Che piba, vení votá
El 11 de noviembre de 1951 las argentinas no volvieron a lavar los platos como antes. “Andá a lavar los platos”, ese insulto que va a eclipsar el final del siglo XX y muestra esa pregunta –¿dónde están las mujeres?–, tiene un hilo que lo conecta con la noche de ese domingo. Y ese hilo también camina hacia atrás. La relación con la política es una relación con los espacios. Esa larga marcha de las cocinas a las calles está amasada por la primera vez que las mujeres pudieron votar. Delantales y urnas: domesticidad cada vez más tecnificada y modos de desplazamiento por el ámbito público. Porque ni la modernización no fue parte del peronismo ni las multitudes empezaron con él.
Las primeras décadas del siglo XX estuvieron atravesadas por luchas sufragistas, feministas y sociales; a veces superpuestas, a veces más distanciadas, mediante anarquistas –Salvadora Medina Onrubia llegó incluso a estar en la cárcel–, socialistas –la labor de Alicia Moreau de Justo–, radicales –como Elvira Rawson o Clotilde Sabbatini–, liberales –Victoria Ocampo–. A estos nombres propios se le superponen la lucha de Julieta Lanteri, de Carolina Muzzilli, y hasta una mujer ya había estado en el aire –Carla Lorenzini, primera aviadora civil–. Las eléctricas transformaciones con las que había nacido el siglo XX “corto” –en Argentina, a partir de la sanción de la Ley Sáenz Peña en 1912 que garantizaba el voto secreto, universal y obligatorio para los varones– tuvo sus sacudones con estas mujeres que lo estaban haciendo: el Congreso femenino de 1910, la huelga de las maestras en Mendoza en 1919, la reforma del Código civil y –aún en el contexto conservador de los años treinta–podríamos seguir.
Muchas venían luchando por los derechos civiles –a disponer de sus dineros y bienes, a trabajar, a estudiar, a ejercer la responsabilidad de sus vínculos familiares–; y luego, por los derechos políticos –a votar y ser votadas–. Hubo varias presentaciones de proyectos de ley –la que más lejos llegó, la de 1932, y en dos provincias ya se había votado antes: San Juan y Santa Fe–. Pero en el contexto de la “revolución de 1943” sucedió algo inesperado: de modo sorpresivo, desde la Secretaría de Trabajo y Previsión, a cargo del general Perón, se planteó que el voto para la mujer fuera sancionado por decreto. Las feministas históricas se ubicaron entre las detractoras del “sufragio desde arriba”.
Tras la elección presidencial y el regreso de la gira europea, se presentó un proyecto de ley para el sufragio femenino, primero aprobado por Diputados y luego por el Senado. Era la primera vez que la presentación tuvo el impulso del ejecutivo. Estela dos Santos, en Las mujeres peronistas, destaca que en los mensajes radiales de Eva Perón se le hablaba políticamente a las mujeres y se las nombraba por sus trabajos –ama de casa, docente, empleada, obrera, chacarera–. Mundo del trabajo en escuelas, fábricas, comercios, oficinas del que cada vez eran más parte. El peronismo se podía tocar.
La ley 13.010 estableció en su artículo primero que “Las mujeres argentinas tendrán los mismos derechos políticos y estarán sujetas a las mismas obligaciones que les acuerdan o imponen las leyes a los varones argentinos”. En una pieza audiovisual realizada por Moglia, que es parte del Archivo General de la Nación, dramatiza en el living de la casa la argumentación a favor y en contra. Cinco personas. La mayor, jefa de familia, arranca con “eso no es para mí”. La joven de la casa la increpa con “es la ley y hay que cumplirla”, ante lo que un joven acota “por los derechos cívicos de la mujer se ha luchado años y años en todo el mundo, esto es una conquista”. El varón más grande, con sorna, y gesticulando, se burla: “la imagino pensando en candidatos y votando”. Una jovencita dice “esas son cosas de hombres”, y la otra joven vuelve a increpar “esas son cosas de nosotras también”, frente el insistente “¿quiere decir que ahora nosotras también decidiremos?” de la mayor. La voz de la muchacha cierra con “la mujer puede y debe votar”. Las juventudes y los livings argentinos estaban siendo transformados para siempre. Del trabajo a casa, pero con la lengua caliente.
La participación política de las mujeres en el peronismo fue parte tanto de la Fundación Eva Perón –el paso de la caridad y “las damas de beneficencia” a la organización estatal de la justicia social– como de los centros cívicos femeninos que después integraron el Partido Peronista Femenino, a partir de un grupo de delegadas censistas que recorrió todo el país. En Evita capitana, Carolina Barry analiza esta dinámica. ¿Cuántas mujeres eran? ¿Qué iban a votar? ¿Cómo afectarían los resultados y la composición de las cámaras? Después de la sanción ocurren tres procesos simultáneos: la reforma constitucional en 1949, la tarea de empadronamiento y el renunciamiento de Evita a la candidatura a la vicepresidencia. Hasta entonces, no había lo que hoy podría ser el DNI: la única documentación para las mujeres era la partida de nacimiento. Carteles con frases como “¿tiene usted su libreta cívica?” y “la ley que le otorga el derecho de votar la obliga a empadronarse” alentaban el trámite a la par que cada registro civil expedía copias y copias. Un Estado que tuvo que hacer millones de libretas de golpe.
Finalmente, en esa elección el 48,9% del padrón fueron mujeres. En el padrón femenino no figuraba el año de nacimiento. Votó el 90,3% de las inscriptas. Para la conformación de las listas del Partido Peronista, Evita ocupó un lugar clave: eligió a las candidatas, luchó por su representación y por posiciones en las que entrasen. La mujeres obtuvieron 23 bancas de diputadas (Álvarez, Casasuccio, Pracánico, Rodríguez, Flores, Salaber, Degliuomini de Parodi, Espejo de Ramos, Gaeta de Iturbe, Macri, Acuña, Dacunda, Bioni, Brigada de Gómez, Torterola de Roselli, Ortíz de Sosa Vivas, Piovano, Aguilar de Medina, Rodríguez de Copa, Argumedo de Pedroza, Caviglia de Boeykens, Tejeda, Villamaciel), seis de senadoras (Pineda de Molins, Calviño de Gómez, De Girolamo, Castañeira de Baccaro, Larrauri, Rodríguez Leonardi) y 97 más en las legislaturas provinciales. Ninguna mujer resultó electa por otro partido. En 1953, Delia Degliuomini de Parodi fue nombrada vicepresidenta primera de la Cámara de Diputados, una de las primeras mujeres en el mundo en ocupar un cargo de ese poder.
Eva Perón votó por única vez desde el Policlínico Presidente Perón, hospital que había sido construido por la Fundación, pocos días después de haber sido operada. La histórica foto de la urna la sostiene una mujer. En ella, en su peinado de miércoles –los días más baratos en el que las trabajadoras iban a la peluquería–, en la ropa –señala Natalia Milanesio que la venta de indumentaria en Buenos Aires se cuadriplicó entre 1946 y 1952–, en la pulsera de oro que podría tener en la mano, en los transportes que tomó, en lo que habló con el padre o el marido o las amigas, en las cortinas –¡nena, las cortinas!–que podría tener en la casa, en no bajar la vista. Ahí está una época. David Viñas leyó que Eva Duarte había nacido en las manos de una comadrona mapuche: ése era el nacimiento no de una mujer, de una generación. Esas hijas “bastardas” eran todas las “descentradas”, los cambios del orden familiar, las que como “Emma Zunz” –el cuento de Borges que las honra publicado en Sur– son las que van “a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta”, o “al cinematógrafo”, a la confitería, al centro, a los bailes. Así estaban las “muñecas bravas” –un tango de 1928 de Enrique Cadícamo– vestidas de domingo, con zapatos, mujeres que casi dejaron el batón, la máquina Singer y el agua hirviendo en el fuego y salieron a votar, o mujeres que ya venían metiendo las otras patas en la fuente, como las larguísimas piernas de Tita Merello enfundadas en medias de red. Las chicas hicieron de la ciudad un zaguán. Fueron fiscales, pegaron carteles, llevaron el punteo. La democracia primera fue la del prejuicio: que las actrices eras prostitutas, que las telefonistas eran prostitutas, que las enfermeras eran prostitutas, que las que se pintaban las uñas de los pies eran prostitutas. Pero esa mezcla entre cultura del consumo, cultura del trabajo y cultura política lo estaba dando vuelta todo. El peronismo fue, también, una máquina de hacerlas escribir.
Para las mujeres de esas décadas, “la” dictadura fue la del 55, la que las llevó a la cárcel, a la censura y a la que enfrentaron como parte clave de la resistencia –María Granata o Alicia Eguren, entre muchas–. Y las hijas de esas mujeres son las que después van a emprender otro viaje: llegaron a la universidad, llegaron a la guerrilla, llegaron a Ezeiza. Nora Domínguez en El revés del rostro señala: “La irrupción publica de la figura de la militante montonera, de la única mujer que participa del secuestro de Pedro Aramburu en mayo de 1969, Norma Arrostito, se produce a través de la divulgación de su rostro”. Norma Arrostito y Norma Kennedy: las dos normas de los setenta. Casi durmiendo como flores negras y blancas en la tumba de Evita. No casualmente este año, la película de Julián Troksberg mete la mano en el basurero de la historia y saca ese diamante podrido: Isabel, la primera mujer que llegó a la presidencia. Después vendrá el golpe, el retorno, la democracia, la elección y reelección de CFK. Votar cambió la vida. La vida venía cambiándose de antes y cambió después. Pero esa noche, ¡esa noche! cómo se habrán lavado esos platos.
FA
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