Dos eslabones perdidos: la historia de los que no ganan ni pierden
Si la Historia la escriben los que ganan eso quiere decir que hay otra Historia. La de los que pierden. Esa Historia también ha sido profusamente escrita. No por ellos, sino por diversos cronistas románticos, militantes revisionistas e historiadores en búsqueda de un tema nuevo de investigación. Queda una tercera Historia, la de los que no ganan ni pierden, sencillamente desaparecen, se extinguen silenciosamente al costado de una ruta que los considera obsoletos, fallidos o insignificantes. Hoy quisiera recuperar una de esas historias para ver si nos sirve de algo. O al menos, para no sentirme tan obsoleto, fallido e insignificante aquí, al costado de la ruta.
Sinking London
El Londres de entreguerras no habrá tenido la efervescencia de París, ni el filo de Berlín, ni siquiera puede competir consigo mismo en los '60, pero sí tenía el encanto de un imperio en lenta y franca decadencia. En él convivían el viejo Chesterton y el joven Hitchcock, Sylvia Pankhurst llevando el feminismo hasta el antiimperialismo, y Alexander Korda con su corte de emigrados húngaros intentando fundar un Hollywood británico. Y un grupo de científicos de primer nivel a punto de tomar el control del comunismo.
Hablar hoy de “marxismo británico” remite inevitablemente al puñado de historiadores de posguerra que modernizaron la disciplina y lograron proyección internacional: Eric Hobsbawm, E.P. Thompson, Christopher Hill, etc. En el sinking London de los años '30 fueron personas como el matemático Hyman Levy, el físico John D. Bernal o los biólogos Lancelot Hogben, Joseph Needham y J.B.S. Haldane, todos provenientes de familias acomodadas y colegios de élite, quienes se interesaron por el marxismo, algunos incluso terminaron afiliados al Partido Comunista de Gran Bretaña.
Esto tiene un contexto. La derrota de las huelgas de 1926 había quebrado a la clase obrera inglesa y la izquierda local se quedó sin un sujeto al cual movilizar. Cinco años después, la comitiva soviética que asistió al II Congreso Internacional de Historia de la Ciencia en Londres llevó dos “buenas nuevas”: que el marxismo era un teoría científica de validez universal y que los científicos tenían un lugar en la lucha de clases. Por esos años la ciencia británica vivía una era de esplendor: entre 1932 y 1933 Chadwick descubrió el neutrón, Cockcroft y Walton lograron dividir el átomo, y Blackett, otro socialista, demostró la existencia del antielectrón. Pero la condición social del científico estaba cambiando: la vieja ciencia aristocrática de la Royal Society (“gentlemen don't publish”: los caballeros no publican papers, investigan por mero amor al conocimiento) iba siendo desplazada por la “Gran Ciencia” industrial del siglo XX, asociada a las corporaciones y los Estados, y sostenida por profesionales asalariados que si no publican, no existen.
Proletarizados y envanecidos a la vez, algunos científicos británicos consideraron que ellos eran el verdadero sujeto revolucionario, la vanguardia que conduciría al resto de la sociedad a un mundo mejor. Y obraron en consecuencia: escribieron libros de divulgación, disecaron al marxismo hasta darle aspecto científico. Y dos de esos caballeros de ciencia fueron más allá y se imaginaron un futuro que excedía con creces al siglo XX.
Proletarizados y envanecidos a la vez, algunos científicos británicos consideraron que ellos eran el verdadero sujeto revolucionario, la vanguardia que conduciría al resto de la sociedad a un mundo mejor.
Retrato de dos caballeros
John Burdon Saunderson Haldane provenía de una familia aristocrática abocada a la ciencia. Luego del obligado paso por Eton, estudió fisiología en Oxford. Para no perder tiempo ni maltratar animales, habituaba emplearse a sí mismo como cobayo, lo que lo puso al borde de la muerte un par de veces. Después de combatir en la Primera Guerra Mundial, pasó a estudiar genética en Cambridge, disciplina de la que aún hoy es un referente. Su talento multidisciplinario y su personalidad extrovertida lo condujeron a la divulgación científica. En 1923 ofreció una charla “a los herejes” de Cambridge, que luego fue publicada como Daedalus, or Science and the Future. En ella hablaba de reemplazar el carbón con molinos de viento y almacenar la energía en hidrógeno líquido, y del riesgo de que el capitalismo derivara en un feudalismo industrial, con su casta empresaria, sus enclaves y sus leyes a medida.
El aspecto más perturbador de la futurología de Haldane era el rol que le atribuía a la biología en el mejoramiento de las condiciones de vida. Promovía la eugenesia y la ectogénesis, término que él mismo acuñó para designar a la gestación por fuera del vientre materno, con el consecuente y liberador divorcio entre sexualidad y reproducción: “Caben pocas dudas de que si no fuera por la ectogénesis la civilización colapsará debido a la mayor fertilidad de los miembros menos deseables de la sociedad”. También especulaba sobre el empleo de psicofármacos en la mejora intelectual de las personas. Ateo convencido, Haldane cerraba su ensayo señalando que el cristianismo y el hinduísmo eran las religiones más compatibles con una sociedad regida por la ciencia.
Daedalus fue un enorme éxito editorial que cimentó el prestigio de su autor, mereció una respuesta humanista de Bertrand Russell (Icarus, or The Future of Science) e influyó, entre otros, a John Desmond Bernal. Hijo de una familia de terratenientes católicos, Bernal atribuyó su formación juvenil a “una mezcla indigesta de Einstein, Freud, Oscar Wilde y Bernard Shaw”, además de cierta proximidad con el nacionalismo irlandés. Estudió física en Cambridge y se destacó en cristalografía. Amigo de experimentar dentro y fuera del laboratorio, tuvo un matrimonio abierto e hijos con tres mujeres. Su vocación erudita más la influencia de H.G. Wells y el mismo Haldane lo llevaron a intervenir en el debate público con un libro que combinaba ciencias modernas y radicalismo político. Publicado en 1929, The World, The Flesh and the Devil partía de la premisa de que era necesario reemplazar a la religión con un pensamiento utópico capaz de conectar al presente con el futuro de una manera no apocalíptica.
Destino y futuro no son lo mismo: el primero está inscrito fatalmente en las cosas, el segundo está alimentado por nuestros deseos. Para Bernal, solo el conocimiento científico del mundo material nos permitirá proyectar un futuro realmente utópico que no se limite a ser mera compensación de carencias presentes, un sueño de pobre. Como prueba de esa ambición, llegó a concebir un hábitat espacial en forma de esfera hueca capaz de albergar hasta 25.000 personas fuera del planeta Tierra: la “esfera de Bernal”. En esa aventura, el ser humano debía estar preparado para transformar su cuerpo. La evolución es siempre una perversión: “El hombre normal es un callejón sin salida, el hombre mecánico, aparentemente una ruptura en la evolución orgánica, es la verdadera tradición de una evolución posterior”. La perversión de la naturaleza por la evolución conlleva la perversión del espíritu. El diablo es ese deseo que rebasa la racionalidad y estimula “la vida intelectual, sea científica o estética”. Bernal anticipa y radicaliza el animal spirit del que hablaría Keynes años más tarde: el necesario impulso irracional que requiere toda empresa racional. Pero para él esa empresa no era el capitalismo ni el Estado de Bienestar: era la conquista del espacio y la superación de la humanidad.
El juicio del siglo
En los años '30 Bernal y Haldane encontraron en el comunismo soviético el sistema de valores que esperaban de la religión y la utopía. El compromiso político les dio una nueva proyección social y endureció su pensamiento. Y los expuso al siglo. Por esos años un agrónomo ruso llamado Trofim Lysenko desarrolló una bizarra teoría de evolución por adaptación a las condiciones ambientales, a contrapelo de la biología moderna, que prioriza a la herencia genética. Lysenko fue desacreditado por biólogos como Nicolai Vavílov o el propio Haldane. Pero el Padre de los Pueblos habló: en 1948 Stalin consagró al lysenkismo como doctrina biológica oficial. Vavílov murió en un gulag, Haldane se bandeó ambiguamente y Bernal abrazó la doctrina oficial, abjurando de la ciencia moderna que tanto había defendido.
Para 1964 el fraude lysenkista terminó de caer pero el daño ya estaba hecho. El descrédito fue compartido y la izquierda de posguerra desechó a Bernal y Haldane. Y con ellos, a las ciencias duras. En 1968, año I de la revolución que no fue, el joven marxista británico Perry Anderson escribió que los izquierdistas de los años treinta no eran sociólogos ni filósofos, sino “una plétora de poetas y científicos, las dos vocaciones más inadecuadas para efectuar una transformación política duradera de la cultura. Donde quisieron 'aplicar' sus creencias el resultado fue arte malo y ciencia falsa: la rimas de Spender y las fantasías de Bernal”. Desde entonces, nuestros caballeros fueron dos eslabones perdidos en la historia de las ideas, dos herejes condenados por el siglo XX al suave gulag occidental. En 1956 Haldane emigró a la India: “sesenta años usando medias fueron suficientes”, dijo, en sandalias y dhoti.
Branko Milanovic tuiteó que si queremos entender el siglo XXI no debemos leer autores de hace 30 años sino autores de hace un siglo. Bernal y Haldane cayeron por su propio peso: egos desmesurados, dogmatismos políticos. Pero nos hablaron hace 100 años de energías renovables, de cyborgs y transhumanismo, de la colonización del espacio exterior y de la necesidad de darle a la revolución tecnológica un marco estético y moral, una nueva religión o utopía capaz de capturar a ese espíritu animal, irracional y egoísta, que siempre habitará en nosotros. Y no estuvieron solos en ese plan. Pero la izquierda abandonó ese proyecto, que hoy está secuestrado por gente como Peter Thiel o Sundar Pichai, barones del feudalismo industrial que temía Haldane. Quizás sea tiempo de ir hasta la Torre de Londres a liberar a Bernal y Haldane del juicio de un siglo XX que ya terminó para siempre.
AG
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