El bilardismo, el hecho maldito del futbol burgués
Creo que nunca grité tanto un gol como el de Caniggia contra Brasil en el Mundial 90. Tal vez el gol de Pablo Piatti en el minuto 94 en la cancha de Newell´s en ese 2006 del Estudiantes campeón del Cholo Simeone. El de Caniggia más que un grito fue la constatación de una forma de identificarme con el futbol. Creo que todo se resume en esa sonrisa con la que Cani sale festejando el gol, como diciendo: ¡gol, increíble, no se puede creer! Al final de cuentas, por más posesión de pelotas, lujos y tiros en el palo, la diferencia la hace el que mete el gol. Y en partidos donde la superioridad del otro es manifiesta, tal vez todo se reduzca a generar la única oportunidad y no desperdiciarla.
Algo de la ambigua grieta entre lirismo y resultadismo hace agua aquí. No creo que el hincha brasileño recuerde este partido con el orgullo de decirse: perdimos, ¡pero qué bien jugamos! Y a la inversa, creo que este partido deja traslucir algo más: los hinchas argentinos lo disfrutamos más, no “aunque” sino “porque” no lo merecíamos.
Hay otro añadido en este acontecimiento que podríamos denominar como el disfrute de lo imposible. Un imposible que rompe toda representación de lo justo y de lo bello, todo mérito, todo cálculo. La épica nos conmueve, nos estremece. Lo imposible no se explica con los criterios de lo posible. Es famoso el relato del silencio de Bilardo en el entretiempo y su única indicación: “No se la pasen a los de amarillo”. El gran constructor de sistemas cede. El trabajo de tantos años hace cuerpo ahí y se resume en la frase que condensa todas las obviedades: no se la pasen a los de amarillo.
Pero no es tanto lo dicho como lo no dicho: antes de la frase fue el silencio previo en el vestuario durante esos quince minutos. Como si todo lo aprendido, lo trabajado, lo esperado, lo debatido, lo peleado, se consumara en esa escena previa al final. Amo las consumaciones. Como si todo hubiera sido escrito para llegar a esa escena. Todos los pizarrones, todos los videos, todos los entrenamientos, todas las precauciones se encuentran en su punto límite. Bilardo sabe. O bien arriesga. ¿Arriesga porque sabe o sabe porque arriesga? El gran maestro de la precaución confía y delega: no habla porque en ese “no se la pasen a los de amarillo” está todo dicho. Por eso el silencio: porque está todo dicho. La escena me recuerda el final de “El banquete” de Platón donde después de tantos discursos sobre el amor y de la brillante exposición de Sócrates, irrumpe sobre el final Alcibíades y rompe el esquema: no voy a explicar -como lo han hecho todos- cuál es la naturaleza del amor, sino que solo me voy a centrar en contar por qué amo a Sócrates.
Para mí, el futbol siempre es algo más. Nunca me alcanza con las teorías o ideas que buscan explicarlo o en términos identitarios, o en términos de espectáculo, o en términos de lucha de clases. O incluso como “continuidad de la guerra por otros medios”. No es que no suscriba con alguna de las explicaciones, sino que ninguna me alcanza. Cada vez que creo que puedo entender lo que me pasa con el futbol, me pierdo. O mi equipo pierde y todas las teorías se me caen.
No se por qué me hice bilardista. Recuerdo a mi madre apagándome la televisión los domingos a la noche mientas veía el resumen de los partidos en 1982 y todo el mundo prefiriendo que salga campeón Independiente y no el Estudiantes de Bilardo. Algo de ese encono contra el pincha y el bilardismo evidentemente me movilizó, me convocó. Y como todo converso, fui a fondo. Es tan fuerte la construcción que el sentido común del futbol hace del bilardismo como exponente del antifutbol que, en todo caso y a la inversa, tal vez el bilardismo evidencie todo ese conjunto de negaciones que nadie quiere admitir en su propia identidad futbolística. Parafraseando a John William Cooke: el bilardismo es el hecho maldito del futbol burgués.
Por eso, lo que más me identifica con Bilardo es que vivo el fútbol como lo vive él, aunque el mandato social nos exija otras narrativas. No lo vivo liviano. No disfruto el futbol. O por lo menos no lo disfruto como se disfruta un entretenimiento. Para mí el futbol es catártico. Está más cerca de la tragedia que de un evento pochoclero. No lo disfruto en los términos en los que se normaliza cierto consumo del disfrute: no lo contemplo, sino que lo vivo. Y siempre con esa tensión irresoluble de estar dependiendo de un conjunto enorme de variables que nos exceden. Y así como en el mundo de la mitología una buena cosecha dependía de las bondades de la diosa Demeter, así en el futbol todo depende de que el delantero haga o no haga el gol. El futbol me exaspera. Camino como Bilardo, reacciono como Bilardo, me acomodo el pelo como Bilardo, soy intenso como Bilardo. Pero claro, no soy Bilardo. No vivo para el futbol. El futbol es uno de los tantos fragmentos que constituyen mi subjetividad. Uno importante, pero no el único. Como no es el único ninguno de los otros aspectos que también me constituyen. De hecho, todos estos fragmentos se encuentran en conflicto. Como un campo de batalla, definía Nietzsche la interioridad. La pregunta más recurrente que me han hecho es acerca de la supuesta incompatibilidad entre ser bilardista y hacer filosofía. Tampoco soy bilardista cuando cocino o cuando leo. No soy bilardista porque creo que hay que ganar a cualquier costo, sino que soy bilardista porque como el propósito del futbol es ganar un partido o un campeonato, creo en la necesidad de articular todo en función de ese objetivo: estrategias, convicciones y obviamente también disfrutes.
Tengo hitos con Bilardo que han marcado algo de mi vida. La única vez que vi a Bilardo en persona fue en un programa de Pura Química donde me invitaron a compartir una entrevista e intenté reivindicar el Mundial del 90: no hubo caso. Estuve presente en cancha de River el día del Gatorade: desde la tribuna alta nunca me enteré de nada. Fuimos con mi hermano Mauro y mi hija María con solo 6 años a ver el retorno de Bilardo a Estudiantes en el 2003 en cancha de Gimnasia contra Talleres de Córdoba: María durmió todo el partido, recostada en el piso de la tribuna. Corrimos mucho en la cancha de Velez después de un triunfo allí con gol del Principito Sosa y la platea insultando todo el partido al Narigón: de la última etapa de Bilardo en Estudiantes se fue forjando el plantel del equipo campeón del 2006.
Acabo de ver el documental de Bilardo y no puedo parar de llorar. Muchas veces en mi vida, en situaciones límites, cuando creía que ya no había ninguna posibilidad de nada, me repetía una y otra vez a mí mismo una única frase: “no se la pases a los de amarillo”.
DS
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