Formas de cruzar
Mi abuela vivía frente a las vías del tren San Martín, pero el centro comercial de mi barrio quedaba del otro lado. Para cruzar por la estación había que desviarse muchas cuadras, así que ella y yo directamente cruzábamos por las vías. No había barrera ni paso a nivel ni nada, sólo cruzar intentando pisar sobre los durmientes de madera de un tren que todavía no era eléctrico, para esquivar el barro y la grasa de máquina que no salía nunca más de la ropa. Alrededor todo era tierra y algunos árboles repletos de pájaros. Cuando llovía, el cruce se transformaba en un lodazal imposible.
Yo trataba de que ella no se cayera al piso, cosa que por más cuidado que tuviéramos, sucedía dos por tres. Entonces mi abuela se raspaba, se reventaba las rodillas, se hacía hematomas que a veces duraban semanas.
Eso significaba que no iba a haber ni ferias ni mercados para mí hasta que las piernas de mi abuela se recuperasen un poco. Yo la miraba desde abajo, me parecía que tenía unas piernas muy flacas y huesudas como para que la pudieran sostener bien. Una vez, caminando por una plaza conmigo de la mano, un pibito la atropelló con un carting y le rompió una arteria de una pierna. Yo ni siquiera sabía que una abuela pudiera tener tanta sangre metida adentro del cuerpo.
Mi abuela nunca iba al hospital pero conocía a muchos curanderos. Su madre había parido doce veces en el campo y sus hijos habían nacido todos vivos. En cambio a ella con sus partos de quirófano solo le sobrevivieron dos hijas, una era mi tía y la otra, mi madre. Entre las dos, mi abuela había parido una infinidad de bebés varones y ninguno había sobrevivido al hospital. Ahora que hasta el marido se le había muerto de cáncer de huesos sin que los médicos lo hubieran podido evitar, ¿para qué iba a volver a ese lugar?
Mi abuela no le tenía miedo a nada excepto a soñar con su padre sentado en la cabecera de la mesa. De un lado estaban los hermanos muertos, del otro, los que continuaban vivos. Doce hermanos y un padre comiendo como si se tratara de la última cena, todos en silencio hasta que el hombre en la cabecera levantaba la voz para ordenar que tal o cual hermano pasara del otro lado de la mesa. Había que obedecer: un hermano de los vivos se paraba de su silla y cruzaba del otro lado sin chistar para sentarse con el resto de los que ya se habían ido. Mi abuela sabía que después de ese sueño era cuestión de días para recibir la noticia de la muerte de ese hermano. Su sueño no fallaba nunca.
Mi abuela no le tenía miedo a nada excepto a soñar con su padre sentado en la cabecera de la mesa. De un lado estaban los hermanos muertos, del otro, los que continuaban vivos
Nosotros, sus nietos, sólo éramos cuatro hermanos. Cuando alguno andaba resfriado, mi abuela y yo atravesábamos esas mismas vías para juntar hojas de eucaliptos, las lavábamos bien y yo me sentaba en el patio de su casa con un repasador sobre las rodillas, para secar y separar hoja por hoja de los tallos. Mientras, ella preparaba la olla y la ponía a hervir. Cuando echaba los manojos de hojas frescas al agua caliente, la casa se empapaba de la transpiración de los eucaliptos y nosotros también. El aire tibio y húmedo se nos metía en el cuerpo aliviando cualquier dolor de garganta o catarro.
Tampoco íbamos nunca al hospital. A lo sumo a la salita si había un accidente, como cuando mi hermano perdió las llaves y quiso meterse por la ventana con tanta mala suerte que un vidrio se le vino encima. En la salita le dieron siete puntos en la frente. Para todo lo demás estaban los curanderos. Las farmacias, en nuestro mundo, casi no existían.
Los curanderos eran en su mayoría mujeres que venían de las provincias sabiendo curar orzuelos, empachos, mal de ojo, y cuestiones del corazón. Todas mujeres, menos Nardo.
Nardo era un hombre de unos cuarenta, con la piel más oscura que había visto en mi vida. Cuando me apareció un sarpullido rojo zigzagueándome en el pecho, enseguida me llevaron a su consulta.
Él le dijo a mi abuela que yo tenía culebrilla y que había que actuar en seguida porque era peligroso dejarla crecerme en la piel. Las noches siguientes, yo me quedaba mirando la cabeza de la culebra y la cola que se iba estirando por mi pecho, pese a los rezos de Nardo, de mi abuela y sus aceites. Una víbora brillante como un tatuaje movedizo sobre mi cuerpo y que, si la cabeza llegaba a morderse la cola, iba a asfixiarme. Odiaba sacarme la remera adelante de Nardo y que viera como la pubertad comenzaba a estallarme el pecho mientras me pasaba aceites apestosos antes de empezar con las oraciones. Pero gracias a sus semanas de rezos la culebrilla fue aflojando de a poco. Ya no me quemaba tanto ni me hacía picar y nosotras dos volvimos de a poco a la feria y a las vías del tren.
Si en vez de los trenes de pasajeros era un carguero, para los adultos era una fatalidad. Esas formaciones cortaban todos los cruces durante horas y era muy común que se quedaran parados. Pero a mí me encantaba juntar los granos de maíz que esos trenes de carga derramaban entre las piedras grises que separaban los durmientes para, después, hacerlos germinar y ver que de cada uno de ellos saliera una planta nueva.
Esas pequeñas magias suburbanas siempre estuvieron cerca y yo me había vuelto tan buena en el arte de germinar semillas en un frasco -con papel secante y algodón húmedo, para plantarlas después en la tierra desnuda del fondo de casa-, que me la pasaba buscando granos de maíz del cruce. Ni siquiera me preocupaba si estaban esparcidos alrededor de un gallo partido al medio.
En la monotonía del barro, los gallos partidos al medio de las macumbas eran una fiesta de colores. Lo único que no me gustaba era el rojo de la sangre y el de las velas.
Un día le solté la mano a mi abuela para ir a juntar granos de uno de esos gallos que los umbandas del barrio descartaban después de un ritual en los cruces de caminos y ella me vio.
-No le tengo miedo. No son nada-, desafié a mi abuela con esa adolescencia naciente que había empezado a rebelarme. Ella me contestó seria:
-Con las macumbas no se jode. No vuelvas a tocarlas nunca más-.
Yo me reí, miré al animal y vi que le habían puesto billetes de cotillón de esos que había muchas veces adentro de las piñatas y para demostrar mi valentía, saqué uno. El suelo se me vino hacia la cabeza. En menos de un parpadeo y sin que ni siquiera llegara a poner los brazos antes de estrellarme contra la tierra, me abrí la frente y pagué con mi propia sangre los pequeños robos al gallo muerto.
Hasta el día de hoy sigo sin tenerle miedo a las macumbas, pero sí mucho respeto. Ahora las colocan en el paso a nivel que queda tres cuadras antes del cruce que atravesábamos mi abuela y yo. Ese lugar ya no existe hace años y, sin embargo, está grabado de tal manera en mi cabeza que podría recorrerlo horas repasando cada detalle. Tan cerca y tan lejano como el padre de mi abuela al que no llegué a conocer nunca, y que quizás se aparezca algún día en mis sueños para pedirme que lo acompañe a cruzar del otro lado.
DR
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