Ante el estado del mundo, ¿qué hacemos con tanta impotencia?
Los niños de Gaza. Las niñas de Kabul. Los jóvenes votando a Milei en Argentina. Ucrania. Trump. El número de suicidios que no cesa. La homofobia que ve en un cartel lo que no quiere ver en casa. Las adicciones, tan silenciadas a grito limpio. La sequía: concreta, palpable. La privatización del estrés. El ruido que nos acecha cada vez más. ¿Qué hacemos ante tanta impotencia?
La actualidad nos viene dada, cerrada como una fábrica de impactos. Cada noticia parece ser un nuevo puñetazo en el ring de lo cotidiano. La Inteligencia Artificial aparece como el Maligno que ha venido para acabar con todos nosotros a golpe de algoritmo. Pero intuimos que el presente es otra cosa, que tiene que ser otra cosa. El ahora no se conforma con lo inmediato. Acoge la imprevisibilidad del pasado, y la apertura, necesaria e irrebatible, del futuro. Si no queremos ser tratados como autómatas o como soldados, deberíamos dejar de reaccionar desde la inercia y la obediencia.
Aristóteles, mucho antes de la aparición de la prensa, ya nos explicaba qué es la actualidad. En su teoría del movimiento, el filósofo asegura que todas las cosas —y todos los seres vivos— son, al mismo tiempo, algo en acto y algo en potencia. El acto es lo que una cosa es (una semilla de un naranjo, por ejemplo, es, en acto, una semilla) y la potencia lo que una cosa puede llegar a ser (esa semilla puede llegar a ser un naranjo, aunque aún no lo sea). Así, podemos decir que la actualidad es el recorrido de la potencia al acto. Eso es actualizar. Pero muchas veces olvidamos que aquello que hemos actualizado (el árbol, en este caso) también es, potencialmente, otra cosa posible. Otro mundo imaginable. Otra experiencia que podríamos convocar desde el deseo y el asombro.
La actualidad parece definitiva. Como una estación de tren que es destino final. El presente es otra cosa. Hay vías que aún no hemos sabido ver, que aún no hemos sabido dibujar, pero que pueden desplazarnos a lugares, y situaciones, que aún no somos capaces de proyectar. Un “presente”, en castellano, significa “regalo”. Y un regalo no acaba de serlo hasta que alguien lo recibe, lo abre, y se hace cargo de él.
La inmediatez en la que estamos sumergidos no ayuda a pensar la actualidad más allá de la retórica del scroll, que promete un desplazamiento infinito, pero que no suele provocar ningún movimiento como tal. Tampoco se trata de caer en el recurso fácil de la tecnofobia. El problema no son las redes sociales, sino que hayamos copiado su forma de narrar el mundo en prácticamente todas las formas de narración contemporáneas.
Los griegos diferenciaban tres temporalidades, representadas en tres deidades distintas. El Cronos, el tiempo que hoy lo ha secuestrado todo, es el tiempo del nacimiento y de la muerte, el tiempo de los relojes. Cuando decimos que “no tenemos tiempo” nos referimos a esa manera de cronometrar la vida. No es extraño que, con la industrialización, las fábricas se inundarán de relojes por todas partes.
La pregunta sería si hoy la fábrica la llevamos a cuestas cada uno de nosotros. Pero, en Grecia, también existía el Aión, un tiempo que no tiene principio ni final, y que vive en la repetición. Es el tiempo en el que Nietzsche quiso ver el Eterno Retorno. Y que nosotros conocíamos bien cuando el año tenía cuatro estaciones, y que volviera la primavera suponía una celebración y una liturgia. Pero, además, los antiguos también tenían espacio para el Kairós, un dios menor, que representaba el “tiempo oportuno”, y cuyo valor era más cualitativo que cuantitativo. Hoy llamaríamos al Kairós “inspiración”. Y hemos olvidado que “conspirar” significa “respirar juntos”. Para conspirar —para salir de esta impotencia que nos deprime— necesitamos darnos tiempo. Regalarnos tiempo. Hacer del tiempo un presente.
No se trata, pues, de impugnar ningún tipo de temporalidad. Necesitamos las tres. Se trata de hacerlas coincidir, de que una no se coma a la otra, de que nuestra vida no transcurra en la sala de espera de un hospital que solo se dedica a las urgencias.
No hay recetas mágicas para escuchar las potencias que encierra (silentes, a la espera que las rescatemos) todo tiempo llamado actualidad. Pero sí que conocemos, a veces de una forma muy intuitiva, algunas estrategias que pueden servirnos para no caer en el pozo de la resignación y el odio. El deseo, el juego, la mirada y la pregunta por el sentido son, aún hoy, cuatro formas de resistencia.
El deseo nos permite movernos más allá de la lógica de la causa y el efecto. “Desear” es “de sidere”, seguir las “estrellas”, incluso cuando estas, aunque aún brillan, hace años que están muertas. Lo importante del deseo no es la captura, o si obtenemos o no el objeto deseado, sino el itinerario que trazamos, que ya no es el de la producción ni el consumo. Por otra parte, todos hemos notado cómo se nos pasa el tiempo “volando” cuando estamos jugando. Un juego compartido es un acto cultural de primera magnitud.
Para Johan Huizinga, el filósofo neerlandés, somos “Homo ludens”. Antes que hacer o saber, jugamos. Y lo hacemos como un acto de libertad. Eso lo saben los niños, como los niños saben que en el acto de preguntar —y no en la demostración autocomplaciente— radica el origen de la filosofía (y también del periodismo). Los niños, entre los dos y cinco años, llegan a realizar cuarenta mil preguntas. ¿En qué momento lo hemos dejado de hacer los adultos? Preguntar es mirar lúcidamente, querer saber más allá del significado cerrado, intentar responder “qué sentido” tiene eso a lo que llamamos “noticia” o “suceso”.
En un mundo en el que no se aceptan preguntas en las ruedas de prensa, hemos de poder decir “espera un momento”, “no te doy juego”, “es hora de mirar a otra parte”, “qué sentido tiene todo esto”. Y recordar que cada semilla puede ser un naranjo. Y un naranjo, una estrella que no es camino, pero que hace camino al andar. Son nuestras huellas el camino. Y nada más.
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