La independencia en busca de un pueblo
Los historiadores e historiadoras lo han mostrado hace tiempo: no existía la Argentina cuando se firmó la Independencia. No había entonces una identidad nacional: las personas se identificaban o bien con su provincia natal o bien con lo americano. Se era patriota de Córdoba, Buenos Aires o Tucumán, se podía sentir un orgullo americano, pero todavía no uno nacional. Eso vendría bastante después. No fue así “Argentina” lo que se independizó en 1816. Nuestra nación aún no existía y el congreso no reflejaba siquiera el territorio que ella tendría en el futuro. La declaración se hizo, en cambio, a nombre de las Provincias Unidas de Sud América y entre sus firmantes hubo varios diputados que representaban a localidades que hoy quedan en suelo de Bolivia. Quienes tomaron la decisión no tenían para nada claro que el Alto Perú, la Banda Oriental del Uruguay y Paraguay no formarían parte del nuevo país (eso no quedaría claro todavía por mucho tiempo).
Las poblaciones de la mayor parte del territorio actual de la Argentina no participaron del congreso. Toda la región de la Patagonia hasta bien al norte, incluyendo las actuales provincias de La Pampa, Neuquén, gran parte de Buenos Aires y la franja sur de Mendoza, San Luis y Córdoba eran todavía territorio autónomo de los pueblos indígenas. Lo mismo vale para el Chaco, que se extendía a las actuales provincias de Formosa, el norte de Santa Fe y vastas partes de Salta y de Santiago del Estero. Toda esa superficie era bastante más extensa que la de los pueblos reunidos en Tucumán. Tampoco enviaron representantes Entre Ríos, Corrientes, las Misiones y Santa Fe, que conformaban con la Banda Oriental la Liga artiguista, cuyo territorio era casi tan extenso como el de las firmantes (de hecho, pudieron haber conformado una nación aparte, como luego lo fue la República Oriental del Uruguay). ¿Qué eran esas Provincias Unidas de Sud América que se declararon independientes? Por ahora, apenas una comunidad política. El partido de quienes deseaban la independencia y se unían para afirmarla.
Otro mito escolar imagina que ese partido era el de los criollos, que se oponían a los españoles. En verdad, la Revolución y las guerras de independencia no enfrentaron a criollos contra españoles. Si bien los nacidos en América predominaban entre los partidarios de la Revolución, los hubo nutridamente en ambos bandos. España casi no participó en las guerras de independencia en los primeros años: la mayor parte de los oficiales de los ejércitos realistas que bajaban del Perú eran americanos y también lo era la abrumadora mayoría de los milicianos que ellos comandaban. Solo luego de 1813 empezaron a llegar refuerzos de España, que, sin embargo, no alteraron el hecho fundamental: la mayoría de las tropas realistas siguió siendo americana. Más que una guerra de liberación nacional contra un ejército extranjero, se trató de una guerra civil entre americanos que deseaban mantener el orden colonial y americanos que deseaban cambiarlo. Lo que estaba en juego no era solamente la pertenencia a España, sino la continuidad de un orden social que también beneficiaba a una parte de los nacidos en América.
Más que una guerra de liberación nacional contra un ejército extranjero, se trató de una guerra civil entre americanos que deseaban mantener el orden colonial y americanos que deseaban cambiarlo.
Contrariamente a lo que suele suponerse, los dirigentes patriotas que promovieron la Independencia no se identificaron como “criollos” –un término que para ellos tenía una connotación negativa–, sino como “americanos” o “españoles americanos”. Posiblemente sí lo hiciesen algunas personas de clases bajas, pero no los de clases “decentes”. El término “criollo” designaba en esos años a los “hijos de la tierra” mestizados y en general se usaba en términos despectivos. Fue muchas décadas más tarde que, retrospectivamente, los historiadores empezaron a designar como “criollos” a los blancos que condujeron la revolución. “Criollo” pasó así a ser un sinónimo de “patriota”. Pero no eran todavía “criollos” los que lucharon por la emancipación de España: así como no había una nación anterior a la independencia, tampoco había un grupo étnico determinado que la buscara. No existía un sujeto étnico homogéneo por detrás de los esfuerzos independentistas. No había ningún sentido de “nosotros” étnicamente definido. El impulso antiespañol no surgía de una nación ni de un grupo étnico: era pura voluntad política y articulaba sujetos múltiples.
Y no era sólo que el campo independentista estuviese étnicamente fragmentado: todos tenían entonces claro que en esa fragmentación, además, había una jerarquía. Los americanos blancos dominaban sobre una población conformada por indígenas, afrodescendientes y mestizos. Algunos libres, otros esclavos o sometidos a servidumbre. Hasta la Revolución, ese privilegio se había afirmado en el hecho colonial. Era un sistema de castas impuesto por el dominio español lo que había organizado el predominio de los “españoles americanos”. Ahora, terminada la colonia, el partido independentista, conducido por una dirigencia que pertenecía precisamente a ese grupo privilegiado, tenía que construir una comunidad política desde cero. ¿Qué hacer con ese privilegio? ¿Cuál era el derecho de esos “españoles americanos” a seguir mandando sobre los nativos, ahora que la legitimidad del Rey de España se había extinguido? ¿Hasta dónde se extendería el principio de igualdad que animaba el fuego de la Revolución? Y sobre todo, ¿cómo construir una comunidad a partir de ese conjunto poblacional fragmentado y jerarquizado? La fragmentación y desigualdad étnico-racial fue acaso el principal desafío político del día después.
Uno de los líderes independentistas más agudos, Simón Bolívar, comprendió perfectamente la situación incómoda en la que se hallaban. En el discurso que dio en la apertura del Congreso de Angostura, en 1819, Bolívar lo planteó con toda claridad:
“No somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre los aborígenes y los españoles. Americanos por nacimiento y europeos por derecho, nos hallamos en el conflicto de disputar a los naturales los títulos de posesión y de mantenernos en el país que nos vio nacer, contra la oposición de los invasores; así nuestro caso es el más extraordinario y complicado. (...) Es imposible asignar con propiedad a qué familia humana pertenecemos. La mayor parte del indígena se ha aniquilado, el europeo se ha mezclado con el americano y con el africano, y éste se ha mezclado con el indio y con el europeo. Nacidos todos del seno de una misma madre, nuestros padres, diferentes en origen y en sangre, son extranjeros, y todos difieren visiblemente en la epidermis; esta desemejanza trae un reato de la mayor trascendencia.”
Bolívar tenía en claro que su lugar de dirigente se apoyaba todavía en el privilegio que venía con ser blanco. Su derecho a estar allí, como trágicamente reconocía, derivaba justamente del orden colonial que acababa de destruir. Si los blancos iban a sostener su lugar frente a una población que había sido por ellos usurpada, una nueva legitimidad era necesaria. La inexistencia de una “familia humana” en común –o, para decirlo en nuestros términos, de un ethnos, un pueblo que se reconozca como parte de un mismo “nosotros”– era el principal desafío de la era independiente. Partiendo de la fragmentación y la desigualdad, partiendo de un conjunto de cuerpos abigarrados que no se reconocían parte de una misma “familia”, había que construir algún sentido de comunidad.
En eso estamos todavía en América Latina y en la Argentina: tratamos de pensarnos como un “nosotros” a partir de la diversidad y la mezcla, avanzamos con golpes y retrocesos discutiendo los privilegios de clase persistentes, que, como en tiempos de la colonia, se enancan en diferencias de color y de origen étnico.
EA
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