Alberto Fernández y los barcos rotos
Argentina conoce algo de sí misma cuando va a Europa, cuando toca España, cuando la lengua se resbala. Alberto Fernández citó de memoria una memoria (la frase es de Litto Nebbia, es de la literatura latinoamericana, es de una época) en otra época para lo que ya no es escuchable; una identidad son muchas épocas (a la vez), los barcos también son muchos, cada familia es una pequeña mezcla, la sangre siempre es espesa. Y la raza es una flecha que nos apunta. No son todos/as racistas menos vos. “Hija de puta”, “hijo de yuta”; hay en esta injuria epidérmica una dimensión –quizá– menos manifiesta: la persistencia de los “imaginarios de la filiación”. Aunque se intenta cambiar “yuta” por “puta”, se mantiene el “hija o hijo de”. “Hija o hijo de”, entonces, como una injuria latinoamericana que reedita la violencia inaugural de la “conquista” y esos marcadores raciales de quién sos hijo/a, arrastrados por la sangre, lo bastardo y lo legítimo. Raza es leer de quién sos hijo. Desde el “hijo de la chingada” hasta la “hija del portero”. Nuestras heridas latinoamericanas. Descendencia. Vergüenza, reconocimiento, orgullo, ascenso, derrumbe, redención. Esos barcos rotos, esas historias caídas de los mapas, esas pertenencias empiojadas (la “italianidad” o “españolidad” personificada no bajó de ningún lado). La identidad es algo para llegar, para perder. La identidad es una construcción. Y una pérdida. Sangre azul, sangre rota, sangre de alquiler de vientres, sangre de hijos, de “ex hijos” o “hijos desobedientes”, sangre en disputa, sangre NN. De esa Argentina profunda, originaria, afro, migrante, mestiza. Tradición es legar. Pero apropiarse de la tradición tiene una cuota de herejía. Todas las familias argentinas tienen una pequeña gota quemada adentro.
Cuando el mes pasado murió Alcira Argumedo, Albertina Carri escribió un texto grandioso de cómo ser hija de alguien en el que contaba que, ya al borde de la vida, de la morfina, (imaginamos) entre sueños, entre suspiros, entre sábanas, Argumedo gritaba: “Viva Perón”. Una vida es lo que decimos antes de morir. Esa carta escrita sobre la nada. Exceso y súplica. Ese canto gutural. Moría más que una mujer (una gran mujer), más que una escritura o una obra, una integrante de esa generación enchufada a las venas abiertas del Estado, de la Argentina. De la patria. Cuando despedirse del mundo era despedirse de un nombre colectivo. Del nombre que está en la punta de los dientes de un país entero. Sin imposturas. El tiro del final. La identidad es una foto a la que siempre le falta una parte. La identidad son las cuerdas vocales que se electrifican ante la muerte, ante los viajes, ante el nacimiento, ante alguna guachada del calendario que algo enciende. Memoria. Un canal de televisión desafinado adentro de la cabeza. La identidad es algo que pasa cuando aprietan las cuerdas.
Quizá al 25 de mayo, esa efeméride celeste y blanca, plebeya y paqueta, la perfumaba la estela de ese grito íntimo. Ese saludo. La identidad es la infancia. Y el 25 de mayo las redes sociales fueron el patio de la escuela del siglo XX: se volvió un álbum de fotos de niñez. Cautivas, gauchos, guiso de lentejas, membrillo, Maradona, mate, Perón, Eva Duarte, Alfonsín, Malvinas, rock argentino. Ese panteón (siempre incompleto) pero panteón al fin, hecho de clichés, de adherencias, de arrullos: fue dado por alguien. La identidad es una canción de cuna. Una cruz en la espalda escrita con birome bic.
En “El escritor argentino y la tradición” Borges dice que nuestra tradición es toda la literatura occidental. Pero el pasado está destinado a cambiar. Y ese texto, pequeño y fulgurante, ya cita obligada para volver una y otra vez sobre la identidad nacional se parece a un animalito que se escabulle: corretón. Siempre tiene más jugo, o se pone más vertebral. Dice Borges, “no podemos concretarnos a lo argentino para ser argentinos: porque o ser argentino es una fatalidad y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara”. Aunque la hipótesis de Borges –“en el Corán no hay camellos”– tiene una falla tectónica: dicienueve sí hay. Ahí está todo porque ahí no está nada.
Sarmiento, Borges, Ocampo, Eva Perón: escrituras obsesionadas con los linajes. Escribir es un ajuste de cuentas familiar. La mejor de las veces, con la inauguración de mundos. La identidad son los modos de leer. Carlos Gamerro ha dicho que se puede pensar el cuento “Casa tomada” sin el peronismo pero ya no el peronismo sin “Casa tomada”. La identidad nacional está hecha de literatura. Una hipótesis ampulosa escrita sobre una tradición: la de las mezclas. La literatura argentina sopla eso, que la Argentina es la “y” que une la civilización con la barbarie, la modernidad con la periferia, lo nacional con lo plurinacional, el Estado con la comunidad. Lo que pasa en el medio de todas las cosas. Exotismo: la máquina de hacer alteridades. La máquina de decir “la identidad no existe”. La identidad es la “y” que falta en todas las oraciones. En su “Guitarra negra” Zitarrosa decía detrás del pueblo el pueblo. Detrás de la “y” otra “y”. Lo común.
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