Las amenazas del odio como política
Argentina transita un debate público electoral signado por la violencia del discurso. Descalificaciones, consignas que propugnan la eliminación de los adversarios políticos, expresiones discriminatorias, deshumanización y hasta apologías de la última dictadura militar operan deliberadamente como provocaciones que promueven una conversación tóxica y obturan el debate de ideas y propuestas. La escalada, aunque alarmante, no debiera sorprendernos.
En los últimos años operó una suerte de desplazamiento de lo decible, de lo legítimamente aceptado, que habilitó la proliferación y crecimiento de discursos de hostigamiento, discriminación y odio en el debate político, en la discursividad mediática, en el entorno digital y las redes sociales.
No existe una definición jurídica internacional del discurso de odio y la descripción de lo que constituye “odio” resulta polémica y controvertida, tal como reconoce Naciones Unidas en ocasión de la adopción de la Estrategia y Plan de Acción para la Lucha contra el Discurso de Odio en 2019. No obstante, dicha Estrategia entiende por tal a “cualquier forma de comunicación de palabra, por escrito o a través del comportamiento, que sea un ataque o utilice lenguaje peyorativo o discriminatorio en relación con una persona o un grupo sobre la base de quiénes son o, en otras palabras, en razón de su religión, origen étnico, nacionalidad, raza, color, ascendencia, género u otro factor de identidad”.
Esta definición abarca una amplia gama de expresiones, entre las cuales, aquellas que incitan a la violencia, la discriminación y el hostigamiento requieren un estricto escrutinio de acuerdo con los estándares internacionales. No obstante, es una definición que permite orientar la acción política y social para contrarrestar la discriminación y el odio tal como ha admitido el Relator Especial para la Libertad de Expresión de Naciones Unidas. Las presentes reflexiones procuran abonar en este sentido.
El desplazamiento de lo decible ha generado un temor razonable de que las expresiones de odio y amenazas trasciendan el plano del discurso. Este temor cercenó la libertad de expresión de muchas personas y silenció las voces de quienes frente al hostigamiento tuvieron que, por ejemplo, cerrar sus cuentas en Twitter (X) o Instagram. El intento de magnifemicidio a la Vicepresidenta de la Nación reveló de manera brutal que la concreción de esas amenazas era posible.
El ejercicio de la libertad de expresión admite poner en debate, criticar, cuestionar y escrutar las opiniones ajenas, los posicionamientos institucionales e incluso las creencias religiosas. No obstante, el debate democrático exige que esta dinámica de confrontación, que le es propia, no se sostenga en la violencia, la hostilidad y la discriminación. Por el contrario, la condición para el ejercicio pleno de la libertad de expresión de todas las personas es un contexto libre de violencia que permita expresar las propias ideas, escuchar argumentos ajenos y debatir sin la amenaza de sufrir represalias de cualquier tipo.
Esta es una responsabilidad compartida por toda la sociedad: todas y todos tenemos que promover una discusión libre y plural. Sin embargo, no todas las voces tienen el mismo alcance ni provocan los mismos efectos: algunas tienen responsabilidades mayores. Siguiendo los criterios del Plan de Acción de Rabat adoptado por Naciones Unidas en 2013, la posición, estatus o reputación de quien habla debe considerarse especialmente a la hora de analizar el eventual efecto de su discurso, al igual que sopesar su alcance, contexto, su naturaleza pública, los medios empleados, la posibilidad de que sea repetido, el tamaño de su audiencia y su accesibilidad al público general.
Las y los candidatos a ocupar cargos públicos tienen responsabilidades mayores en la promoción de una discusión libre y respetuosa porque hablan en un contexto y condiciones privilegiadas en términos de su estatus y alcance. Han sido consagrados por sus espacios políticos como voces autorizadas y al hablar se dirigen a una audiencia muy amplia, generalmente a través de medios de comunicación masivos. También, dada su relevancia en el debate público, es habitual que sus expresiones se repitan o repliquen en otros ámbitos.
A esto debe sumarse que todo discurso político en campaña tiene la función de interpelar y movilizar a seguidores y votantes. Cuando este discurso deriva en expresiones de hostigamiento o discriminación, la discusión pública orbita en torno a la dignidad ciudadana de los sujetos aludidos, es decir, al estatus de pertenencia de personas, colectivos o minorías a nuestra comunidad y su legitimidad para participar en la conversación pública. Esta operación política de exclusión refuerza el carácter tóxico de la discusión con el peligro de traspasar lo discursivo y volverse una amenaza concreta para dichas personas.
Por otra parte, las expresiones que realizan candidatos y candidatas tienen la capacidad de convertirse -eventualmente, en caso de consagrarse como ganadores de la contienda electoral- en el contenido de políticas públicas. En este sentido, el discurso político tiene una potencia única, de la que carecen las expresiones de cualquier otro actor.
Por estas razones, entendemos que resulta crucial problematizar y desnaturalizar los discursos violentos en la contienda electoral. Es vital dar cuenta de su uso e interpelar a candidatos y candidatas cuando los utilizan, formular repreguntas e invitar a la reflexión para desarticular la operación política de hostigamiento y discriminación que los sustenta. Esta es una tarea urgente: a 40 años de la recuperación de la democracia debemos aunar esfuerzos para no consolidar el desplazamiento de lo decible y para que sigamos abonando por la construcción de una sociedad inclusiva, justa y libre de violencias.
María Capurro Robles es abogada especializada en derechos humanos, libertad de expresión y comunicación audiovisual.
Natalia Torres es politóloga especializada en políticas públicas de integridad y género.
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