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Opinión

Elogio de lo tóxico

@elchara

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“Increíble tentación es el amor”. Babasónicos

I- Hace poco leí que el presidente Alberto Fernández sostuvo que el país fue “sometido” a un “endeudamiento tóxico e irresponsable” con el FMI. Me sonó cuanto menos condescendiente y además me resultó paradójico que haya usado esa palabra, “tóxico”, tan del mercado capitalista, para hablar nada menos que del FMI. 

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Y me pregunto qué pasa con esa palabra que está tan, pero tan disponible en lo público que hasta un presidente la usa para hablar de endeudamiento. ¿A quiénes les habla cuando usa esa palabra?

Pero más allá de eso, me hizo volver sobre la posibilidad de interrogar, otra vez, el uso de esa palabra estereotipada, esa palabra que, como diría Florencia Angilletta, es una palabra “tapón” o “comodín” -en oposición a las palabras “llave”-. Son palabras que, en su uso, cierran sentidos, aplastan todo lo que se les aparece en su camino; tienen un efecto mántrico y letárgico que obtura cualquier posibilidad de revisar las cosas y, más aún, de revisarnos. Es la doxa en uno de los tantos sentidos en que la leyó Roland Barthes: “es una repetición muerta, que no viene del cuerpo de nadie -sino, quizás, precisamente, del cuerpo de los Muertos”. Incluso podríamos seguir con esta otra definición de Barthes acerca del discurso previsible: “Texto de los Muertos: texto litánico, del que no se puede cambiar una sola palabra”. Palabras que producen tedio porque son previsibles. O incluso la doxa cuando es “la Opinión pública, el Espíritu mayoritario, el Consenso pequeño-burgués, la Voz de lo Natural, la Violencia del prejuicio”.

Señalar que algo es tóxico nos deja automáticamente fuera de la escena y por lo tanto de la responsabilidad de nuestro modo de estar en esa escena; nos deja como puros objetos del arbitrio del otro creyendo que no tenemos nada que hacer, que no hay salida. Nos adormece, una y otra vez, en la suposición pueril de que hay solo dos lados -el bien y el mal- dejándonos aferrados a la certeza de que nosotros estamos del lado bueno. Porque lo que ocurre habitualmente cuando esa palabra aparece, es que aparece para señalar a los demás. Nunca somos nosotros los tóxicos, nunca somos nosotros los que hacemos daño. Es además una palabra que se fue vaciando en su uso y que apela a un “todos nos entendemos” “nosotros los no tóxicos”; eso solo puede conducir a coagular aún más el malentendido.

Señalar que algo es tóxico nos deja automáticamente fuera de la escena y por lo tanto de la responsabilidad de nuestro modo de estar en esa escena; nos deja como puros objetos del arbitrio del otro creyendo que no tenemos nada que hacer

“Tóxico” es una palabra tan tapón/comodín como puede llegar a serlo la palabra “patriarcado”. “El patriarcado eres tú”: una vez más: uno siempre queda del  lado del bien y exento de lo que se cuestiona. Y entonces se vuelven nociones, en su uso, algo absolutas: todo es tóxico, todo es patriarcado; en definitiva, de ese modo, nada lo es o, mejor aún, nos perdemos los matices con los que están hechas las cosas, esos matices que nos permiten leer condiciones sociales, acontecimientos políticos y, por qué no, amorosos -ya Nancy Fraser sostuvo lo impreciso que resulta confundir patriarcado y capitalismo-.

II- Hace poco Juan Di Loreto escribió acerca de la creación, y por ende la traición, que implica traspasar una obra literaria al cine, lo hizo acá. Y entonces me acordé de cuando Lucrecia Martel filmó Zama. En ese momento ella dijo en una entrevista que la novela la había intoxicado y en ese decir arrojó una atinada, precisa y bella definición de lo que es leer: habló del estado febril y de la euforia que afectó su cuerpo, de la modificación física que el veneno destilado por la escritura de Di Benedetto le produjo. No dejó de subrayar que esa escritura era como el remolino en el río de la lengua, que de golpe conduce a un espiral de lectura. Leer es intoxicarse, dejarse tomar por la escritura, por la letra y soportar las consecuencias en el cuerpo. Lucrecia Martel filmó esa intoxicación, puso en escena la toxicidad que produce la buena literatura.

III- A la luz de la pandemia todo se resignifica. Ya no es tan sencillo desoír, negar. El señalamiento de que el tóxico siempre es el otro produce una invisibilización acerca de las inquietantes cifras de los consumos de psicofármacos -ver acá- que, más allá de los aumentos producidos a partir de la pandemia, venían siendo preocupantes desde antes, tal y como lo investigó hace algunos años Brian Majlin acá.

Los discursos individualistas que señalan que el tóxico siempre es el otro refuerzan el aislamiento en el lazo social, rasgando la frágil tela de lo común. La idea de un otro tóxico conduce sin pudor y sin temblor a gestos de segregación, de aniquilación y de arrasamiento, no sólo del otro concreto, sino de la alteridad radical, esa que nos constituye. Son modos que van instalando prescripciones y moralismos; generan una ilusión permanente de que se podría alcanzar la felicidad plena y definitiva, o minimizar los efectos indeseados -en verdad, imposibles de anticipar– de un encuentro amoroso o sexual.

Los discursos individualistas que señalan que el tóxico siempre es el otro refuerzan el aislamiento en el lazo social, rasgando la frágil tela de lo común

Si la palabra “tóxico” caló tan profundo es porque desliza la ilusión de que el malestar en la cultura puede ser eliminado, de que efectivamente podemos y debemos vivir “bien”, y hasta estamos obligados a ello. Jorge Jinkis sostiene que “hay un fascismo de la salud que se cuela por los intersticios de la vida cotidiana”; ese microfascismo se ha derramado sobre la vigilancia de las vidas afectivas y es ejecutado en nombre de la libertad. Esos discursos van esparciéndose a modo de evangelización y proponen que, mientras existan los amores tóxicos o las personas tóxicas, existirá el remedio.

Me quedo siempre con lo que alguna vez dijo tan bellamente Vir Cano: “No puedo imaginar –y tampoco quiero– un amor sin dolores. Pienso que no sirve, que no nos facilita ni nos prepara para una de las cosas más lindas de amar: abismarse a unx otrx, perderse de unx mismx justamente allí donde lxs otrxs no son plenamente calculables. A veces incluso perder un poco de sí. Apostar a un amor sin dolores no nos permite crear herramientas y pócimas para habitar la posibilidad de lo inesperado, lo que incomoda, desafía, molesta, interrumpe e incluso duele [...]. Ojalá seamos capaces de acompañarnos en los dolores más allá de la lógica de la culpa y la victimización. Quiero ser capaz de acompañar el dolor sin buscar culpables”.

Alguna vez pensé que más que tóxico habría que recuperar la palabra pharmakon, esa que para los griegos significaba veneno y remedio al mismo tiempo. “Eros dulce-amargo”, dice Anne Carson. “Te amo, te odio, dame más”, acaso la educación sentimental de muchas generaciones.

Me gusta que Jacques Derrida diga que el pharmakon es ajeno a la ciencia médica, del mismo modo que “las nomenclaturas, las recetas y las fórmulas aprendidas de memoria, resultan tan ajenos al saber vivo y a la dialéctica”. Las nomenclaturas, las clasificaciones, las calificaciones; la vida: instrucciones de uso. Adiós sorpresa, adiós vitalidad; bienvenido el tedio de lo previsible.

IV- Si en un lugar se juntan patriarcado y capitalismo, evidenciando sus efectos letales, es en la historia de Britney Spears -a la que llegué, como llego últimamente a tantos lindos lugares, gracias a Agustina Larrea en sus Mil Lianas-. Lo que impacta en la historia de la cantante es el modo en que patriarcado y capitalismo se ligan, en este caso, en esa figura tan tremenda llamada “tutela”. Jamie Spears, su padre, la despoja, bajo esa figura, de absolutamente todos sus derechos civiles, la despoja de su persona. Britney Spears no puede hacer nada sin pedir autorización, nada de nada. Jamie Spears, el padre de Britney, es literalmente ella. Ella no existe más. Pero lo nefastamente irónico resulta en el modo en que, mientras la declaran demente -sí: demente- la montan en una maquinaria productiva y tortuosa haciéndole hacer giras y shows imparables durante años. Años trabajando sin descanso y facturando millones y millones de dólares de los que, obviamente, todos usufructúan menos ella. Es espeluznante porque la maquinaria se sostiene con una Britney medicada y aterrorizada. Un patriarcado aggiornado al capitalismo más salvaje y más voraz. Hoy sabemos que finalmente el padre tuvo que renunciar a la tutela. El movimiento #freebritney tuvo mucho que ver.

V- En 2003, Britney Spears lanza Toxic. Me detengo en la parte que dice: A guy like you should wear a warning/ It's dangerous, I'm falling y pienso en la imposibilidad de ser advertidos de los efectos tóxicos que puede provocarnos el otro, dado que no hay efectos sino en un encuentro que nunca es la suma de dos individuos, es más bien una zona de mutua contaminación, de mutua intoxicación. Y me acordé de ese libro tan preciso que editó Encuentro Itinerante que se llama La literatura frente al mercado y el Estado. Radiografía de la corrección política, en el que la gran entrevistadora que es Nancy Giampaolo dialoga con cuatro escritores acerca del estado de cosas. Me detengo en una parte de lo que Alan Pauls señala a propósito de las advertencias: “los trigger warnings, el último grito de la industria editorial sobre todo anglosajona. En las primeras páginas del libro, antes de que empiece la novela, los tipos ponen advertencias sobre cosas que van a aparecer en tal página o tal capítulo, y las ponen porque esas cosas pueden disparar (trigger) en el lector emociones traumáticas, recuerdos negativos, angustia, estrés (...). La pregunta es: ¿qué tipo de  representación de los lectores presupone el uso de trigger warnings? Lectores-niños, lectores inválidos, lectores incapaces de decidir qué están en condiciones de leer”. Si los efectos del encuentro con un texto, con una lectura, con un otro pudieran anticiparse no habría encuentro, ni texto, ni lectura.

¿Qué clase de subjetividad está produciendo la industria de la victimización y del ofendimiento?

VI- Empezar a vivir a partir de que la pandemia va dejando de ser tan feroz va a requerir tiempo. No es tan sencillo volver a la vida, encontrarse con otros y recuperar algo del tejido social que tan roto está. Haber perdido la confianza en los otros -que pueden infectarnos, porque nunca somos nosotros los que podemos infectar-, como dice David Le Breton, no es sin consecuencias. No veo posibilidad de que eso común pueda empezar a ser tejido de nuevo, incluso con los agujeros irreparables, si seguimos sosteniendo discursos segregativos que nos dejan cada vez más aislados. No hay comunidad sin afectación por los cuerpos de los otros. No hay comunidad posible si nos replegamos en el rechazo a la alteridad cuando la concebimos como tóxica. No hay comunidad posible sin que seamos capaces de dejarnos afectar por la toxicidad que puede implicar lo común.

AK

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