AM –única canción de García incluida en el listado de temas prohibidos del COMFER–. Eran omisiones esperables en el contexto de una dictadura que no había podido prohibir la grandiosa serie de recitales de Mercedes Sosa en el Teatro Ópera en el mes de febrero ni la consolidación del rock como movimiento sociocultural, pero que aún gozaba de un poder residual. Sin embargo, con la revulsiva No bombardeen Buenos Aires no hubo problemas de censura. Ni en el disco, ni en la televisación. No fue escuchada como canción de protesta –¿acaso lo era?–, por más que el verso “los jefes de los chicos toman whisky con los ricos” refería sin dudas al general Galtieri, y “las rancias cunas del poder” sonaba como verso de poeta comunista. Aun así, en la presentación diferida, tras observar el pandemónium de la canción en vivo, pudo verse a Badía visiblemente impresionado por lo que acaba de emitirse. “No, no hace falta explicar nada ¿verdad?”, les dijo el conductor a Charly y Grinbank. Estos sonrieron en silencio, y se pasó a otro tema.
II
Charly García inició la grabación de Pubis angelical en Hollywood Paradise Studios (Estudios del Jardín) un mes después del desembarco argentino en las Islas Malvinas. La concluyó tras la rendición del 14 de junio. En agosto de aquel año, ingresó a los estudios Panda para grabar Yendo de la cama al living –los tracks terminaron de mezclarse en los estudios ION–, con el plan de editar ambos discos conjuntamente. Así sucedió en octubre, si bien el éxito inmediato del segundo disco persuadió al productor y manager Daniel Grinbank de que era conveniente reeditarlo por separado en la primavera de 1983. Por lo menos a lo largo de seis meses, Yendo de la cama al living fue un éxito de ventas sostenido. En la encuesta entre músicos realizada por la revista Pelo, el disco quedó en segundo lugar. Solo lo superó Momento culminante (Tug of War) –un título sin duda sugestivo– de McCartney.
Por más que la referencia a la banda sonora del filme de Raúl de la Torre nunca sería abandonada del todo, el álbum realmente importante en aquel período de la producción de García –y sin duda uno de los principales en la serie completa de su discografía, como lo ha demostrado Martín Zariello– fue Yendo de la cama al living. Según contó alguna vez el músico, la motivación del disco fue un reproche que su hijo Miguel le hizo por la complejidad de las canciones del álbum Peperina: “Cuando me copo con una canción me la cambiás. ¿Cuándo vas a dejar de hacer temas fallutos?”. Si bien algunas de las nuevas canciones fueron concebidas bajo el signo de Serú Girán, las señales de ruptura parecieron ser más consistentes que las de continuidad: el fin del supergrupo sucesor de La Máquina de Hacer Pájaros debía ser el fin de todo un ciclo compositivo. Pero como todo fin de ciclo, no fue fácil de llevar a cabo. Los temas se grabaron varias veces, se desecharon las primeras tomas y Charly buscó meticulosamente –el rigor siempre fue su sino– el tipo de sonoridad que realmente deseaba comunicar al ritmo de sus nuevos consumos musicales, apenas sugeridos por una remera del trío The Police o la referencia aislada a un disco de The Clash.
Los recursos tecnológicos, la autosuficiencia solista, la tendencia creciente a simplificar el parámetro de la rítmica y las progresiones armónicas en favor de una tímbrica diferente y un discurso “moderno” levemente influenciado por la escena new wave británica: todo exudaba la intención de un cambio estético capaz de expresar, en un plano connotativo, un reclamo acaso más amplio. “Charly quería un sonido más racional, no tan cargado de cosas, donde los silencios funcionaran también como notas musicales”, recordó el ingeniero de sonido Amílcar Gilabert. En definitiva, el disco terminó sonando como la fanfarria de un nuevo tiempo. A manera de amarga ironía sobre las ruinas económicas y sociales dejadas por la dictadura, Yendo de la cama al living se prolongaría y profundizaría en el seminal Clics modernos.
Munido de un arsenal de instrumentos de última generación –de la nueva batería electrónica Roland TR-808 al teclado Yamaha PS 55– y con mezcla final de Gilabert, Charly grabó ocho canciones concebidas entre su recién adquirido departamento de la avenida Coronel Díaz y los estudios Panda en Avenida Segurola. El movimiento entre ambas direcciones –una ampliación del radio de acción, pero sin dejar de pensar entre la cama y el living– simbolizaba el vaivén entre dos modos de composición: el “tradicional” con piano o guitarra, inventando alguna melodía con letra, y el facilitado por la disponibilidad de la grabación, con esa pléyade de nuevos instrumentos. El set completo quedó finalmente integrado por Yendo de la cama al living, Superhéroes, No bombardeen Buenos Aires, Vos también estabas verde, Yo no quiero volverme tan loco, Canción de dos por tres, Peluca telefónica e Inconsciente colectivo. Sin embargo, no todo fue “tecnológico”: el bombo que hegemoniza la sonoridad de Yendo de la cama al living fue tocado por Charly con un trozo de manguera, como citando la práctica ferviente del militante peronista que asiste a una marcha o concentración masiva: un insospechado significado político en un contexto sonoro “moderno”.
El refuerzo rítmico de Willy Iturri como único acompañante en todos los temas y la presencia como invitados especiales de Nito Mestre, León Gieco, Pedro Aznar y Luis Alberto Spinetta –estos dos últimos en la jam de Peluca telefónica– fueron apenas toques de color –y de parcial sociabilidad, por decirlo de algún modo– en un corpus de canciones gestado por “un sujeto poético solitario, en permanente conflicto consigo mismo y con el mundo”. Destacaron claramente Yendo de la cama al living, con su beat fuerte y agobiante, su motivo inicial en el bajo y las texturas austeras; Superhéroes, con cambios de compás y una armonía más elaborada, al estilo Serú Girán; Inconsciente colectivo, un inédito de la época de Bicicleta que terminaría siendo uno de los grandes poemas de Charly (“Nace una flor, todos los días sale el sol / de vez en cuando escuchas aquella voz / como de pan, gustosa de cantar, / en los aleros de la mente con las chicharras”) y una suerte de himno de la postdictadura, y obviamente No bombardeen Buenos Aires. Con el paso de los años, algunos fans de Charly llamarían al disco en su conjunto No bombardeen…, un gambito que revela la idea instalada de que este álbum fue el testimonio que Charly nos legó de la guerra de Malvinas, o mejor aún, del año de la guerra.
III
Para Esteban Buch y Camila Juárez, No bombardeen Buenos Aires es la música que mejor evoca la Guerra de Malvinas, e incluso, tal vez, junto con la voz aguardentosa del general Galtieri anunciando la “recuperación” de las islas en Plaza de Mayo el 2 de abril de 1982, “la principal huella sonora de ese momento histórico en la memoria colectiva de los argentinos”.
Charly compuso la canción inmediatamente después de haber participado en la –para muchos– amarga experiencia del Festival de la Solidaridad Latinoamericana, en medio de la conflagración. El 2 abril se había enterado del desembarco en un café de Avenida Santa Fe, en la esquina de su casa. Sorpresa y euforia convergieron en el ánimo de la gente. De pronto, Malvinas se convirtió en una causa de union sacrée. La aprobación por lo hecho se extendió a lo largo de un extenso arco ideológico que iba del nacionalismo católico a la izquierda trotskista. Los partidos políticos apoyaron a Galtieri; algunos de sus referentes acompañaron al recién designado gobernador de las islas, el general Mario Benjamín Menéndez.
Mientras desde la TV la voz marcial del periodista José Gómez Fuentes avivaba el irredentismo patrio, en el campo de la cultura se produjeron diferentes formas de apoyo. Hubo una catarata de solicitadas en los medios: Asociación Argentina de Actores, Argentores, Asociación Argentina de Intérpretes, Teatro Abierto y DECUNA (Defensores de la Cultura Nativa). El 17 de abril se publicó en La Nación una solicitada de conspicuos intelectuales avalando la recuperación militar de las islas. En su aclamada presentación en el Teatro Regina junto a Roberto Goyeneche, Astor Piazzolla y su segundo quinteto estrenaron el tema Los Lagartos dedicado a un cuerpo especial de la Marina conducido por Alfredo Astiz en las Georgias del Sur (esa misma noche, en su intensa versión de Cambalache, Goyeneche introdujo el nombre “la Thatcher” en la galería de personajes del tango de Discépolo).
Hubo más. La artista visual ícono del pop argentino Marta Minujín –en algún sentido comparable a Charly por el desparpajo de la mirada– ideó la instalación Thatcher en llamas, mientras la televisión reproducía ad infinitum las arengas nacionalistas (“Vamos, argentinos / Vamos a vencer / El futuro sigue su camino / Hoy el país nos pide todo”) y una gran colecta nacional copó el aire de la televisión a lo largo de todo un día (“Las 24 horas de Malvinas”, conducido por Pinky y Cacho Fontana). Definitivamente, la guerra parecía estar sucediendo más en las imágenes que en los cuerpos.
A diferencia de millones de argentinos raptados por un exaltado sentimiento nacionalista, Charly experimentó una mezcla de estupor y disgusto. Si bien participó del Festival de la Solidaridad Latinoamericana, sus mayores esfuerzos estuvieron puestos en componer y grabar el nuevo material en un estado de semi soledad. “Me encerré en un estudio un mes y de la guerra me enteraba cuando iba al bar de al lado. Un día me acuerdo que pasaron un ‘comunicado’ y todo el mundo en el bar se calló. Me hacía acordar a El huevo de la serpiente, de Bergman. Una situación límite que no sucede y a la vez sucede…”.
En rigor, casi todas las canciones de Yendo de la cama al living –empezando por el tema con el que el músico decidió titular el disco– quedaron marcadas por esa sensación de que algo límite “sucede y a la vez no sucede”. Una sensación de irrealidad alimentada por las noticias de una guerra remota y propia al mismo tiempo. Las operaciones bélicas estaban sucediendo allá lejos, en el gélido sur argentino, mientras el país se enteraba de los sucesos por televisión y radio. Pero tras la impresión de una euforia colectiva y hegemónica, no fueron pocos los argentinos que compartieron el silencioso estupor de Charly, por más que ese silencioso estupor no tuviera una expresión definida. Quizá por eso, una vez concluida la aventura malvinense, la imagen de una motricidad reducida y recelosa circunscripta al hogar como zona de confort amenazada resultó poderosamente identificatoria. ¿Quién no había vivido aquellas semanas yendo de la cama al living?
En esa situación de pasividad expectante, de resguardo y al mismo tiempo de impotencia, pedir que no bombardearan la fortaleza citadina –la cabeza de Goliat, una vez más– no pareció un delirio. En cierto modo, Sólo le pido a Dios, de León Gieco –originalmente escrita en el contexto del conflicto con Chile por el Canal del Beagle pero resignificada en 1982– fue la canción hermana mayor de la de Charly, pero con la diferencia que separa una plegaria de un grito destemplado. Si Gieco enarboló la bandera del pacifismo folk, Charly prefirió expresarse como un punk paranoico, aunque su lenguaje musical no lo fuera exactamente. Le diría a Eduardo Berti años más tarde: “El álbum fue la obra de un tipo encerrado en una ciudad en guerra, totalmente descreído de los motivos de esa guerra e intuyendo que se acababa una etapa, el Proceso, la década del setenta”.
Tras un riff de piano de ascendencia jazzera, la voz de Charly aparece remota, como proveniente de otro cuarto, diciendo: “Comunicado número 234, estamos ganando, seguimos ganando…”. La mentira del triunfo, impresa en la tapa de un ejemplar canalla de revista Gente, era citada en el comienzo de la canción, como advertencia de que todo lo que vendría después sería enunciado desde un descreimiento absoluto. Luego el riff se multiplica en un segundo teclado como un vago canon de sonido sintetizado, para finalmente dar entrada a la voz cantante sobre un beat firme. De rango melódico estrecho, la línea melódica se diluye en una suerte de rap –quizá con alguna deuda a Frank Zappa, si bien la sonoridad general de la canción pertenece a otro estilo– que se repetirá en la segunda estrofa, pero ya con una modulación por ascenso de medio tono. El esquema de la canción es simple (AAB) y, como analiza Diego Madoery, la construcción melódica a partir de notas repetidas antes que variadas estaría indicando que el Charly solista será más característicamente rockero que el de Serú Girán. En cuanto a la concepción sónica de No bombardeen Buenos Aires, con sus efectos de sirenas, voces anónimas, risas sardónicas y frases susurradas en dicción poco clara, revela un entramado de guiños y sobreentendidos potenciados por el empleo del eco sonoro del delay y la compaginación de diferentes capas de sonido. Toda la canción suena como un agitado pedido de auxilio de un sonámbulo. Charly estaba reinventado su voz –la voz de la década de los ochenta– desde la fantasmagoría de una ciudad bombardeada.
La guerra como experiencia límite había vuelto inadecuadas las alegorías de temas como Canción de Alicia en el país, al mismo tiempo que el relajamiento de la censura como consecuencia directa de la derrota de los militares en su metier específico terminó corriendo el límite de lo decible. Y de lo narrable y opinable como representación social. Sin embargo, el riesgo siempre estaba: no todo lo narrable y decible en el contexto de una dictadura era factible de ser efectivamente narrado y dicho. “Hay un montón de cosas que no se pudieron decir”, reconocía Charly a Claudio Kleiman en una célebre entrevista de Expreso Imaginario. “Cuando vos hacés una canción que te puede perjudicar al punto de que no te dejen trabajar más. Todo pasa por el tamiz de la inteligencia para decir las cosas de una manera menos ríspida. Pero el rock tiene que ser un poco ríspido, agresivo”. Esta última observación parecía querer explicar No bombardeen Buenos Aires antes que cualquier otra canción de su cosecha 82.
Se sabía que Charly era un equilibrista de la palabra en contextos de censura cultural. Su sentido del timing de lo decible le indicaba que ahora sí, derrotados los militares en Malvinas, el rock podía ser ríspido y agresivo no sólo en su volumen sonoro y sus riffs desafiantes: también podía serlo en sus letras, ya sin metáforas. No bombardeen Buenos Aires era una cantera de información sobre aquel presente, pero lógicamente mediada por la subjetividad de un crítico de costumbres que descreía de las razones del nacionalismo beligerante. Ese descreimiento explica el gesto desafiante de reconocer la escucha de música en inglés en medio de la guerra. La referencia al grupo inglés The Clash (se escucha “Clark” antes que “Clash”) y su disco Sandinista resultaba especialmente irónica: durante la guerra, los militares habían prohibido la difusión de música en inglés en las radios, como si la escucha de la lengua del enemigo pudiera debilitar la moral de la retaguardia, o como si la delectación musical en otro idioma fuera un acto ofensivo al sacrificio de los soldados argentinos. Entonces no bastaba con pelear por el país: había que escucharlo en su propio idioma. Charly, en cambio, prefería hacerlo en el inglés de un grupo anti-thatcherista, que apenas tres años antes había cantado London Calling, título que refería a las transmisiones de la BBC durante la Segunda Guerra Mundial. La ideología de Charly era la de la internacional rockera, pero afincada en Buenos Aires, allí donde acababa de vivirse –nada parecía indicar que no pudiera volver a suceder algo así en un futuro distópico– “terror y desconfianza por los juegos / por las transas, por las canas / por las panzas, por las ansias, / por las rancias cunas de poder, locuras de poder”.
La estrofa más claramente “política” de la canción, la que en otro momento de la relación de fuerzas entre la dictadura y la cultura joven habría sido objeto de censura (lo decible no dicho), era la que describía el siniestro backstage de la guerra: “Los gurkas siguen avanzando / los viejos siguen en TV / Los jefes de los chicos / toman whisky con los ricos / mientras los obreros / hacen masa en la plaza / como aquella vez”. El vaivén ciclotímico entre el rechazo a la dictadura y la inmediata euforia tras la noticia de la recuperación de las Islas era un dato que la mirada aguda de Charly no podía pasar por alto. “Los obreros hacen masa en la plaza / como aquella vez”: del 17 de octubre de 1945 al 30 de marzo de 1982, y 72 horas más tarde, todos a la plaza de Malvinas. Una síntesis histórica perfecta, en un verso cantado casi al pasar, como caído de la estrofa.
Aquella no fue la única canción “malvinense” del rock argentino. Raúl Porchetto compuso Algo de paz –con ese tema entonado por casi todos los músicos participantes cerró el Festival de Obras– y, más específicamente, Reina Madre. Los Violadores grabaron Comunicado 166 y, en 2010, Fito Páez presentó Tema de Malvinas. Más acá en el tiempo, Ciro y Los Persas rindieron homenaje a los caídos en la guerra con Héroes de Malvinas (durante el conflicto los medios reciclaron La hermanita perdida de Atahualpa Yupanqui, por citar un ejemplo extra rockero).
Por supuesto, también hubo canciones “malvineses” del otro lado, en el “otro bando”. Ninguna de las canciones citadas se asemeja a la de Charly García.
La singularidad de No bombardeen Buenos Aires es incuestionable cualquiera sea el corpus de canciones con que la comparemos. Y lo es principalmente por dos razones: la inmediatez de su registro –Charly no parece trabajar aquí con una política de memoria, como sucede con la mayoría de las canciones “de gesta” o “de protesta”– y la inflexión de una voz que sardónicamente nos devuelve a los argentinos –o en todo caso a una parte numerosa del colectivo nacional– la sensación de una distopía experimentada entre el miedo y la hipocresía. Desde luego, como toda gran canción, su lectura no se agota en un par de tópicos. Pero si, como ha escrito Jorge Monteleone, “la voz de Charly es una cámara de resonancia de la imbecilidad pública que teatraliza lo banal en carne viva”, cabe concluir que pocas veces en su pródiga producción García expuso tan en carne viva nuestras propias contradicciones como sociedad.
Sergio Pujol (La Plata, 1959) es historiador y ensayista especializado en música popular. Es profesor titular de “Historia del siglo XX” en la Facultad de Periodismo de la Universidad Nacional de La Plata e investigador Independiente del Conicet. Su producción bibliográfica incluye, entre otros, los siguientes títulos: Como la cigarra. Biografía de María Elena Walsh, Jazz al sur. La música negra en la Argentina, Discépolo, una biografía argentina, Historia del baile. De la milonga a la disco, Rock y dictadura. Crónica de una generación (1976-1983), Oscar Alemán, la guitarra embrujada y El año de Artaud. Rock y política en 1973.
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