El fetiche con los hechos
![Karla Sofía Gascón, Jacques Audiard, Zoe Saldaña y Selena Gomez. Créditos: EFE.](https://static.eldiario.es/clip/c2129097-9613-4107-aee9-0e3fd90452cf_16-9-discover-aspect-ratio_default_0.jpg)
No sé si estos años post pandémicos hubo un revival del cine (en detrimento de las series), al que me subí como muchos otros espectadores, o si sencillamente fue algo más personal. El hecho es que voy mucho más al cine, veo muchas menos cosas desde mi cama, y entonces llego más al día con los estrenos a la temporada de premios. Me pasa algo, también, que sabemos todos los que vamos al cine, o al teatro, o a ver música en vivo; me importan muchísimo más las cosas que veo fuera de mi casa, las cosas que me moví para ver y que recibí de manera cuidada, con el audio, la imagen y la experiencia que sus autores quisieron para mí. Por todo esto, entonces, logro interesarme bastante más por el asunto de los Oscar, y este año quizás más que nunca; otra vez, no creo que sea solo cosa mía.
Siguiendo una combinación de medios norteamericanos y discusiones en Twitter, una se entera de que efectivamente la de 2025 es una “carrera al Oscar” muy comentada. En el centro de la escena, por supuesto, está Emilia Pérez, una película que ya está haciendo una trayectoria tan operática y extravagante como la de su propio guion.
Primero, celebrada en Cannes, en los Globos de Oro y hasta en la etapa de nominaciones de los Oscar; luego, en un declive dudoso, a partir de su estreno en Estados Unidos primero y en México, sobre todo, después. Y, finalmente, en una franquísima caída a partir de la cancelación absoluta de su actriz protagónica, Karla Sofía Gascón, a partir de la “salida a la luz” de una serie de tweets racistas de unos años atrás.
En el camino, quisieron también cancelar a Selena Gomez por hablar mal español (cualquiera que se tome la molestia de la película verá que Selena Gomez, efectivamente, hace de una gringa que no tiene buen español; lo ridículo sería que hablara con fluidez). Finalmente, toda la campaña decidió darle la espalda a Gascón, incluyendo el director, Jacques Audiard, que “no puede creer” las cosas que ella dijo, aunque él declaró, hace muy poco, en una entrevista, que el español es un idioma de “gente humilde”, en un registro mucho más serio y pensado que los tweets que le encontraron a ella. Nótese que tampoco me parecería grave: estoy a favor de que los artistas sean gente rara que dice medio cualquier cosa, y que se las cobren, perfecto, pero no como si fuera delito. Estoy a favor, también, de establecer una diferencia grande entre decir y hacer (una declaración es una declaración; no puede tener el mismo peso ni que el acoso sexual ni que el maltrato laboral, por caso, ni para la ley ni para la opinión pública).
En cualquier caso, a este megaescándalo de Emilia Pérez se le adosan unos cuantos más, bastante menores, pero también muy comentados en los medios especializados. Anora, de Sean Baker, fue criticada por haber decidido no utilizar un “coordinador de intimidad” (un puesto nuevo en Hollywood, diseñado para garantizar que todos los participantes se sientan cómodos en las escenas de sexo). La decisión fue tomada en conjunto por Baker y Mikey Madison, la actriz protagónica que personifica a una joven trabajadora sexual. E
n el mismo tenor de “controversia moderada” apareció la cuestión de la utilización de la inteligencia artificial en The Brutalist de Brady Corbet y otro asunto del pasado de Fernanda Torres, la actriz brasileña nominada por la película brasileña I’m Still Here de Walter Salles, que tuvo que disculparse por salir con la cara pintada de negro (blackface, como dicen los gringos) en un programa humorístico en el año 2008.
Hace varios años que la pulseada por “separar la obra del artista” la viene ganando el asunto de hablar del artista. Pienso que en este asunto el progresismo (me refiero a su versión más infantil y chabacana de internet) sí tiene bastante parte de culpa; es notable, por ejemplo, lo que sucede cuando una figura pública intenta disculparse honestamente por una mala conducta pasada para recibir, casi invariablemente, un “lo que hiciste no tiene perdón”. Lo que sigue (es ilustrativo el caso de Louis C.K.) es, o bien, el retiro total de la vida pública, o bien la adopción de dicha figura por parte de la derecha, que no juzga tanto y aparece entonces como un espacio más amable.
Pero así y todo, pienso que esta veta victoriana del progresismo (anticristiana, incluso) no es el único factor importante en lo que ha pasado con los Oscar, que es un microcosmos de la discusión pública sobre el arte en general, al menos en contextos masivos. Lo que sucede es que nadie quiere hablar de las películas, ni de los libros, ni de las obras de teatro, ni de la música.
Yo misma, confieso, fui a ver Emilia Pérez con una opinión plenamente formada por recortes de Internet (que se confirmó en algunos sentidos y fue refutada en otros); yo misma pienso que ya leí tanto en Twitter sobre algunas películas que ni siquiera necesito verlas. Tan importante como el goce de la cancelación, pienso, es la transformación que han atravesado nuestros cerebros en la última década: no se trata solo de la pérdida de la capacidad de prestar atención, aunque en gran parte sí, sino también de una especie de sesgo absoluto hacia lo que percibimos como “información”.
No hablamos de los artistas solo porque tengamos ganas de ordenarlos moralmente. Hablamos tanto de los artistas, también, porque no queremos hablar de las obras. Hablar de obras no es solamente difícil; es improductivo, es hablar de mundos de fantasía, de cosas que no tienen que ver con el mundo y que no sirven para nada. Hablar sobre coordinadores de intimidad o inteligencia artificial o qué sería una representación correcta de México parece, en cambio, estar teniendo conversaciones “importantes”; estar hablando de verdades, de hechos, de esos facts that don´t care about your feelings, como decía la gorrita de los republicanos (“a los hechos no les importan tus emociones”).
Es una tragedia que hablar de “hechos”, encima, se confunda con hablar de la politicidad de una obra; porque efectivamente, todas estas películas que están nominadas a los Oscar tienen problemas (no en el sentido moral, sino en el sentido de enigmas, cuestiones a resolver) políticos interesantísimos, todos mayormente ausentes de la discusión pública. Y una última cosa: leo muchos conservadores, que a veces con buena intención, dicen que lo importante es “si la película es buena”. Creo, reitero, que esa es una buena dirección para la discusión, pero vuelve a errarle al problema central: nadie sabe con certeza si una película es buena, si una novela es buena, si una obra de teatro es buena. Las discusiones estéticas siempre están marcadas por esa incertidumbre: podemos argumentar, discutir, sofisticar nuestros razonamientos, pero en última instancia es imposible acabar con los desacuerdos en el arte. En el fondo, si la discusión estética hoy ha quedado completamente sepultada por los chismes sobre lo políticamente correcto es porque es ese pluralismo irresoluble sin ganadores inequívocos lo que no podemos soportar.
TT/MF
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